Sí, ya está, es la última. Por un tiempo ya no te voy a joder más ni con Onetti ni con mis viajes, demoras, tropiezos y escalas por diferentes puntos de la Banda Oriental. Otro año más de cancha en cancha, subiendo a ómnibus que escalaban de pueblo en pueblo, cruzando miradas con las gurisas del pueblo de turno, vueltas de viaje eternas con esperas. De partido en partido, en los que los cracks no sólo del pueblo o del barrio brillaban en canchas ásperas, frías, pero rodeadas del calor de la gente que vive el fútbol de una manera diferente de la mía, por lo menos hasta estos dos años de romance con el fútbol de los autos que tiran guiñadas desde atrás del alambrado. Ese ritmo cambiante de los transcursos de los partidos, en los que ninguno de los dos termina de dominar la emoción, que a veces le deja paso a lo inesperado. No es como el fútbol profesional, es más terrenal, más cercano.

Imágenes de esta copa me quedarán grabadas, como aquella tarde congelada en San Carlos o el baile de Pabloaníbal de León en el triunfo agónico en San José. Tampoco me voy a olvidar de las lágrimas de aquel niño maragato, la magia de Germán Suárez, la vuelta heroica de Schneider, la carpeta de Cafú Martínez, que con 41 años sigue y sigue. Esas postales te van llenando el alma, te van enamorando, y después, cuando volvés a la ciudad con el sol muriéndose, te acordás de todas esas caras que vibran y disfrutan con una pelota, corriendo de pueblo en pueblo. Es que esto ya es amor; por eso te repito que lo siento mío al fútbol del interior. Los pueblos y las ciudades me encandilaron como esa rubia que un día me robó el corazón en la puerta de un bar, pero te vas enamorando conociéndolas, como me fui enganchando con la rubia. Quiero seguir de nuevo a la orejana, con bufanda y guantes, afrontando vientos feroces y calentándome al sol. O en verano con la de selecciones, descubriendo esos balnearios que se esconden por los rincones del país, pegándome un chapuzón en algún arroyo o río por conocer. Eso es lo más lindo: que hay amor para rato. El estadio estaba repleto y con reformas: donde siempre se ubica la parcialidad local. En la tribuna principal estaban los hinchas visitantes, a pura batucada; enfrente, muchos carolinos, los de siempre, los que estuvieron en todas los canchas. Las chimeneas de las casas que bordean el estadio comenzaban a delatar el frío que yo no sentía entre tanto nervio, tanto puño apretado, tanta pasión y calor. Una arenga de esas que se repiten partido a partido, final a final, pero que son únicas, llenas de vida, fuerza y pasión. Durante el partido mordieron. El Sanca salió a comerse todo, pero sufrió. Los trinitarios se ilusionaron y se fueron abrigando, pero con la caída del sol y del partido apañaron cada gol con un trago de grapamiel. Esta vez el festejo no fue agónico pero sí emotivo, con una caravana que salió por toda la ciudad a cantarle al atardecer que la orejana se quedaba en San Carlos.

La vuelta es rápida y efectiva mientras tiro estas líneas. Montevideo ya está cerca. Me quedo y me despido con la ilusión de volver a estar de de viaje en viaje, contándote qué me pasa, aunque capaz que poco te importa, reviviendo en cada salida a cazar historias, a toparme con nuevos y viejos cracks criollos, a perderme por ahí y volver a encontrarme. Hasta la vuelta, con el libro de Onetti en la mochila.