Para situarla fácilmente se podría decir que Laura Bonifacino es oriunda de Sauce, Canelones. En realidad, nació en las proximidades, en Costa de Pando, y con su hermana Carmen, para ir a la escuela, recorrían cinco kilómetros a lomo de su caballo Chongo. Ahora, junto con su marido, sigue en ese entorno, más precisamente en el barrio Cruz de los Caminos. Desde allí, cada año aporta a la Fiesta de la Chacra, en equipo con otras mujeres rurales, recetas que antaño preparaban en sus casas. El día que se presta a conversar, a poco de la octava edición de la celebración campera, Laura está cumpliendo 72 años. Conserva la memoria intacta sobre la forma en que se distribuían las tareas cuando era una niña. Asegura que al menos hasta que cumplió los 12 hubo una manera precisa y compartida de sacar provecho del horno a leña. “Después, bueno, cambió, se pasó a comprar el pan, porque venía a domicilio, pero hasta esa fecha lo hacíamos casero en un horno grande”, detalla.

La rutina se repetía cada sábado, que era por lo general la jornada de amasado, con la intención de tener pan fresco para las visitas. Los preparativos empezaban el viernes de noche cuando su madre remojaba la levadura madre (y no es un juego de palabras): la mentada levadura natural era un trozo del pan de la semana anterior, que se dejaba apartado, a resguardo de las moscas. Al otro día, los mayores madrugaban; si era invierno, eso significaba que estaban en pie a eso de las cinco de la mañana, a oscuras, alumbrados a farol de queroseno, y aun antes, si era verano, porque, de lo contrario, el calor no permitía estar cerca del horno. Ponían una cierta cantidad de harina, entre siete y ocho kilos, una cucharada de grasa de cerdo y sal. Cuando toda la masa estaba unida, se dividía en ocho o diez trozos iguales. De paso, ya se tomaba una pequeña porción de esa misma mezcla y se guardaba para la semana siguiente, tapada con un paño, en una fiambrera, a la espera de que se hinchara. Aquello constituía el futuro fermento.

Otro de los trozos de masa se reservaba para hacer una preparación dulce, destinada a la merienda, a la que se agregaba azúcar, huevo y ralladura de limón. A eso le llamaban torta de trilla. “Esa época yo no la viví, la contaba mi mamá, que cuando se venía la cosecha de trigo, en diciembre, venía una máquina a trillar y se necesitaba mucha mano de obra. Entonces, los vecinos de los alrededores iban a colaborar, porque por lo general en todas las parcelas había un cuadro de trigo. Iban casa por casa la máquina y los hombres a laburar, y las mujeres, las vecinas, a ayudar a la dueña de casa con la comida. Se aprontaban las sopones enormes y de merienda se hacían esas tortas, que se pintaban por encima con huevo y brillaban. De ahí es que nació la torta de trilla. A las cuatro o cinco de la tarde se llamaba a todos los hombres, se hacía mate cocido y se comían unas buenas porciones, porque era gente muy laburadora y había que darles de comer bien”.

En cuanto al pan, que quedó en la mesada esperando, hay que ver que para el laborioso amasado y alisado se precisaban brazos, así que participaba el hermano mayor, que ya era adolescente, aunque era la madre la que terminaba la tarea, siempre amenizada por la radio a batería, que era el entretenimiento que tenían. Muchas veces sonaba Gardel, otras, sintonizaban un informativo.

Cuando los panes estaban prontos para leudar, se tapaban con un mantel. Laura Bonifacino tiene patente ese momento: “Me acuerdo de que a veces hasta me sacaban una de las frazadas mientras yo dormía para tapar el pan, estaba calentita la frazada y ayudaba, porque la levadura de masa madre demora mucho más que estas levaduras que nosotros usamos”.

