Sin pretender una enumeración taxonómica de las patologías políticas de la izquierda uruguaya, declaro mi corresponsabilidad en lo que me haya correspondido forjar, en tanto formo parte del colectivo frenteamplista, antes asumiendo y ejerciendo funciones públicas en gobiernos municipales y nacionales, ahora como militante y activista. Los señalamientos que formulo se fundan en experiencias y prácticas de más de 17 años en la gestión pública y en los 45 años que tengo como militante de izquierda.
¿La derecha no tiene las mismas patologías? Puede que sí, o con certeza tenga otras diferentes mucho peores. Pero no es de mi interés particular analizarlas en este texto, no por considerar que son irrelevantes sino porque entiendo que los años venideros desafían mucho más a la izquierda en el gobierno que a la derecha opositora, que deberá reciclarse para acaso disputar democráticamente el poder político en un futuro que veo muy lejano. Los partidos tradicionales en Uruguay han sido hegemonizados en los últimos 50 años por los sectores de derecha más conservadores, firmes defensores de los intereses económicos de las minorías opulentas y buenos mandaderos del capital foráneo.
Se entiende que una patología supone un comportamiento recurrente, sistemático e internalizado al punto de perder la conciencia real del malestar que genera o, en último caso, justificado por razones de sobrevivencia. Entiendo que las patologías expuestas en la práctica política de un partido deben observarse y analizarse desde una mirada crítica, considerando las “desviaciones” respecto de ciertos marcos referenciales, no sólo ideológicos sino, particular y especialmente, desde la perspectiva de los compromisos éticos.
Las patologías se manifiestan en hechos, conductas y actos que –en algunas circunstancias– hasta se toleran o consideran parte de la política. Dicho de otro modo, los ciudadanos piensan o creen que las dinámicas de la confrontación política obligan a desarrollar actitudes y prácticas que, aunque condenables, son irremediablemente inherentes al sistema y cuasi naturalizadas porque “así es la política”.
Patología 1: el despotismo ilustrado
Si hay una patología que caracteriza a la izquierda (uruguaya), es la del despotismo ilustrado, cuyo origen se asocia al Iluminismo, a las tesis “foquistas”, a las teorías de las vanguardias mal entendidas o desnaturalizadas, de las cuales aún hay resabios.
Voy a explicarlo: nos hemos (mal)acostumbrado a aceptar que las voces más calificadas por mejor instruidas en el oficio del discurso y la retórica se hayan impuesto a las otras voces. El saber técnico o científico se erigió como un estandarte; los médicos, los doctores y los economistas fueron o son los privilegiados, por citar sólo algunos de los especialistas. Pero también lo son los políticos profesionales, los que saben cómo hacer política, situándose por tanto por encima de los ciudadanos comunes para indicarles el camino y, naturalmente, tomar las decisiones más convenientes por, para y en lugar de los demás.
Esto implica, desde luego, la imposición de determinados puntos de vista que no siempre son plausibles ni responden al interés de las mayorías. Esta patología está íntimamente asociada a la soberbia, a la creencia de ser portador de una verdad exclusiva y por encima de otras verdades.
El despotismo ilustrado a veces se nos aparece disfrazado, adornado de fetiches, narrativas o relatos (plagados, naturalmente, de buenas intenciones) que no dejan fisuras o intersticios para la duda o la interpelación. Ante esto, en realidad, no es posible a priori establecer o proponer visiones alternativas, y cuando estas se hacen visibles se las observa con recelo o con suspicacia. Por otra parte, el despotismo ilustrado se oculta tras la tendencia tecnocrática que en ocasiones se erige como la solución de los problemas por efecto del conocimiento de aquellos que “más saben” o mejor entienden de los asuntos que la plebe desconoce por incapacidad, por impericia o por pura ignorancia. La tecnocratización de las decisiones gubernamentales que son eminentemente políticas ha sido con frecuencia interpuesta como el argumento central por parte de la derecha “moderna”, contagiando inevitablemente el estilo de muchos gobernantes de izquierda.
Patología 2: el despotismo iletrado
Otra de las patologías típicas de la izquierda es el despotismo iletrado, esto es, el fenómeno de aquellos que asumen que son los portadores de verdades por efecto cuasi mágico de su poder incontrastable, o por poseer una personalidad avasallante. En este caso, los fundamentos del despotismo se alejan de los saberes para situarse más del lado de los arbitrios y prejuicios del “déspota”. La imposición de sus puntos de vista descansa en la posesión de recursos de poder que habilitan a decidir lo que sea y cuando sea sólo ante sí y de suyo, por lo general a contrapelo de lo que podríamos consignar como el consenso basado en el diálogo y el intercambio genuino de valoraciones y opiniones del colectivo.
