Revisemos rápidamente la secuencia de acontecimientos que, de tan rápida, resulta difícil de recordar. En octubre de 2017, a dos años de su llegada al poder, el oficialismo obtuvo su segunda victoria electoral. En diciembre logró la aprobación en el Congreso de la reforma previsional, 1 una demostración de su potencia política (al no contar con los votos suficientes, tuvo que negociar el apoyo de parte de la oposición), que, sin embargo, produjo un fuerte rechazo en la opinión pública. En marzo de 2018 ocurrió lo que muchos analistas venían anticipando y los funcionarios escondiendo: la Reserva Federal de Estados Unidos anunció un aumento de la tasa de interés, lo que afectó a los bonos de los países emergentes y puso en cuestión la capacidad del gobierno argentino de seguir financiando el gasto con deuda. El banco de inversión JP Morgan se deshizo de sus bonos argentinos y compró dólares. Asustado, el Banco Central de la República Argentina (BCRA) quiso frenar la corrida vendiendo reservas, pero el mercado le torció rápidamente el brazo. Si a partir del cambio de contexto internacional la posibilidad de que Argentina accediera a los mercados voluntarios de crédito se había alejado, con los últimos acontecimientos quedaba definitivamente cerrada. Entonces el presidente Mauricio Macri, que ya había cambiado al ministro de Economía, desplazó al titular del BCRA (más tarde volvería a reemplazarlo) y finalmente, el 8 de mayo, anunció su decisión de buscar un apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI), que consiguió un mes después y que ya ha sido renegociado... tres veces.

La impericia económica demostrada durante este período fue notable: mientras modificaba la política monetaria una y otra vez, el gobierno vio cómo el dólar más que duplicaba su valor (pasó de 20 pesos antes de la corrida a 47 pesos al momento de escribir este artículo). La economía, que en 2017 había logrado un tibio crecimiento empujado por algunas decisiones heterodoxas adoptadas de cara al año electoral –los “brotes verdes”–, se frenó en seco. La inflación, que en una economía semidolarizada como la argentina está muy atada a las variaciones del dólar, recuperó su curva de crecimiento: cerró en 47,6% en 2018; la pobreza se disparó a 33,8% y el desempleo a 9,1% (casi 12% en el conurbano de Buenos Aires).2 En suma, el macrismo, que había llegado al poder con el objetivo de “normalizar”, ordenar y relanzar la economía tras una década de populismo kirchnerista, observaba pasmado cómo las principales variables enloquecían.

Como señalamos en otra oportunidad,3 detrás de estas dificultades se ocultaba la mala lectura económica del gobierno, derivada a su vez de una interpretación extemporánea del escenario internacional: en efecto, todo el programa económico descansaba en la idea de que la mera toma de posesión de un gobierno market-friendly y la normalización de la situación financiera del país (acuerdo con los fondos buitre, fin de las restricciones a la compra de dólares, liberación de los movimientos de capital) generarían una “lluvia de inversiones” (tal fue la metáfora meteorológica utilizada) que impulsaría el círculo virtuoso de inversión-crecimiento-empleo. La deuda financiaría esta transición. Pero esto no se verificó en la práctica: a diferencia de la otra experiencia neoliberal argentina, la de los tempranos años 90, el contexto global, marcado por la ralentización del comercio internacional y las decisiones proteccionistas adoptadas por varios países, desalentó la llegada de inversiones extranjeras, salvo las financieras y sólo durante un tiempo.

El gobierno se encuentra hoy en el peor de los mundos. Con una economía deprimida que mes tras mes le regala malas noticias, sus pronósticos de que en poco tiempo se sentirán el rebote y los efectos positivos de la devaluación han ido perdiendo credibilidad, tal como demuestran las encuestas de expectativas y confianza.4 El acuerdo con el FMI, además de una sensación de déjà vu que revive los peores recuerdos de la crisis de 2001, incluyó una serie de condicionalidades durísimas que obligaron a Macri a dejar de lado la “utopía gradualista”, como definió el ajuste en cámara lenta implementado en los primeros dos años, y pasar a un rústico programa de ajuste monetario y recortes fiscales que sólo contribuyó a profundizar la recesión y el deterioro social. La obra pública, una de las pocas políticas valoradas por la sociedad, se redujo hasta casi desaparecer, y cualquier posibilidad de desplegar una política expansiva fue sencillamente anulada.

