Durante la década pasada una expresión intelectual y política de la protesta latinoamericana contra los efectos de recetas neoliberales de globalización en la región fue el renacimiento de cierta idea de nación, asociada a algunos gobiernos del mal llamado “giro a la izquierda”. En el Río de la Plata o Venezuela hubo una reivindicación de la nación latinoamericana y la Patria Grande, asociada al kirchnerismo o el chavismo y concebida como afirmación nacional cuyo centro último y verdadero de irradiación eran siempre Argentina o Venezuela. Mientras, en Uruguay una parte de la izquierda discutió su propia nacionalidad como artificial, “balcanizadora” o divisionista de una unidad cuyo centro rector estaría en Buenos Aires o Caracas.
Pero las relaciones reales entre la Argentina K y el Uruguay frenteamplista no sólo fueron tormentosas, sino casi las peores desde los tiempos del primer gobierno de Juan Domingo Perón en los años 50 del siglo XX. En paralelo, tras el conflicto del campo en Argentina en 2008 y el surgimiento de la agrupación juvenil La Cámpora, se estrechó el vínculo entre el kirchnerismo y los sectores de sensibilidad populista de la izquierda uruguaya. La paradoja es que la política exterior de los gobiernos K convirtió el trabajo de la cancillería uruguaya en un verdadero calvario con vetos a las inversiones en el río Uruguay, exigencias ambientales hipócritas que siempre incumplieron o contradijeron en su casa, medidas contra la salida al mundo de las mercancías argentinas por Montevideo o mediante escalas en Nueva Palmira, y trabas al turismo y a las importaciones, destruyendo parte de nuestras exportaciones industriales.
El kirchnerismo combinó una retórica de Patria Grande -en algún caso ejemplar, como la política de emigración que otorgó ciudadanía a cientos de miles de bolivianos y paraguayos- con un enfoque estratégico de recuperación de la Gran Argentina, el espacio del antiguo Virreinato del Río de la Plata cuya reconstrucción había preconizado el diplomático Enrique Quintana hacia 1900. En este marco hubo un redescubrimiento público de la figura de Artigas, sincero y asombrado ante la profundidad y singularidad radical de su pensamiento republicano-democrático, pero también puesto al servicio de una nueva anexión a la argentinidad, en el caso nada menos que del jefe de los orientales.
Desde luego, una cosa es el debate y el estudio acerca del significado interno de la experiencia kirchnerista para Argentina, a nuestro juicio, abierto a evaluaciones muy diversas desde una óptica de izquierda, y otra cosa es la relación real que el kirchnerismo buscó imponer a Uruguay como regresión al centralismo porteño mientras el discurso de Patria Grande se volvió encubrimiento del sueño y la práctica de reconstrucción de la Gran Argentina. En el kirchnerismo el nacionalismo latinoamericano fue una ficción narrativa que encubrió el nacionalismo argentinocéntrico y el abandono del Mercosur como verdadero proyecto de integración regional con unión aduanera para volver al proteccionismo arancelario de los años 30 del siglo XX.
En este marco se ubicó la disputa por Artigas.
La perspectiva de un Artigas argentino o defensor de una nación latinoamericana se fundó en un lejano revisionismo con raíces en las dos orillas, que durante décadas cuestionó el vínculo entre los ideales, la localización de la fuerza político-social del artiguismo y su dimensión regional, con la nación uruguaya. Sin embargo, la pretensión de un Artigas argentino o nacionalista de la Patria Grande es igual de cuestionable que la de un Artigas exclusivamente uruguayo.
Para Ernest Gellner, Benedict Anderson y Eric Hobsbawm las naciones son creaciones históricas de la modernidad, en especial entre 1870 y 1914.
Las políticas nacionalistas funcionan como ingenierías sociales con una función clara y específica: crear naciones e identidad nacional para homogeneizar y lograr una singularidad cultural que legitime al Estado. Los medios clave para desplegar el nacionalismo son la educación y los medios de comunicación oficiales (cultura impresa, cine, televisión, radio, entre otros) a través de los cuales se distribuye la lengua de la cultura y se difunden mitos, fechas patrias y relatos compartidos. Las “culturas nacionales” también pueden convertirse en “culturas oficiales”.
Para François-Xavier Guerra la idea moderna de nación llegó tardíamente a América y por influencia de los procesos ocurridos en Europa. Para él “la tesis popularizada por Anderson sobre el papel motor en la invención de la nación de los ‘pioneros criollos’ no resiste el mínimo de análisis”. Tomás Pérez Vejo sostiene que ese protonacionalismo que han querido ver en el patriotismo criollo se mueve en parámetros de identidad de antiguo régimen, no de tipo nacional.
Antes de las independencias y el surgimiento de los estados independientes no existían naciones en el sentido moderno del término. Las naciones no fueron la causa de las guerras de independencia, sino su consecuencia.
En el caso de Uruguay, la invención de la nación es obra de cuatro procesos distintos: la creación del culto de Artigas y los charrúas después de 1870, la implantación de la escuela pública laica fábrica de ciudadanía, la transformación del fútbol en deporte de masas incorporado al ADN de nuestra cultura cotidiana, con los hitos que van del Campeonato Sudamericano de 1916 hasta la conmemoración del centenario con el Campeonato del Mundo de 1930, y el reformismo social secular y radical de José Batlle y Ordóñez.