El despotismo iletrado es precisamente la antítesis de lo que los expertos o conocedores de temas pudieran estimar como lo más conveniente. En otras palabras, en este tipo de patologías se desdeñan el conocimiento científico y las capacidades o habilidades desarrolladas a consecuencia de estudios o formación de nivel superior, sea técnico o más de carácter académico. Ahora son los universitarios o los que cuentan con acumulaciones sistemáticas en un dominio específico del conocimiento los desdeñados o subvalorados.
La ignorancia es la fuente de inspiración del despotismo iletrado, y la soberbia es la que lo sostiene. Inevitablemente se degrada la función pública, en la medida en que todas las decisiones pasan por el filtro del déspota iletrado. La izquierda en el gobierno ha tenido y tiene dicha patología, lamentablemente encubierta en estilos personalistas y cuasi naturalizados.
Patología 3: la militocracia
Quedarse en asambleas o en reuniones políticas hasta muy entrada la madrugada, no faltar ni los sábados de mañana, participar o estar físicamente en el lugar donde se plasma la militancia, sea en mitines o manifestaciones callejeras; todo ello alcanza en muchos casos para justificar o ameritar el otorgamiento de parte del botín. El principal argumento para otorgar cargos, funciones o responsabilidades en la gestión pública es en este caso premiar a quienes hayan contribuido con su accionar, sea en las campañas electorales o bien en función de una trayectoria dilatada en la fuerza política, al triunfo en las urnas. No desconozco las políticas de reclutamiento de funcionarios públicos aplicadas con estándares rigurosos, pero ambas prácticas coexisten de forma contradictoria.
La rotación o alternancia en la cúspide institucional provoca normalmente el relevo de los mandos medios, generando, en consecuencia, una relativa desacumulación en términos de las prácticas de intervención social o administrativa. Hemos asistido al descabezamiento completo de organismos estatales, sin importar los niveles, sean estos intermedios o de alta dirección, impactando severamente en la gestión pública.
En los últimos años, se multiplicaron los funcionarios, técnicos o no, que desde la lógica de asignación de cargos (incluso creando nuevos), en base al mérito de la militancia o adscripción partidaria, ocuparon espacios en la administración pública (nacional y municipal), engrosando los cuerpos burocráticos. La sensación que deja este fenómeno, a los ojos de la ciudadanía, es la réplica de prácticas que históricamente los partidos tradicionales (colorados y blancos) habían desarrollado sin escrúpulos.
Patología 4: el iluminismo fundante
Hemos creído que al llegar al poder nada había detrás en las historias singulares de las instituciones. La teoría del Big Bang aplicada a la gestión pública le ha hecho daño a la propia gestión pública, por cuanto, al no reconocer lo que los predecesores construyeron, el autoconvencimiento de ser nuevos mesías produjo engaños y pérdida de las acumulaciones pretéritas. El iluminismo fundante se nos aparece tras cada relevo de gobernantes dentro del propio partido. Nuevas estructuras, nuevos programas, nuevas políticas públicas, nuevas formas de registro y evaluación, nuevos métodos de trabajo, y un sinnúmero de novedades que el explosivo Big Bang trae de suyo.
El iluminismo fundante no necesariamente resulta en una auténtica innovación, en la medida en que se construye desde el Olimpo del poder, a espaldas o al costado de los otros. Precisamente la ausencia de diálogo y la presunción de contar con las verdades para sí impiden examinar la realidad de las transformaciones desde otras perspectivas mucho más enriquecedoras.
Patología 5: el nepotismo compañero
Apañado por un padre o madre, un tío o un primo, el nepotismo ha sido una práctica asumida por efecto contagio o tal vez por creerla inocua o legitimada por la sapiencia de los familiares de turno en los cargos de poder. Cierto es que la razón de familia no puede constituirse en obstáculo ni ser un elemento inhibidor para ocupar cargos de responsabilidad en el Estado o en organismos públicos a nivel local; pero el problema se presenta cuando la práctica se vuelve naturalmente aceptada y homologada sin contar con las garantías de los procedimientos transparentes y objetivos. Dicha patología también ha sido consecuencia del contagio de la derecha.
Claro está que el nepotismo compañero no es generalizable a todo el espectro de la función pública, y está lejos de equipararse a situaciones semejantes en algunos países vecinos, lo que no impide alertar el riesgo de expandirse sin freno ni limitaciones.
Asimismo, la elite de la izquierda, al igual que la elite de la derecha, se encubre a sí misma, repartiéndose los cargos de manera rotativa y alternada. De modo que siempre nos encontramos con los mismos rostros que perduran en el tiempo y son funcionarios sine die, reciclados o reconvertidos, sin importar demasiado sus cualificaciones específicas para ocupar cargos cuyo único fundamento es la confianza política de parte de aquellos otros que los apañan.