Pese a ello, el macrismo ha logrado renegociar con el FMI una ampliación de los recursos para programas sociales e incluso, en una dirección contraria a lo que establece el estatuto del organismo y a lo que piensa su equipo, consiguió el aval para utilizar las reservas reforzadas por el préstamo para intervenir en el mercado cambiario y evitar aumentos bruscos del dólar: sucede que el organismo tomó nota de la fragilidad de un gobierno al que considera la última barrera contra el regreso del populismo kirchnerista, y parece decidido a hacer lo posible por sostenerlo. Fue decisiva en este aspecto la posición del gobierno estadounidense que, más allá de las cuestiones financieras, ha encontrado en Macri un aliado importante en una región en la que aumenta la influencia de China y Rusia. En todo caso, el acuerdo de asistencia financiera con Argentina es el más importante de la historia del FMI y supera todos los demás acuerdos vigentes sumados. Si una persona le debe 100 dólares a un banco, el problema es del deudor, pero si le debe 100 millones el problema es del banco: bajo este apotegma, el gobierno de Macri confía en que el organismo no le soltará la mano, al menos hasta las elecciones.

La estrategia oficial enfrenta hoy un escenario imprevisto. La decisión de Cristina Fernández de elegir como candidato a presidente a Alberto Fernández –una figura “dialoguista”, más cercana al establishment y a la estructura del peronismo tradicional, y asociada al gobierno de Néstor Kirchner– y reservarse para ella la vicepresidencia alteró el paisaje político nacional. Nadie anticipó este paso. Hay que esperar ahora para ver el resultado de la sorpresiva decisión de la ex presidenta, que apunta a ofrecer a la sociedad una fórmula encabezada por un dirigente moderado y aperturista y, a la vez, retener el caudal de votantes kirchneristas. Este “giro al centro” de Cristina Fernández apunta a vaciar cualquier posibilidad de construcción de un espacio peronista alternativo, y, aunque al cierre de esta nota todavía no se conocían encuestas, tiene chances de fortalecer la oposición al macrismo. En caso de resultar elegido, Alberto Fernández podría encabezar un gobierno de diálogo y concertación, que construya un acuerdo social amplio que permita enfrentar desde una base más sólida los enormes problemas socioeconómicos que heredaría de la gestión actual.

Gobernabilidad

A pesar del declive económico y la debilidad política, el gobierno ha logrado –hasta el momento– sostener la gobernabilidad. ¿Por qué la sociedad no estalla, como ocurrió otras veces en el pasado? ¿Por qué la crisis no se traduce en un movimiento de protesta a la altura del sufrimiento social? La primera explicación radica en el legado del kirchnerismo, que dejó como herencia una economía que había crecido poco en los últimos años pero que aún mostraba cierto dinamismo, un mercado laboral estancado pero con bajos niveles de desempleo y una reducción importante de la informalidad, junto con una historia reciente de bienestar y consumo que les había permitido a muchas familias capitalizarse (comprando autos, electrodomésticos, vivienda, etcétera).

El segundo motivo es territorial. Argentina es un país con una enorme heterogeneidad regional y productiva. Así, en el marco de una recesión general, con caídas especialmente graves en las periferias más dependientes de la actividad industrial, ciertas zonas y unas pocas actividades logran mantenerse a flote: la zona núcleo, una vasta extensión que abarca varias provincias y donde se afinca la ultracompetitiva “economía de la soja”; las provincias cordilleranas que se benefician del auge de la minería; algunas regiones con cultivos reimpulsados por la devaluación (arándanos y limones en el norte, por ejemplo); y el boom hidrocarburífero en el yacimiento no convencional de Vaca Muerta, que ha convertido la zona que lo rodea en un “mini-Kuwait” patagónico. Ninguno de estos sectores, que por otra parte son intensivos en capital y generan poca demanda de mano de obra, alcanza a compensar el deterioro general, pero sí ayudan a explicar por qué la crisis no se distribuye del mismo modo en todo el territorio.