Promediaba la mañana cuando las más chicas de la casa se sumaban a la faena, arrimando ramas y zarcillos de la vid, que dan buena brasa, para ir calentando el horno. “Cuando mamá veía que estaba blanco del calor que tenía, no se le ponían más ramas, se sacaba con una pala todo ese braserío y me acuerdo de que tenía atada una bolsa de arpillera húmeda en un palo, porque eso hervía y nadie se podía arrimar ahí. Cuando estaba todo limpio, traíamos el pan y, antes que nada, a cada pan y a la torta, mi madre les hacía una cruz. No sé la razón, no sé si era para que el pan se cocinara mejor y bien repartido el calor. Se cerraba el horno con la chapa caliente y, con la pala de sacar el pan, también hacía la señal de la cruz en la puerta del horno. Se esperaban unos 40 minutos, más o menos, vichaba si estaba dorado y se sacaba. Era riquísimo, esponjoso y crocante, y estaba calentito. El primer día se comían dos panes, el tercer día uno, los otros días ya no era tan rico, pero era lo que había”, comenta, resignada. Es que, por cuestiones organizativas, podían amasar una vez por semana, el resto del tiempo había que trabajar la tierra.

“Me llama la atención que nosotros decimos quinta y no chacra”, puntualiza Laura. “No sé si porque tengo mitad sangre italiana y mitad sangre canaria, y dicen que los italianos decían quinta porque plantaban árboles frutales”, apunta, antes de contar que tanto por parte de padre, apellidado Bonifacino Varela, como de su madre, Riverón Berruti, se da ese ascendente. “Los italianos, por lo menos en mi familia, eran los inteligentes, los que tenían ideas innovadoras y los que trajeron las viñas; los canarios eran obreros, guapos para trabajar, no le sacaban el cuerpo a nada. Trabajaban de sol a sol y a veces de noche a noche”, asegura.

Laura Bonifacino, en su casa, cocinando albóndigas caseras.

Laura Bonifacino, en su casa, cocinando albóndigas caseras.

Foto: Alessandro Maradei

Sus tíos, que vivían en los terrenos linderos, se ocupaban de amasar el mismo día y, si a alguno le faltaba levadura, allá iban a pedirles un poco. El barrio estaba compuesto por sus nueve tíos, que vivían en un campo de más de 100 hectáreas que su abuelo repartió, y en todos lados se amasaba. “En la década del 60 aparecieron los vendedores ambulantes de pan y empezaron todos a comprar. Y bueno, nosotros veíamos eso y le pedíamos a mi madre el pan de panadería”, cuenta. Era una mezcla de novelería con comodidad: “Se dejó de hacer pan más bien por trabajo, porque ya en esa época no se trabajaba para comer, se trabajaba para hacer dinero”. Si bien, como aclara, su familia no estaba entre las más humildes de la zona. Otro cambio que empezó a medrar en la economía fue la presencia de un camión que llevaba verduras al mercado. “Y ya no se amasó más, porque se trabajaba más. Ahora le damos más valor al pan casero, porque ya nos dimos cuenta de lo que es la industria y lo que tienen los panes. Eso era todo sano, no tenía conservantes ni nada”. En aquel tiempo, lo usaban para acompañar cualquier comida y, “si la vaca que se ordeñaba daba leche gorda y se podía hacer manteca, se comía con manteca”. También era probable que su madre hubiera hecho mermeladas, ya que, como buena nieta de italianos, acostumbraba a hacer conservas con los higos y duraznos que cultivaban.

Un viaje al pasado

Esas memorias sustentan los platos que suelen acercar a la fiesta en San Jacinto. Fueron un éxito repetido los ravioles caseros, tal como los hacía su madre, aunque sin los sesos, un ingrediente que le daba suavidad extra y un sabor particular al relleno, pero que se perdió en el tiempo. Las nuevas generaciones no llegaron a probarlo, porque, explica Laura, “no se puede usar, por las enfermedades de la vaca loca. No se venden más y a nosotros nos aconsejaron no usarlos”. Igualmente los ravioles gozan de buena aceptación, de público y de jurado. Los hacen de acelga, queso rallado y cebolla frita. El primer año los sirvieron con un tuco que llevaba carne de vaca y tocino mechado, fundamental, que se guardaba de la carneada del cerdo, más alguna hierba que hubiera en la chacra, por ejemplo, perejil. Con esa receta debutaron y ganaron el primer premio.

