El fútbol tiene sentido porque hay un relato. No me refiero a lo que hace Kesman o González Márquez, sino a una narrativa, un relato de lo que significa un partido, un campeonato, un festejo o un fallo arbitral. Sin eso es verdad lo de los 22 transpirados pateando el cuero inflado, pero como hay algún relato le damos significado. Nosotros, como todos los países con mucha acumulación de cultura futbolística, tenemos relatos acendrados para explicarnos qué sucede cuando nuestra selección, por ejemplo, se enfrenta con otra.
Una de las líneas más frecuentes de nuestra narración futbolera consiste en explicar un partido contra Ecuador como si el planeta siguiera girando en la década de los 50. En los medios de comunicación aún pervive. Ese relato se cocina con 40% de anquilosamiento intelectual, 40% de mala leche y 20% de complicidad de la audiencia, que, por algún motivo, seguramente extraño y oscuro, se complace en sentir la superioridad (¿física?, ¿moral?, ¿futbolística?) que habríamos de tener frente a este rival. Afortunadamente, esa línea del relato futbolístico es cada vez menos prevalente: sencillamente resulta difícil compatibilizarla con la realidad. La selección ecuatoriana desde hace varios años es de un nivel similar a la nuestra; quizá esté un poco por debajo, pero es cuestión de matices y no de escalones. Más allá de la autonomía de las narraciones simbólicas y todo lo que nos puede explicar algún antropólogo de confianza, no puede sostenerse ninguna descripción de hechos que se choque de frente con la realidad. Como mostraba el filósofo Ian Hacking y cualquiera que esté en sus cabales, la realidad muerde, patea.
Sin embargo, todos los que vieron el Uruguay-Ecuador por la tele (y aquellos entusiastas que fueron al estadio Centenario y repasaron la transmisión al llegar a su hogar) fueron testigos de uno de los momentos más increíbles que puede tener una transmisión de futbol: el instante en que las imágenes muestran un hecho y quien las comenta describe lo contrario, como si no estuviéramos todos viendo lo que sucede. Sí, estoy pensando en el penal de Muslera a Benitez. Juan Carlos Scelza, el comentarista de la transmisión oficial, pensó que no había existido penal. Puede ser, la jugada fue rápida. Ante la repetición, que dejaba claro el manotón de nuestro arquero al ecuatoriano, siguió con la misma opinión. Ahora con algún matiz, claro, como “hay un contacto, pero el jugador se choca con la mano de Muslera” (¿?) o similar. Sostener una opinión ante la evidencia en contrario, quizá para no cambiar de opinión, es una opción tan extraña que el que comienza a sentirse incómodo es uno, que sólo está con el control remoto en la mano, desde el sillón, clamando por algo de racionalidad.
Hay muchas lecturas de la realidad, pero no todas tienen la misma probabilidad de coincidir en algo con lo que pasa. Y algunas dan la impresión de que a uno lo están agarrando de punto.