La tercera explicación son las políticas sociales. El gobierno de Macri decidió sostener el entramado social construido por el kirchnerismo. Aunque algunos programas fueron desmantelados y las prestaciones sufrieron una reducción en términos reales, el Estado pagaba todos los meses 8,4 millones de jubilaciones, 5,1 millones de asignaciones familiares y 3 millones de subsidios en el marco de la Asignación Universal por Hijo. Al mismo tiempo, la alianza táctica con los movimientos sociales –aquellos que, en palabras de uno de sus líderes, tienen como única mercancía para vender la “paz social”– provee al gobierno de antenas hacia los sectores más desprotegidos, un sistema de alerta temprana que hasta ahora viene funcionando, lo cual garantiza una relativa calma en los barrios más castigados por la inflación, la recesión y el achique de la economía informal. El macrismo aprendió de la crisis de 2001 que parte de su trabajo consiste en garantizar una protección mínima para los sectores más vulnerables y mantener un diálogo fluido con las organizaciones sociales.

De manera complementaria, se viene produciendo un fenómeno que podríamos definir como una individuación de la bronca. El malestar social que produce la crisis se desplaza del espacio público. No se expresa abiertamente ni logra articularse políticamente; cada vez más se tramita, silenciosa pero dolorosamente, en privado. Esto se comprueba en el aumento de la violencia intrafamiliar y en la escalada de pequeños conflictos callejeros sin sentido que rápidamente terminan en pelea violenta, lo que resulta especialmente grave en un contexto en el que abundan las armas de fuego. El consumo de drogas, psicofármacos y alcohol se ha disparado. El Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina viene advirtiendo sobre la profundización de lo que llama la “pobreza invisible”, aquellos aspectos de la miseria que las estadísticas no logran capturar: el “malestar subjetivo”, materializado en síntomas frecuentes de ansiedad y depresión, que afecta a una mayoría –63,9%– de los pobres.5

Esta crisis de los estados de ánimo, que no es sólo psicológica sino también social, se refleja no ya en el estrés típico de la clase media, sino en lo que el mismo estudio llama “sentimiento de afrontamiento negativo”, definido como “el predominio de conductas destinadas a evadir ocasiones para pensar en la situación problemática sin realizar intentos activos por tratar de resolverla”. En otras palabras, una posición de agotada impotencia, de brazos caídos, que se completa con otro síntoma extendido: la “creencia de control externo”, en referencia a personas que sienten que su vida y su destino están más allá de lo que hagan (o no hagan).

¿Cuándo una crisis económica y social se traduce en un estallido y eventualmente en una crisis política? Los criterios objetivos para definir una crisis económica (tanta inflación, tanta recesión), social (tanto desempleo, tanta pobreza) y política (tanta legitimidad) deben combinarse con una mirada más cultural, que dé cuenta de la percepción social de lo que está ocurriendo. Niveles de inflación que en Alemania se considerarían una catástrofe pueden resultar normales en un país como Argentina. La caída de un presidente puede ser leída como un trauma gravísimo o como parte del juego normal de una democracia vibrante. ¿Cuándo una sociedad percibe la crisis? ¿Cuándo comienza a interpretar su realidad cotidiana en términos de crisis? Con tres antecedentes dramáticos en menos de 35 años (la crisis de la deuda de 1982, la hiperinflación de 1989 y el estallido de 2001), la sociedad argentina parece dispuesta a esperar un repunte de la economía o al menos que las elecciones abran nuevas expectativas. Las elecciones no son sólo un mecanismo para elegir gobernantes, sino también una vía para moderar y canalizar las angustias sociales.

La herencia positiva del kirchnerismo, la heterogeneidad productiva de Argentina y la política social han logrado evitar que la crisis ponga en juego la gobernabilidad. A esto se suma el hecho de que ningún actor político relevante –ni siquiera los sectores más fuertemente opositores al gobierno de Macri– busca de manera premeditada producir una situación de caos, conscientes de las consecuencias brutales que esto tuvo cuando ocurrió en el pasado: los alcaldes kirchneristas de los distritos más castigados del conurbano bonaerense, por ejemplo, cooperan de manera permanente con los gobiernos provincial y nacional en la distribución de la ayuda social y la prevención de eventuales situaciones de conflicto social.