“El año pasado presentamos tallarines caseros. Los hizo una compañera, con la receta bien descrita, como la abuela le enseñó, que era estirar, orear la masa y picar a cuchilla, que es diferente, obvio. Yo en casa la hago a máquina porque tenemos mucho comensal. Pero ella picó a cuchillita, como la abuela le enseñó, igual que la salsa que hizo”. La participación se coronó con un pastel de dulce de membrillo con merengue y un vino casero dulce, para el que, cuenta Laura, se colocan dos kilos de azúcar en la damajuana de diez litros y se deja madurar. Al segundo mes, se hace el trasiego en luna nueva. “No podía ser en luna llena; esa es la costumbre que nos enseñaron”, apunta quien de niña supo hacer vino patero.

A su hermano mayor lo metían directamente en el barril mientras su padre volcaba los cajones de uva. A su hermana le tocaba pisar uva en un latón de metal galvanizado y a Laura, en un latón chico. “A nosotras nos compraban botas, porque con el olor de la uva, venían las abejas, entonces si no terminábamos con los pies hinchados”, dice. “Después, el grano que podía quedar reventaba solo con la fermentación, así que no pasaba nada. Pero era una fiesta ir a hacer vino para nosotros. Lo hacíamos una vez al año, nada más, y después teníamos para todo el año”. Era un momento en que incluso los niños tomaban, aunque menos y mezclado con agua.

Lo cierto es que no hay receta que no dispare la máquina del tiempo y un desfile de parientes en los relatos. Este año es muy probable que preparen mazamorra y, de postre, un pastel de boniato merengado, saborizado con jugo y ralladura de limón. “A veces, además, le ponían canela”, agrega Laura, y arranca de nuevo. “A mí se me había ocurrido que podíamos presentar también como postre el arroz con leche con azúcar quemada por arriba. Se hacía con una planchita al rojo vivo. Mamá ponía en una fuente esmaltada el arroz con leche ya hecho, le esparcía azúcar y después sacaba esa planchita de la cocina y se la pasaba por arriba. Largaba una humareda... pero ese arroz con leche con esa azúcar quemada crocante arriba era impagable. No se usa más. Decían que hacía enchastre. Si hacía, había una tablita que se limpiaba bien y esa plancha después se volvía a poner al fuego para la próxima. La desinfección siempre fue a fuego. El fuego mata todo”.

Laura Bonifacino, junto a su hermana Carmen (6 y 9 años), recorrían 5 km montadas en Chongo para ir a la escuela.

Laura Bonifacino, junto a su hermana Carmen (6 y 9 años), recorrían 5 km montadas en Chongo para ir a la escuela.

Hábitat y hábitos recreados

Laura tiene otro orgullo, el rancho de la Red de Mujeres Rurales, que montan desde 2019 en la Fiesta de la Chacra, gracias a la ayuda de vecinos, familiares y amigos: “Para nosotros es como volver al pasado. Hemos conseguido muebles, nos han donado vajilla, en la cocina tenemos un primus que marcha, el horno que marcha también, y ahí hacemos pan y roscas caseras. Ese rancho nosotros lo armamos y lo cuidamos, y el tesoro que tenemos es el rancho de la jefa de la casa. Y es como volver al pasado, felices, e ir vestidas como antes es parte, es divino. Se va mejorando año a año. Pero el rancho nuestro ganó ya tres veces al mejor de la chacra. Así que tenemos ese honor”, recalca.

La recreación no es únicamente material: ganaron más premios por rescatar el lenguaje de antes, dichos como “Al rayante, para adelante”. Explica que es un modismo canario que, traducido al hablante de hoy, significa que cuando sale el sol, hay que seguir trabajando. Otro refrán corriente era “Al oriente, vente”. Esto es que se viene un aguacero. Otra picardía era llamar a los bueyes con nombres compuestos. El marido de Laura cuenta que en su casa a un buey le habían puesto Se Precisa y al otro, Paciencia.

