La regulación laboral está nuevamente en el banquillo de los acusados. Se plantea que Uruguay tiene una normativa excesivamente rígida. Hay dos aspectos clave de la regulación que se han colocado en el centro de la controversia. El primero refiere a la fijación salarial, lo que ha llevado a cuestionar cómo se estructura la negociación tripartita por rama de actividad. El segundo tiene que ver con las normas de contratación y despido de trabajadores.

Es difícil entender cuál es la base empírica de los cuestionamientos y, sobre todo, cuál es el esquema de reglas alternativo que se propone. La mayoría de las argumentaciones se apoya en el mal posicionamiento de Uruguay en la dimensión “eficiencia del mercado laboral” del Índice de Competitividad Global (ICG), que elabora el Foro Económico Mundial, al que ya me referí en una nota anterior. Cabe recordar que ocho de los diez indicadores que componen este subíndice se obtienen de una encuesta a gerentes, dueños de empresas y consultores, quienes indican su percepción sobre cada indicador en una escala 1-7. En Uruguay, el tamaño de la muestra oscila aproximadamente entre 80-90 informantes. En la última edición del índice, los informantes uruguayos señalan que la principal problemática que enfrentan las empresas son las “regulaciones laborales restrictivas”.

¿Qué elementos de análisis surgen de cruzar este índice de eficiencia laboral del ICG en el período 2007-2017 con otros datos? En particular, ¿qué relación guarda este índice con datos de crecimiento económico e indicadores internacionalmente armonizados sobre el marco institucional de la negociación salarial y de la protección al empleo?(1) Cuatro comentarios surgen de este ejercicio.

Primero, mejoras en el ICG se asocian a un mayor crecimiento económico. Sin embargo, mejoras en el componente específico de “eficiencia del mercado laboral” no parecen guardar asociación con el desempeño de los países en los últimos diez años.

Segundo, la percepción sobre el grado de flexibilidad que tienen las empresas para fijar salarios se correlaciona en el sentido esperado con el grado de centralización de la negociación salarial. En sistemas más centralizados, como los que aún caracterizan a países nórdicos y de Europa continental, el nivel preponderante es la rama, la región o incluso los acuerdos a nivel nacional, y las empresas perciben una baja flexibilidad para fijar salarios. En sistemas más descentralizados (como los de Estados Unidos, Inglaterra, Nueva Zelanda) la negociación salarial se da a nivel de empresa y, coherentemente, las empresas perciben tener una mayor discrecionalidad.

El problema es que el índice sugiere que los sistemas descentralizados proveen un mecanismo económico superior. Esto omite varias cuestiones. A muchos países europeos pequeños y abiertos no les ha ido nada mal con esquemas centralizados. Si bien se observa cierta tendencia general a la descentralización en las últimas décadas, la intensidad del fenómeno es heterogénea. En muchos casos, se ha tratado de una “descentralización coordinada”, en la que las instancias centrales de negociación han conservado preponderancia. Como he señalado otras veces, tampoco debe perderse de vista que en muchos países europeos donde la negociación por empresa ha cobrado mayor fuerza (Alemania, Dinamarca) existían instituciones de cogestión impuestas por ley (consejos de empresa, representantes obreros en directorios). La negociación por empresa presupone la existencia de estructuras de representación colectiva de los trabajadores a ese nivel y de mecanismos legales que aseguren el acceso e intercambio de información financiera. Aunque suene paradójico, se puede dotar a las empresas de mayor flexibilidad restringiendo su discrecionalidad en determinadas áreas. Por ejemplo, mecanismos de flexibilidad horaria, que se han mostrado eficaces para amortiguar efectos de shocks adversos sobre el empleo, son de uso extendido en países en los que las empresas están legalmente obligadas a seguir procedimientos de consulta y decisión conjunta con sus trabajadores antes de llevar a cabo ciertos cambios productivos y organizacionales. Las soluciones flexibles emergen, justamente, de la operación de mecanismos que facilitan el intercambio de información. Se trata de información que de otra forma empleadores y trabajadores se reservarían, dadas las ventajas estratégicas que esta confiere en contextos de negociación. Estos detalles importan. La coherencia de toda la arquitectura institucional interesa más que sus componentes aislados.

Tercero, el subíndice laboral del ICG incluye un indicador de percepción sobre qué tan cooperativas o confrontativas son las relaciones laborales. Es muy difícil interpretar qué quieren decir informantes de distintos contextos económicos y culturales cuando responden esta pregunta. Tampoco resulta analíticamente útil una aproximación naíf a las relaciones laborales. El conflicto es inherente a ellas. Pero es bueno tener presente que sistemas centralizados de fijación salarial no se asocian a relaciones laborales percibidas como menos cooperativas. La dimensión cultural de las relaciones laborales es compleja de abordar. Instituciones y cultura evolucionan conjuntamente y los países reposan sobre distintos equilibrios. Países expuestos a similares tendencias tecnológicas no convergen institucionalmente: sus marcos institucionales mantienen identidades marcadas. La historia importa mucho. Cuando miramos la situación de Uruguay, no debe olvidarse que el país tiene una historia relativamente corta e intermitente de negociación colectiva. Es difícil esperar que los actores se comporten como en sistemas que llevan décadas de estabilidad y maduración.

