Son gurisas, juegan, disfrutan, lloran, gritan, bailan entre partido y partido al ritmo de algún reggaetón o de Mírenla, tema de Ciro y Los Persas. Eso sí, hasta ahora no observé conductas antideportivas, peleas, esas pequeñas riñas que generalmente en el fútbol masculino -juveniles y mayores- se dan seguido. Potentes y con caras de mujer, las brasileñas caminan al frente con cara seria, con mirada de futbolista profesional, sus físicos también hacen diferencias si las comparamos con sus contrincantes. Dentro del campo se muestran muy hábiles. Andressa, la número diez, es un proyecto de Marta y la lateral derecha Letícia me recuerda a Dani Álvez.

Las colombianas riegan de alegría los pasillos del estadio Charrúa. Su juego también es muy bueno y se perfilan para definir el torneo y pelear por una plaza. Las jóvenes amarillitas entran al estadio a puro canto, que después retoman a la hora de entrar al campo de juego, mientras la música de la FIFA suena por los parlantes. Tienen un psicólogo que, según le contó a la diaria, cumple el rol de motivador, todo un personaje el hombre que alienta a “las niñas” -como él les dice durante los 90 minutos-. Las chilenas y las venezolanas son las más serias, aunque estas últimas también entonan canciones al entrar al estadio.

Nuestras representantes, de cara, son las más niñas de todas, en la cancha un corazón enorme, a pesar de falencias futbolísticas y físicas. Igualmente, ver a Carito Birizamberri gambetear o a Stephanie Lacoste sacar todo, ilusiona y da motivos para seguir laburando por un fútbol femenino que cada vez crece más en este país. Si los fundamentos se empiezan a trabajar desde niñas, es mucho más fácil que las futbolistas lleguen a esta categoría con un potencial para poder competir.

Te queda la espina de ese punto que se nos perdió con Colombia, por el que tanto remaron las celestitas, los goles de la carbonera Lorenzo y las lesiones de la arquera Gabriela González, de Edrit y de Lacoste. El apoyo del público fue fuerte, en los dos primeros partidos, alrededor de 1.000 personas se acercaron a ver a Uruguay. La familia, los amigos, los vecinos, la gente de los clubes alentaron y fueron a abrazar a la salida a las chiquilinas que se retiraban con la tristeza de haber perdido.

Las gurisas no se lookean mucho, aunque todas lucen los últimos botines de colores que están tan de moda. Las que sí salen perfumadas y pintadas al campo de juego son las árbitras, como el caso de la jueza argentina Salomé Di Iorio, a la que me crucé con espejo en mano en los corrillos, delineándose los ojos.

Generalmente cuando no juega Uruguay, que es el momento con menos ruido en las tribunas, se pueden escuchar más las indicaciones de los técnicos y las conversaciones en la zona donde sólo están los acreditados: periodistas, integrantes de las delegaciones, organizadores del evento en el estadio Charrúa -escenario donde se disputa la serie A-, que por suerte está saliendo muy bien. Se puede observar que a las delegaciones no les falta nada, o se hace el mayor esfuerzo para que se sientan muy cómodas, en un coqueto y remodelado estadio que utilizan como centro de rendimiento Los Teros, a quienes se puede ver cada tanto con sus pilchas embarradas pispeando algún partido.

Si bien hasta el momento no pude ver una victoria uruguaya, me metí con el equipo e hice fuerza por las gurisas desde mi humilde rol de espectador. En el Charrúa, ese estadio que hace unos años estaba olvidado y derruido, estamos disfrutando de un Sudamericano sub 20 muy completo al ver a las pibas correr atrás de esa pelota que, por suerte, hace largo rato que en Navidad no sólo se la regalan a los varones.