Patología 6: el sectarismo secular
Otra de las características ya históricas de la izquierda nacional ha sido la disputa constante por la hegemonía dentro de la fuerza política. Ello condujo, por desgracia, a que por momentos se olvidara la naturaleza de la herramienta construida para las transformaciones urgentes y necesarias que en la época fundacional se proclamaran.
Esta patología anida en la intolerancia y en la ausencia de respeto y consideración a la pluralidad ideológica que es característica de la izquierda. De acentuarse esta patología, conduciría a la eventual fractura.
La experiencia uruguaya ha demostrado la posibilidad cierta de procesar las diferencias en el marco de la comprensión y respeto a la diversidad, al punto tal que en otras naciones se la ha tomado como ejemplo en la construcción de la unidad de las fuerzas progresistas o de izquierda. Si como oposición la izquierda tuvo la capacidad de neutralizar los efectos perniciosos del sectarismo, en aras de los fines comunes, en los últimos años y muy particularmente desde que asumió el ejercicio del poder, el sectarismo rebrotó bajo formas insospechadas y más virulentas. Las acusaciones recíprocas son recurrentes a la hora de expiarse culpas y responsabilidades propias.
El sectarismo proviene de la creencia que determinado sector, grupo o partido político que constituye parte de la izquierda posee la verdad indiscutible en términos de la comprensión, interpretación y valoración de los hechos, de la historia, de la estructura social, de los fenómenos contemporáneos, de las relaciones sociales, en fin, de la vida en su totalidad.
Patología 7: el TID (trastorno de identidad disociativo)
Propender al cambio sin cambiar o, dicho de otro modo, producir cambios que no transforman las condiciones estructurales del statu quo ha sido uno de los problemas mayores de la izquierda, aquí y en otras latitudes. En tensión permanente, la cuestión ha sido para la izquierda asumir la gestión de gobierno impulsando cambios importantes, pero con una fuerte dosis de pragmatismo en el marco de condicionamientos estructurales de relevancia.
Por ejemplo, ¿cuál es el modelo productivo que se impulsa hoy? Atraer nuevas inversiones extranjeras parece ser una de las estrategias plausibles que nadie discute, ni desde la izquierda ni desde la derecha, ni desde la central sindical ni desde las corporaciones empresariales. ¿Por qué? Probablemente por razones fundadas en el realismo pragmático, y obviamente porque no se manejaron otras opciones, descartadas por impracticables o demasiado osadas o arriesgadas. Desde luego, estar al frente de un gobierno conlleva naturalmente las responsabilidades adscritas a su ejercicio; por tanto, era lógicamente esperable que la izquierda actuara con mesura y prudencia en el cuidado de las variables macroeconómicas.
Conscientes del lugar en el mundo y del grado de dependencia de Uruguay, el Frente Amplio no se propuso las medidas de los 70. El país cambió, el mundo cambió, el proceso de globalización y la hegemonía neoliberal condicionaron fuertemente el margen de maniobra del país. Sin embargo, y a modo de ejemplo, las micro, pequeñas y medianas empresas, que generan más de 90% del empleo en Uruguay, han merecido programas –cuya validez y acierto no se discuten– de alcance limitado en cuanto a exoneraciones fiscales, apoyos financieros y tratamientos especiales en su lógica productiva. Asimismo, si la izquierda pensara más allá de los parámetros tradicionales y supuestamente confiables, básicamente recostados en los grandes sectores de producción (sobre todo de commodities), podría invertir con más energía y convicción en I+D, es decir, en investigación y desarrollo, siendo que de momento no parece muy relevante en el esquema general de la economía.
En otras palabras, el discurso apunta a constituir un polo de desarrollo e innovación en algunas áreas estratégicas para disminuir el grado de dependencia en varios aspectos; sin embargo, la disposición y asignación de los recursos a tales propósitos parece contradecir las intencionalidades declaradas de los gobernantes.
En síntesis, la patología que manifiesta un comportamiento de la izquierda disociado de su propio discurso ha sido y es aún un problema que exhibe las contradicciones y tensiones de una fuerza política exigida por el buen desempeño al frente del gobierno y los asuntos que no logra resolver.
Christian Mirza es profesor universitario en la Facultad de Ciencias Sociales (Udelar) y fue director nacional de Políticas Sociales del Ministerio de Desarrollo Social entre 2005 y 2010.
(*) Este artículo es el segundo de un ciclo de tres columnas que publicaremos en la diaria, basadas en el libro (inédito) del autor 7 patologías de la izquierda.
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