Cuarto, cuando se lo compara con países de similar nivel de ingreso y se utiliza el indicador que elabora la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, basado en aspectos “objetivos” de la normativa, Uruguay no exhibe niveles altos de protección del empleo regular. La normativa en materia de despidos no es particularmente rígida. La indemnización por despido no es comparativamente onerosa en nuestro país. La percepción de los empresarios sobre la facilidad para contratar y despedir (de acuerdo al subíndice de eficiencia laboral del ICG) se correlaciona en el sentido esperado con el indicador de protección del empleo de la OCDE: en países con mayor protección legal del empleo las empresas perciben menor facilidad para contratar y despedir. Pero la posición de Uruguay es interesante. Comparado con países que exhiben un marco legal similar, los informantes uruguayos tienen una percepción de mayor rigidez.

Es difícil arriesgar una explicación de por qué sucede esto. Uruguay sí parece tener una normativa restrictiva en cuanto al uso de contratos temporales, aunque desconozco en qué medida las mediciones internacionales tienen en cuenta las nuevas formas contractuales aprobadas en el marco de la reciente ley de empleo juvenil. Es claro que una liberalización descontrolada de la contratación temporal no es buena. La temporalidad del empleo puede tener efectos nocivos. El empleo temporal puede ser un primer escalón de ingreso al mercado laboral, pero también una trampa de precarización,si la regulación lo permite. Los efectos potencialmente negativos de la proliferación de formas contractuales precarias, algunas de ellas asociadas a la emergencia de la llamada gig economy, son hoy tema de preocupación en el mundo, incluso para gobiernos de signo conservador como el de Reino Unido.

A menudo se suele decir que la legislación laboral uruguaya “no acompasa las exigencias de los tiempos que corren”. Se contrasta esto con el impulso reformista de países como España, Francia o Italia, que recientemente han encarado reformas laborales importantes. Se trata de una comparación equivocada, porque el punto de partida de esos países es totalmente distinto al de Uruguay. Justamente, estos países se han caracterizado por mantener un nivel de protección del empleo regular muy elevado (muy por encima del que exhibe Uruguay) y una regulación muy permisiva que abarató relativamente el uso de empleo temporal. El resultado ha sido un mercado laboral dual, segmentado en un núcleo de empleos muy bien protegidos y una periferia de contratos precarios en los que comenzaron a perpetuarse los trabajadores jóvenes. La situación de Uruguay es diferente. Nuestro país exhibe niveles moderados de protección del empleo regular y un marco relativamente restrictivo en cuanto al uso del empleo temporal. No comparemos peras con boniatos. Nuevamente, los detalles importan.

Tampoco hay que olvidar que cierto nivel de protección del empleo tiene una justificación económica. La normativa protege contra arbitrariedades y conductas discriminatorias del empleador y brinda cierto horizonte de estabilidad al trabajador, lo que incentiva inversiones en habilidades específicas en la empresa donde trabaja. Cuando una empresa despide a un trabajador o a una trabajadora sucede algo similar a cuando contamina un río. La empresa le impone un costo a la sociedad que no está internalizado en su cálculo privado. Los economistas le llamamos “externalidad”. El desempleo implica mayores gastos sociales, problemas de salud física y mental que originan costos en el sistema sanitario, etcétera. Por este motivo, las sociedades regulan los despidos de forma que no sean un almuerzo gratis para las empresas. También es cierto que una regulación que vuelva excesivamente costosos los despidos puede desalentar la creación de empleo. Proteger al trabajador y no su atadura a puestos de trabajo específicos que pronto pueden quedar obsoletos es la orientación adecuada. Los niveles de protección del empleo que hoy tiene Uruguay parecen ser razonables. Lo que es menos claro es que los trabajadores uruguayos tengan un nivel de protección social adecuado cuando están fuera del mercado laboral, lo que podría estar desalentando reasignaciones productivas beneficiosas. Pero de esto se discute poco.

El mercado laboral es neurálgico para el funcionamiento de la economía y la vida de las personas. El trabajo es un insumo fundamental en la producción de bienes y servicios. El trabajo es, además, la única fuente de ingresos de que disponen la inmensa mayoría. Tampoco debería perderse de vista un aspecto aun más delicado. El mercado laboral ambienta un tipo de intercambio muy particular, en virtud del cual las personas se someten un tercio del día, durante buena parte de su vida, a la autoridad de una minoría que controla el capital productivo de la sociedad. En alguna medida, se trata de un intercambio que beneficia a ambas partes, pero el ejercicio de autoridad que se da en el seno de las empresas puede dar lugar a situaciones con el potencial de afectar y vulnerar la dignidad de las personas. Por eso, requiere contrapesos. De todo esto se desprende que el diseño de la regulación laboral está en un cruce de caminos muy delicado.

Una prédica antirregulatoria vaga que evade especificar los cambios concretos que se proponen no colabora demasiado con el debate. Es difícil discutir con quien tira la piedra y esconde la mano. Hay quienes no quieren ser demonizados por lo sucedido en los años 90. Pero su enfoque actual en materia de relaciones laborales todavía mantiene indefiniciones importantes. Seguramente la regulación necesite ajustes y adaptarse a nuevas realidades. Pero el diablo se esconde en los detalles.

(1). Fuentes utilizadas: Maddison Project, ICTWSS 1960-2014, indicadores de protección del empleo elaborados por OCDE, serie 2007-2017 del ICG y subcomponentes.