La salud y sus protagonistas | En esta sección incluimos relatos que aportan a la reflexión sobre las prácticas de salud

El 19 de octubre, hace dos años, me enteré de que tenía dos tumores malignos en mi mama izquierda, que mi mama derecha tenía el mismo tejido y que deberían sacarme ambas. Me enfrenté a la operación, a la recuperación y después al tratamiento de quimioterapia que recibí en cuatro sesiones. Puedo decir que estoy sana, que mis amigos y amigas me cuidaron, que me dieron de comer, me lavaron, limpiaron mi casa, se encargaron mis padres de que tuviera dinero para todo, y así viví, vivo.

Hace dos años todavía no sabía cómo era no valerme por mí misma. Aprendí a pedir ayuda, a volver a recibir el sostén de mis padres, a dejar que todos se encargaran de mí mientras mi cuerpo se estaba tan quieto que parecía estar retirándose pero no: ahí estaba para resurgir. Supe que la vida es un gran tejido en el que todos somos parte. Aprendí que el tiempo es lo único que de verdad poseo mientras esté acá en la Tierra, que el silencio compartido es un sostén único, que las plantas y el verde sanan porque son los pulmones y la esperanza de la vida. Aprendí que la vida es eso: lo que contemplo y no lo que hago.

Hace dos años les tenía miedo a todos los médicos, pero ahora sé que todavía existen algunos que mantienen la humanidad a pesar de la dificultad de lidiar con la vida y la muerte de sus pacientes, los que pueden llorar por dentro cuando te ven sufrir y mostrarte la alegría de saber que, sea como sea, vas a salir. Y existen de los otros, también.

Hace dos años empecé a convivir con el sistema mutual, y eso sí que es difícil.

Para asistir a la oncóloga nos citan a todos a la misma hora –somos 12, 13, 14–, pero tenemos que estar todos 15 minutos antes de que empiece a atender. Vamos arrastrando nuestros seres como podemos, con ganas de vomitar, con el cuerpo débil, temiendo el contagio con cualquiera que tosa al lado, porque muchas de nosotras no tenemos casi glóbulos blancos por el tratamiento, y casi todas tosemos.

Ayer, ya sana, me cansé del maltrato. Muchos de los médicos y funcionarios de la mutualista nos miran enojados, como si la culpa fuera nuestra por no habernos cuidado, por dejar que el cáncer nos haya agarrado, por no correr más rápido, por no haber sabido eludirlo a tiempo, por no haberlo visto venir.

Y sé que no hay culpa, pero la mujer que me hace la eco transvaginal se enoja porque demoro más de dos minutos en bajarme la bombacha y porque me tenso, y porque debería tener el endometrio de otra densidad y ahí indaga dentro de mí con el aparato y le dicta a la otra mujer, la que escribe, como si yo no estuviera ahí, como si no fuera mío el cuerpo que investiga, como si yo estuviera muerta.

Y estoy viva.

Y entonces me mandan a hacer más exámenes, repetir la eco transvaginal con otro técnico más apto, sacarme sangre, y también tengo que hacerme una resonancia magnética de las mamas, pero no. Cuando llego a la tercera ventanilla, después de recorrer toda la sociedad médica, me dicen que falta una firma. Estoy agotada, porque vengo de hacerme los exámenes y recorrer todas las ventanillas y me siento como una presa con libertad condicional. Le digo que me enferma el sistema, que estoy cansada y tengo ganas de llorar. Pero no lloro. Me quedo ahí mirándola a través del vidrio y ella hace una llamada. Podía hacer una llamada a alguien, y entonces dice que sólo tengo que volver a la sala de oncología donde ayer esperé dos horas a que me atendieran para pedir una firma más.

Y lo hago. Espero el ascensor durante diez minutos y llego al piso 11. Voy a la ventanilla y otra mujer amparada por el vidrio me dice que espere, que la doctora está en una reunión. La miro, sólo la miro a los ojos, y ella decide cambiar de idea y desaparece; en dos minutos vuelve con la hoja firmada.

Regreso a la primera ventanilla, en el piso cuatro, contenta con mis papeles firmados, y la mujer ni me mira y dice que la primera hora disponible es para el 30 de diciembre. Esta vez la miro a los ojos para saber si es una broma. Me tapo los ojos con las manos y dejo que mis codos sostengan mi cabeza apoyados en el mostrador helado, de mármol. Ella espera. No dice nada. Y yo no voy a volver a hacer todo el relato de todas las ventanillas a las que tuve que acudir ese día para lograr que me hagan un examen para comprobar si estoy bien o hay una recidiva. Me pide que espere hasta el 30 de diciembre mientras la oncóloga insiste en que hay que pensar en positivo.

Y estoy viva. La eco transvaginal que me repitieron me dio bien ahora y me pongo contenta, pero pienso que nada es seguro si hace dos semanas la otra técnica me dio otro resultado. Esto es como una ruleta, pero tengo que pensar en positivo. De lo único que estoy segura es de que todo esto es absurdo, que si estoy sana me dejen en paz.

Camino hacia los asientos, los de metal también helado como todo lo de esta sociedad médica. Me suena el teléfono: un número desconocido. Atiendo y me está hablando la mujer de la ventanilla, porque la escucho en la ventanilla y en el auricular a la vez y me pregunta por qué no les di las mamografías. Respiro profundamente y en la exhalación dejo salir de nuevo la declaración de culpa: que el cáncer, la operación, los resultados.

Desligo la llamada, me levanto del asiento, respiro y camino hacia la salida. No. Antes tengo que hacer tres colas más para conseguir el medicamento. Estoy cansada y me pregunto cuándo me liberaré de la culpa de haber estado enferma y ahora estar sana. Espero estar viva para contarlo.

Mariana Casares, Balneario Solís