Bueno, ya está. Parece que lo más fulero ya pasó , que aquel aterrador frío es simplemente un mal recuerdo. Te dije que la seguíamos en las finales y ahí estuve en Trinidad, con un sol radiante primaveral que se refractó en humo de los chorizos, en un escenario no tan monumental pero sí muy coqueto. De nuevo la cosa arrancó temprano y repetí la rutina de la otra vuelta: Tristán Narvaja y desembocar en Tres Cruces. Eso sí, a diferencia de la mayoría de los que andaban pateando por ahí sin termo y mate, porque a mí me gusta frío como a los paraguayos y con jugo. En mi cabeza estaban las palabras paternales del editor de estas páginas, que me había dicho la noche anterior: “Mirá que el ómnibus sale las 11”. A las once menos cinco llegué y relojeé la pantalla que avisa para ver si ya estaba por salir, pero no, el Copay destino Paysandú marcaba salida a las once y cuarto.

Cuando fui por el pasaje me encontré con mi compañero de viaje del diario y nos dispusimos a subir al coquetísimo bus. Ya apostados en unos cómodos asientos y camino a Trinidad -nosotros, porque el destino del bondi era Paysandú- nos encontramos con que el excelente servicio de esta compañía sanducera nos ofrecía caramelos, alfajores y pomelo. ¡Tomá pa vos!

Yo, que aunque irregular e inestable lector, tenía El pozo de Onetti en la mochila, aquel que mi vieja me dio para el viaje a San José y no leí, volví a fracasar, pero esta vez peor. Le volví a fallar al fundador de la mítica Santa María, pero peor porque no leí nada. Resulta que además del catering teníamos pantallas con una película y me colgué a mirarla. Nunca fui de mirar películas arriba de los ómnibus, yo qué sé, eso de estar en movimiento con tanto paisaje a los dos lados y estar ensimismado en una pantalla no me convencía, pero esta vez le di una chance. La peli era Igualita a mí, una comedia en la que actúan Adrián Suar y Florencia Bertuchi, y que es para pasar el rato. La trama es sobre un yupi cuarentón que pasa de fiesta en fiesta y en una de ésas se topa con una hija. Lo cierto es que a pesar de lo simplona, me sacó alguna que otra sonrisa y cuando terminó, justito llegamos a la capital de Flores que nos esperaba.

Nos bajamos en la agencia, porque en los pueblos y ciudades de nuestro país que no tienen terminal, las compañías de ómnibus tienen las paradas en las sucursales. Al caminar por las calles de la ciudad a uno le hacían sentir que era visitante, pero no por las miradas hostiles: los pocos trinitarios con que nos cruzamos caminando por el centro de la ciudad nos observaban con curiosidad pero amablemente.

Muchos juegos para niños en una placita con un skate park eran para mí una novedad, ya que ese espacio no lo había visto en mis anteriores visitas a la ciudad. Luego de asegurar los pasajes de regreso salimos con Wally en busca de un lugar para comprar algo que engañara al estómago, pero no había nada abierto. Y está bien, un domingo a esa hora es un crimen laburar. Nosotros, al ser montevideanos y al estar en el centro del consumismo estamos acostumbrados a la inmediatez de la compra, la cultura de los 24 horas. Entonces arrancamos rumbo al estadio municipal Juan Antonio Lavalleja, que se encuentra dentro del Parque Centenario, que estaba vacío. Parecíamos dos forasteros en una película de Clint Eastwood. La primera persona que nos encontramos fue una vendedora de tortafritas, que se adelantaba en el camino de los que llegaban del centro de la ciudad. Una torta de almuerzo no daba, así que seguimos, y luego de cruzar el hermoso lago artificial llegamos al estadio donde ya se palpitaba la final. La previa: para un cronista el partido empieza ahí, los bondis que habían cruzado del este al centro-oeste del país ya estaban en la explanada copando el ambiente, pero en una buena, sin meterse con la gente local, que también estaba re tranqui y hasta interactuando. Es que una pareja de trinitarios se hizo la zafra en la puerta del estadio vendiendo chorizos de rueda que cortaba y ofrecía al pan con lechuga, mayonesa y tomate. La gran mayoría de los carolinos estaban ahí en busca de ese chacinado casero que les calmara el hambre que traían luego de largas horas de viaje. Yo me alisté y fui por el mío antes de entrar a ver el partido. Los hinchas locales fueron llegando de a poco pero coparon gran parte de las instalaciones. Detrás de los arcos, autos, camionetas y sus hinchas que se apilaban contra el alambrado y en la caja de las 4x4. Los minutos fueron pasando entre algún tema de Los Fatales y de la banda tacuaremboense del momento, Mala Tuya, hasta que al coqueto césped cortado en círculos saltaron los equipos con toda la impronta FIFA. La canción de la Federación sonó en el ingreso y unos niños con la bandera del fair play los acompañaron en un ingreso de gala.

Ahora estoy acá, las luces del estadio se apagaron pero el sol sigue brillando, un par de futbolistas carolinos trotan. Una Agencia Central nos va a llevar de nuevo a la capital, y uno se queda con ese no sé qué de quedarse un poco más, de hacer el viaje constante, eterno y a su vez efímero.

La seguimos.