La grieta

El panorama político argentino se encuentra congelado desde hace aproximadamente una década, cuando el feroz conflicto entre el gobierno de Cristina Fernández y los productores agropecuarios en 2008 dio forma a una configuración de poder que, más allá de victorias y derrotas electorales, mayorías ocasionales y cambios en el humor de la sociedad, se prolonga hasta hoy. Básicamente, en Argentina conviven dos minorías intensas, ambas dotadas de un liderazgo, un conjunto de dirigentes que lo siguen, el apoyo de un sector de los medios de comunicación y un núcleo duro irreductible de adhesión social de alrededor de 30%. El problema es que ambas fuerzas encuentran serias dificultades para trascender su primer anillo de apoyos y construir coaliciones más amplias y permanentes. Eso es justamente lo que en Argentina se denomina “la grieta”: la capacidad de un gobierno de sostenerse a partir del apoyo de una minoría intensa, lo que le permite retener el poder e incluso ganar elecciones, pero no emprender reformas profundas y sostenibles, sean de izquierda o de derecha. Las dificultades de Cristina Fernández para concretar sus últimas iniciativas (democratización de la Justicia, implementación de la Ley de Medios) y del macrismo para las suyas (reforma laboral, tributaria, previsional) así lo demuestran.

Dado que ambas fuerzas son minoritarias, la posibilidad de que emerja una opción “ni kirchnerista ni macrista”, capaz de terciar en este escenario de polarización, morder las partes blandas de ambos espacios y consolidarse como alternativa de cara a las elecciones, parecería, en una primera mirada, posible. De hecho, es el camino que en el pasado intentó el titular del Frente Renovador, Sergio Massa, y que hoy ensayan otros dirigentes provenientes del peronismo no kirchnerista, incluyendo a algunos de los gobernadores más importantes y a buena parte del sindicalismo, en torno de la candidatura del ex ministro de Economía Roberto Lavagna, un dirigente moderado, que cuenta con el antecedente de haber gestionado exitosamente la economía en los meses calientes posteriores a la crisis de 2001 y que ha manifestado su intención de encabezar una coalición “posgrieta” que reúna el apoyo de parte del peronismo, de sectores de centroizquierda de la Unión Cívica Radical disconformes con mantener la alianza Cambiemos, de expresiones provinciales importantes como el Partido Socialista y de ciudadanos independientes. El problema es que las encuestas coinciden en que la figura de Lavagna –al igual que las del resto de los posibles candidatos de esta “tercera vía”– todavía se mantiene lejos de las de Macri y Cristina Fernández.

La carrera electoral argentina es una maratón que comenzó en abril, cuando empezaron a disputarse las elecciones provinciales, y tiene sucesivos hitos en los comicios distritales, la inscripción de listas en junio, las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias de agosto, la primera vuelta del 27 de octubre y, eventualmente, el balotaje de noviembre. Aunque las cosas pueden cambiar, las encuestas coinciden en que el macrismo y el kirchnerismo serán los protagonistas de este proceso. Sucede que la configuración política en torno de estos dos núcleos duros no es una monstruosidad ni un invento, sino la expresión de sectores importantes de la sociedad. El macrismo, heredero de la tradición liberal-republicana, representa a las capas medias antiperonistas, las sensibilidades conservadoras y el espíritu antiestatista de los núcleos más dinámicos de la economía agropecuaria y de servicios. El kirchnerismo, reedición en clave del siglo XXI del peronismo de izquierda y versión argentina del giro a la izquierda latinoamericano, expresa a sectores populares y a ciertas franjas de la clase media, conecta con la tradición progresista y respira sobre todo en las periferias empobrecidas de las grandes ciudades y en las provincias castigadas del norte. Ambos representan algo, y todo indica que uno de ellos terminará imponiéndose al final de este año extenuante.

Esta nota fue publicada originalmente en el sitio Nueva Sociedad


  1. La reforma cambió la forma de actualización de las jubilaciones establecida bajo el gobierno de Cristina Fernández. 

  2. Datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Censos. 

  3. Ver J Natanson: “Mauricio Macri en su ratonera. El fin de la utopía gradualista”, en Nueva Sociedad Nº 276, 7-8/2018, disponible en www.nuso.org. 

  4. Centro de Investigación en Finanzas, Universidad Torcuato Di Tella: “Índice de confianza del consumidor”. 

  5. Agustín Salvia y Solange Rodríguez Espíndola: “Malestar subjetivo (2010-2018). Asimetrías sociales en los recursos emocionales, afectivos y cognitivos”, Observatorio de la Deuda Social Argentina, UCA, 3/2019.