Aunque evidentemente disfruta de la Fiesta de la Chacra, Laura dice que nada de lo que puedan llevar allí la asombra demasiado; es que lo conoce de toda la vida. “Incluso el año pasado ganó el concurso un puchero, no me sorprendió, porque lo comíamos en mi casa, con la verdura, la carne, lo sigo usando, el caldo de puchero con rodajitas de pan y queso. Para mí es un manjar. De las comidas que han presentado sólo me sorprendió un vino de café, algo así, de eso nunca hubo de chica. Pero lo demás no me sorprende nada. En casa mucho no se usó hacer pan de boniato. Había carencias, pero no éramos tan pobres”, aclara. Entonces el boniato se usaba para reemplazar la harina, explica: “No es lo mismo que el pan de harina y no es tan rico como el pan de maíz”. Abundaba porque era lo que más se plantaba en las chacras de la zona: “Boniato y maíz no podían faltar; era el alimento de los animales. Ya en la década del 60 se empezaron a usar las mejores tierras para plantar cebolla para el mercado. O tomate encañado, que se plantaba en casa también. Y ahí empezó a mejorar el estilo de vida de la gente. En mi casa se alcanzó a comprar una televisión en el año 67, como que éramos unos adelantados. Teníamos la única televisión grande a batería y vino todo el vecindario -mamá tenía un comedor grande- a mirar el Mundial del 70, de México”.

Por la misma época incorporaron una heladera a queroseno o, como resume Laura, “apareció la tecnología, empezamos a reconocer que había cosas mejores”. Sin embargo, sopesa, “no sé si nos hacía tanto bien, pero podíamos tomar un líquido helado, una leche bien fría, porque antes para conservarla en verano había que bajarla a los pozos o, cuando había bebés, se ordeñaba de mañana y de tarde”.

En todo caso, lo que evoca son días felices: “Uno dice ‘cómo podíamos vivir así?’. Pero vivíamos bien, en familia, los días de lluvia avisábamos que esa noche había lotería en casa y mamá hacía pastelitos y se tomaba un chocolate; y al otro mes se festejaba el cumpleaños de fulano. Éramos más de 20 personas toda la familia junta. Son cosas que nuestros hijos perdieron y no se recuperan jamás”.

Hablando de tradiciones que perduran, Laura, como sus compañeras de la Red, reproducen las preparaciones que aprendieron, aunque no suelen llevar un registro, a menos que se lo pidan. “La única receta que sí tengo anotada es la del tuco que mi abuela materna Máxima hacía con pichones de paloma. En su casa tenía un palomar destinado para eso. Yo vi a mi abuela treparse en una escalera al palomar, iba eligiendo los pichones con la mano y se los ponía dentro del bolsillo del delantal. No te digo cómo los mataba, pero comíamos tallarines caseros con pichones de paloma, la polenta con pajarito, que le decían”. Laura rememora esta tradición de los mediodías de domingo como un manjar, actualmente polémico, quizás, pero manjar al fin. “Lo comentamos con mis primas y me dicen: ‘Laura, no cuentes eso porque vas a tener una pancarta delante de tu casa’”.

¿Y su mejor receta personal? “Me dedico a los ravioles caseros”, contesta sin dudar. Desde 2004 los viene perfeccionando y vendiendo. Como ella dice, su esposo se encarga “del trabajo más feo”, que es lavar las acelgas y cocinarlas. “Laburamos a la par los dos, no tomamos medicación, estamos radiantes”, insiste. Cuando el cocinero Hugo Soca los visitó y divulgó el emprendimiento en su programa de televisión, cuenta Laura que fue un caos por todos los pedidos que recibieron. Pero remarca también que, con lo que sale de la quinta, hacen “esos cuadritos”, como describe a los ravioles: “Y de esos cuadritos nosotros hemos ido a Cuba, hemos ido a Panamá, a Punta Cana, a Río de Janeiro... en octubre salimos para el norte argentino. Un viaje por año nos hacemos gracias a esos ravioles. Tenemos la jubilación rural cada uno. O sea, no es para andar paseando”.