Realmente me resulta tedioso tener que escribir estas líneas. Hace años que las vengo escribiendo y, como decía Pedro Lemebel, “poniendo el culo, compañero”. Una cosa es abrevar en la crítica del peligro que comporta que cualquier movimiento social sea cooptado por el Estado y sus instituciones, y otra, muy distinta, el salirle al cruce a discursos de la intelligentsia vernácula que, ante reclamos también discursivos pero paridos por la ignominia, la injuria, el golpe o la discriminación -y que habitan los cuerpos, las mentes y el espíritu de los injuriados y los vuelven objeto, ya no sujetos de violencias, leves o extremas, pero definitivamente mayores que las del que no las padece-, intentan hacer visibles esos ataques cotidianos e históricos que han encorvado las almas y que dictan prácticas bajo la pancarta de la universalidad y condenan u ordenan, cada vez que son emitidos, a callar, a esconderse, a repetir como mantra adolescente lo que ya sabemos todos desde que, al menos, leímos, en los primeros años de liceo, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Loable declaración, horizonte a perseguir, un todos que debería ser encarnado y al que no debemos renunciar, pero que muchas veces se transforma en un pataleo de púberes caprichosos, en el mejor de los casos, o de voces y pensamientos refinadísimos que caen en la más pura inocencia.

¿Qué piensan los que defienden los derechos universales más allá de todo reclamo focalizado, “identitario”, los que miran de cerca particularidades humanas y sociales que intentan, precisamente, salirse de esas limitaciones?

¿Honestamente creen que los golpeados (simbólicamente o a puño cerrado) por ser negros, putos, migrantes, mujeres, no pensamos antes en la universalidad? Sí, señor. Recorrimos ese camino y no lo abandonamos, pero en el trayecto de nuestras espaldas doloridas (la expulsión de nuestras casas por no ser heterosexuales o el desprecio en las calles y los trabajos; la mirada desconfiada o directamente la xenofobia cuando la llegada a nuevos territorios; el 50 por ciento del total de niños negros pobres de todo el universo de los niños uruguayos; las mujeres que a igual función que los hombres ganan menos que ellos, etcétera, etcétera, etcétera), nos marcan una cancha social a la que somos arrojados por portar un deseo, una nacionalidad distinta a la de este pueblo iluminado y pretendidamente europeo, este país de machos cabríos y gauchos que, miles de veces, arrastran a las mujeres de los pelos y, tantas otras, les dan con un palo en la cabeza.

¿No les parece mucho exigir una espera mayúscula, el tiempo de la universalidad -casi el tiempo de Dios- para que la igualdad se realice, para que la letra muerta o siempre atrasada de las declaraciones y códigos (universales, mundiales, casi celestiales) llegue a la vida de la travesti que ya está muerta mientras esperó que la ley y la igualdad la alcanzaran?

No, señor. Salió expedida de su casa por el puñetazo de su madre en la cara y la patada en el culo del padre (o viceversa) y se paró con 16 años a changar en Bulevar y se agarró un VIH porque no sabía cómo protegerse o porque el cliente le ofreció 200 pesos más por sexo sin condón, y a ella le servía para pagar esa noche la pensión, y luego, ahora, tiene 25 y sigue en la misma esquina, hecha carozo, tomando el vino más barato del mundo, y merca va y merca viene, y el culo al aire con este frío que nosotros, los universales, les decimos que se aguanten mientras llega el paraíso.

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¿Piensan ustedes, los universales, que nosotros ya no pensamos en la universalidad?

¿Sinceramente creen que somos tan cortos de vista y que además de la discriminación y el desprecio vividos en nuestros cuerpos, por siglos, no conocemos las condiciones estructurales del sistema? Los inmigrantes -y si son andinos, peor-, conocedores de burocracias interminables, explotaciones máximas, desprecio ante sus rostros incaicos. Los homosexuales o las travestis y sus recorridos cotidianos y afectivos, marcados por el rechazo y la furia de los toros en celo (aunque sea represión de ellos, qué importa), dispuestos a clavarnos un cuerno en las tripas o a hacernos que miremos hacia abajo o que debamos utilizar todo tipo de estrategias (los homo) para que no se nos note en una entrevista laboral, esperar la llegada al escondite o al búnker para abrazarnos y besarnos como el resto (universal) de la humanidad.