El Tabaré de Juan Zorrilla de San Martín, la notable obra histórica de Eduardo Acevedo, la invención de Zapicán por Francisco Bauzá o la evocación romántica de la naturaleza y una veloz monumentalización de la nación inventada en los años 20 -el Palacio Legislativo, el monumento de Artigas en la plaza Independencia, el del Gaucho y el de la Carreta- forman parte de ese proceso.
Hay una lucha por la historia y el origen. La polémica parlamentaria de 1923 dirime la discusión entre una lectura independentista y otra unionista. El adalid de la primera es Pablo Blanco Acevedo, que sitúa la intención de independencia en la misma cruzada de los 33 de 1825, apenas disfrazada de argentinismo en la Declaración de Independencia de Florida. La otra lectura es propuesta por el brillante Eduardo Acevedo, que asume la tesis unionista y sitúa al hito de la independencia en la Constitución de 1830, tras el empuje creado por la conquista de las Misiones por Fructuoso Rivera. En este segundo caso, Artigas y la lucha de puertos con Buenos Aires son antecedentes cruciales de un proceso que culmina en la independencia, más allá de sus intenciones originales. Desde aquellas historiografías mitificadoras, que ignoran el papel de Lord Ponsonby (confirmado por Luis Alberto de Herrera en su investigación en los archivos del Foreign Office hacia 1930), hasta el revisionismo, que mitifica al revés para inventar un Artigas argentino, se ha pasado al otro extremo.
No se entiende por qué cuestionar la relevancia y pertinencia de Artigas para Uruguay ni su papel simbólico de padre de la nación, que aporta valores de calidad cívica y humana para los niños de nuestro país en uno de los tantos rituales de iniciación a la comunidad nacional. Y en todos estos procesos hay mitificaciones. No es correcto atribuir a Artigas la fundación de la nación uruguaya, pero menos lo es atribuirle la paternidad de una “Patria Grande”, ente inexistente desde cualquier punto de vista simbólico como nación latinoamericana, de la que tampoco habló nunca. Esa fue la invención de José Enrique Rodó en su Ariel (1900), adoptada no casualmente por los presidentes conservadores Manuel Quintana y Luis Sáenz Peña en Argentina, creando una América Latina conservadora, de matices muy elitistas, plena de horror aristocratizante hacia el materialismo vulgar del individualismo protestante capitalista, el jacobinismo o la lucha de clases y la acción colectiva de Karl Marx. En los años 50, y dentro de una reivindicación peronista más o menos implícita de la Gran Argentina, el nacionalista de izquierda Jorge Abelardo Ramos, seguido por el nacionalista católico populista Alberto Methol Ferré, retoman la crítica al Uruguay como alienación y la disputa de Artigas en clave de una unidad “latinoamericana” en torno al liderazgo de Buenos Aires.
Artigas fue líder de la Banda Oriental y desde allí buscó organizar varias incipientes provincias de un antiguo virreinato español afirmando la independencia, primero de España, luego de Portugal, y siempre en un antagonismo fuertísimo y claro con la antigua capital de ese virreinato, Buenos Aires, que se postuló desde el comienzo como capital de un imperio que nunca fue y de una nación que se inventó muchas décadas después (Argentina). El republicanismo de Artigas, su rechazo al despotismo militar, su afirmación de la libertad religiosa (en una América Latina católica y jerárquica, estamental), su prédica por la distribución de la tierra, su respeto por la soberanía de los pueblos, su diálogo profundo entre culturas diferentes de afros, indios, criollos y europeos, su defensa del libre comercio, su rechazo al monopolio porteño de la renta portuaria y su ideal de una democracia de participación libre en comunas locales fuertes son señas de identidad de un proyecto emancipatorio que está más acá pero que, sobre todo, va más lejos que una construcción nacional.
No es correcto atribuirle autoría de la nación uruguaya como una intencionalidad. Pero su paternidad de Uruguay es legítima porque empíricamente fue un líder de la Banda Oriental y porque, más allá de una intención imposible (no había naciones en América Latina, sólo imperios ultramarinos en crisis, como el español o el portugués), Uruguay lo adoptó como mito fundante. Y es un mito bueno que hace bien y propone un país de valores igualitarios, democráticos, de libertad y justicia. La verdadera invención de la nación uruguaya, por supuesto, es un proceso posterior, que ocurre entre 1870 y 1930 y que integra a Artigas como inevitable y fundamental antecedente.
Carlos Real de Azúa ya mostró que postular que la nación uruguaya fue resultado inevitable del crecimiento de un embrión que empieza antes o junto con la lucha de puertos y las invasiones inglesas es convertir en embrión lo que son eventos sin intencionalidad. Ni Artigas ni nadie en América Latina fundó naciones en el sentido moderno durante aquellos años.
La nación uruguaya no es resultado de una intencionalidad de Artigas, así como tampoco lo sería una nación latinoamericana que jamás pensó en esos términos. Pero lo que sobrevino bastante después, el Uruguay moderno, legítimamente tiene que ver con la acción y las ideas de Artigas, que lo trascienden.