Un fuerte viento está soplando hace rato en la Aguada. Es un viento que sopla por San Martín contradiciendo al pampero. Un viento que infla el pecho cuando se habla de básquetbol nacional. Nos enorgullecemos y yo me pongo un poco fanfarrón. La Liga Uruguaya obtenida el año que hace un puñado de días se nos fue, a la que se sumó esa admirable gesta de la Liga Sudamericana, nos tiene a los aguateros encapsulados, atrapados en un presente del que estamos gozando y del que no queremos salir más. A todo esto se le agrega un destacado arranque en la primera rueda y Súper Liga ganando los dos clásicos jugados frente a los vecinos de Goes, ese partido que tanto nosotros como ellos vivimos de una manera especial. Seguimos festejando y a todos los equipos les recordamos que somos los campeones cantando el “dale, campeón” que tan esquivo nos fue por mucho tiempo.

Para hinchas que supimos lo que fueron los tiempos de sequía, frustraciones y momentos complicados del club a nivel institucional, este momento se confunde y entrelaza con algún sueño. Incontables veces soñé, dormido y despierto, con esa vuelta olímpica inmensa que me pegué en mayo pasado, con los ojos empapados en lágrimas. A pesar de esta burbuja en la que estamos, todavía hay carencias y cosas por hacer. Es el momento de que el club crezca por su bien y el del barrio, para que puedan complementarse y cumplir el rol social mutuo que les haría bien a los dos. Apostar más allá de las consagraciones deportivas, ésas que si laburás bien, caen seguido.

En el medio de toda esa locura se dio una simbiosis entre un basquetbolista y una hinchada, y como un amigo me escuchaba constantemente hablar de ella, me animó a escribir estas líneas. Ésta es la historia de amor de un hincha, de una hinchada, porque en mis palabras también está el sentir de muchos. Como el de mi abuela Nelly, que pelea a muerte con mi abuelo cuando critica a Leandro, o mi compañero de tablón, Esteban, que en los momentos en que la cosa se complica se acerca y me dice: “Ahora se enchufa el maestro con el capitán [Pablo Morales] y lo ganamos”.

Nada fue de un día para el otro. Nos costó acercarnos. “Ése que nos tiene con el pecho hinchado desde que arregló contrato, pero al que casi nunca le dedicamos un cántico”, escribió Martín Rodríguez en estas páginas, previo a la consagración de la Liga. También acertadamente acotaba: “Somos una raza rara. Le macheteamos los elogios pero, en el fondo, rezamos por que haya sido el encargado de tirar esa moneda que está al caer”. Teníamos todas las fichas puestas en él, pero nos ahorrábamos las alabanzas, por tantos fenómenos habían pasado por nuestras filas, a pesar de lo cual tantas veces habíamos quedado en la puerta. Además, García Morales, si bien es un profesional muy comprometido con el club que lo contrata, no es de aquellos que se caractericen por ser un basquetbolista con contacto con el hincha. El tipo vibra con el juego, se calienta, en algunos casos festeja, pero de una forma muy racional y propia.

Muchos dicen que es frío. Sí, tiene frialdad para hacerse cargo de pelotas que queman y del aro que se achica, tiene frialdad para jugar con la sangre caliente una final con cuatro faltas durante gran parte del juego clavando 25 de 25 en tiros libres.

Quizá nos enseñó que a los deportistas hay que valorarlos más por lo que hacen dentro del rectángulo que por sus declaraciones o sus arengas hacia afuera. Nos sirvió para darnos cuenta de que hace mucho tiempo que no nos alcanzaba con el empuje y la garra. Quién imaginaría que uno de los jugadores más queridos por la gente iba a ser tan lejano en sus orígenes basquetbolísticos, en su barrio, su forma de ser, pero tan cercano por todo lo que nos dio y va a dar. Lo queremos así como es. En el amor no se elige, más allá de que hay un gran mérito y esfuerzo de la directiva actual en contratarlo como referente del equipo. Él adentro de la cancha hizo lo suyo, nos metió en el bolsillo. No necesitó decir que era hincha del club y besar la camiseta, nos engatusó con su juego.

El cariño especial que siente la gente por él va más allá de su excelente calidad como deportista y su responsabilidad como profesional. En la primera Liga Uruguaya que se puso la camiseta del club sanó un dolor de largo tiempo, fulminó aquel sufrimiento de 37 años. La noche de la consagración, cuando se fue al vestuario sin festejar, con la pelota bajo el brazo, fue el momento cúlmine de la conjunción, cuando la gente lo hizo propio.

Ojalá dure mucho este gran momento, pero esa postal, ese recuerdo de lo que hizo Leandro trascenderá en el tiempo, quedará instalado en la memoria colectiva de los aguateros. Nunca morirá.

En el cielo están las estrellas, en Aguada juega Leandro García Morales. Gracias por la magia, maestro. Pero sobre todo, muchas gracias por curar esa herida.