Y más, y antes que nada: no ser nombrados, nunca; en la escuela o en el liceo, por ejemplo, y con eso aceptar que portamos una malformación espiritual o biológica y que, en definitiva, las únicas formas del amor o el deseo son las dichas, las nombradas, las reconocidas y alentadas, y nosotros a coger al cuartito con toda la culpa judeocristiana y a cargar en silencio con toda la monstruosidad que supuestamente nos habita. Ser invisibles y, además, culpables.

¿Cuál es el grave problema con que en la educación la sexualidad sea nombrada, si es parte de nuestras vidas? Y si la otra sexualidad es nombrada hasta cuando no se dice: el paradigma echado, esperable, la lengua a la que somos arrojados.

Con todo respeto: dejen ya de ser arcaicos y no caigan en la burrada de sostener que los militantes o educadores que trabajan en sexualidades pretenden que todos seamos putos, o que cuando dicen que la sexualidad también es cultural, están tras una conversión ideológica cuasi evangélica. Eso lo han intentado las grandes ideologías y casi todas, menos la del capitalismo, han fracasado.

¿De verdad creen que todos sus amigos que trabajan en educación, en movimientos sociales, los que son psicólogos, docentes y etcéteras, o las 65.000 personas que asistieron a la última marcha de la diversidad (y las personas sin formación curricular o política, pero con sensibilidad hacia los otros, claro) son unos prestidigitadores de la sexualidad ajena?

Son horribles los adjetivos patológicos, pero ese razonamiento roza con la perversidad y la paranoia y, la verdad, parece no haberse detenido un segundo en la escucha del otro, del que porta el cuerpo maniatado. Y por las dudas: claro que en todos lados hay advenedizos (los que quieren viajar a costa de, conquistar un sillón, ocultar la tristeza de miles de vidas; no todo es fiesta y marcha, y menos que menos la libertad de ese día institucionalizado: ese es un día de permisos). Y también, por las dudas, ya he escrito bastante y muy críticamente sobre cooptaciones de los movimientos o sujetos por parte del poder político o del mercado (el año pasado, nomás: http://ladiaria.com.uy/articulo/2015/9/nada-sensual/).

Un discurso no anula al otro, o conviven en su contradicción (porque andamos pensando, muchachos universales, o lo intentamos), y no olvido que la estructura, las cuestiones de clase, directamente, lo atraviesan todo. Estamos inmersos y atravesados por nuestra cultura, sexualidad, pertenencias sociales y económicas, por este mundo de un Dios bien sorete que se encarga (y parece que tiene voceros, en la derecha y en la izquierda) de ponernos una etiqueta más: los naíf o los emisarios de no sé qué poderes internacionales. No, señor. Al menos algunos, que somos miles (no sé si los 65.000, para el caso de la marcha: no tengo el poder adivinatorio de Dios), decimos negro y decimos clase; decimos homosexual y decimos clase; decimos discriminación o desventaja frente al que escribe en su torre de las panorámicas y mostramos nuestras llagas. No para regodearnos y venir a ponernos curitas o parches, pero sí para ir paliando de alguna forma tantos años, ahí tenés, de desigualdad estructural.

¿Piensan que queremos una sociedad dominada por putos, negros y mujeres? No sé otros; yo y unos cuantos queremos algún día dejar de hablar de esto, dejar de decirnos, de nombrarnos, de pelear por cuestiones focalizadas; pero cuando las travestis, por ejemplo, tengan una esperanza de vida mayor a los 37 años; cuando los niños negros no sean la mitad de los niños pobres de este país de leyes universales; cuando un adolescente no piense en el suicidio (y lo lleve a cabo colgado de un árbol en un pueblito del interior o empastillado en un garaje de Montevideo) sólo por ser gay.

No perdamos el horizonte universal, pero no olvidemos ese otro principio de la filosofía del derecho: la igualdad no viene dada, y para conquistarla se debe, también, tratar desigualmente a los desiguales.

No dejemos que nuestras púas se atasquen en viejos tocadiscos, y escuchemos, además de la vieja y legítima sinfonía universal, la verdad (y el dolor) de los cuerpos de los otros.