Mucho de lo que habitualmente leemos en las redes o escuchamos a diario pone de manifiesto el modelo y la estrategia que mantiene y profundiza la violencia. Y, por mucho que se intente negar el peso que tienen las “cuestiones de género” en la producción o reproducción de la violencia, los hechos terminan insistiendo en demostrar lo que hay detrás de estas negaciones.

La idea de que la violencia es inherente a la persona, muy arraigada en gran parte de la población, no tiene sustento científico y mucho menos biológico o psicológico. Hace bastante que la ciencia ha demostrado que los “detonantes” no son sinónimos de las “causas”. Las decisiones sobre el reaccionar violentamente, siempre que se descarte una patología que lo explique, son decisiones que el individuo toma para resolver un problema y, por lo tanto, completamente pasibles de evitarse.

Como no somos seres aislados, nos agrupamos para sobrevivir, y son estos los espacios privilegiados para la construcción y reproducción de las representaciones sociales. Las personas basamos nuestra existencia en una constante negociación sobre lo bueno, lo malo, lo permitido y lo censurado. Sobre esa base se construye subjetividad, por medio de la cual percibimos el mundo y buscamos también la “objetividad”. Las estadísticas nacionales sobre homicidios, siniestros de tránsito fatales y suicidios demuestran que son los varones quienes mayoritariamente ejercen violencia letal, no sólo contra la pareja o ex pareja, sino contra otros varones y hasta contra ellos mismos.

Los datos sobre femicidios dicen también que por lo general el femicida cree que su violencia fue provocada por algo que hizo o dejó de hacer la víctima. La percibe como responsable y de esa manera elimina su propia responsabilidad, afirmando que actuó en nombre del amor y no tuvo otra opción. Con este tipo de lógica, que emplea tanto el femicida como quienes lo comprenden hasta el punto de colocarlo en lugar de “mártir”, el ejercicio de la violencia se vuelve más aceptado y menos culposo. Cuando analizamos los dichos y las acciones de la comunidad, descubrimos una representación social sobre la “mujer buena” y el “hombre bueno”, que difieren mucho entre sí. De acuerdo con esa idea de lo esperable en los varones y lo esperable en las mujeres es que se justifica la violencia.

Cuanto más diferente sea lo que juzgamos en unas y en otros, más se polarizan las posturas y más claro queda cuál es el grupo que corre más riesgo de ser víctima de violencia. Relacionar la debilidad y el sometimiento con lo que se espera de las mujeres respecto de los varones reafirma y legitima el uso de la fuerza, el control y la violencia como lo esperable cuando la “hombría” del ofensor se ve lesionada. Así se explica por qué muchos justifican el horror cometido por el asesino en base a una conducta reactiva, es decir, provocada por el comportamiento socialmente repudiable en la mujer.

No se cuestionan los antecedentes judiciales de los ofensores, pero sí los antecedentes “morales” de las víctimas. No se cuestiona que un hombre mayor de edad embarace a una adolescente, pero sí se cuestiona si una mujer decide relacionarse con alguien de menor edad que ella, aun si este ya es mayor de edad. No se trata aquí de mostrar y medir los antecedentes de unos para alivianar los de otros, sino de dejar en evidencia cómo unos comportamientos son repudiables o no para la sociedad según si los comete un varón o una mujer.

Hacernos cargo

Las personas que siguen sosteniendo que hay víctimas que se merecen la violencia, que merecen ser asesinadas, o que hay femicidas que fueron “obligados” a matar por amor o por honor, seguramente sientan mucha culpa por compartir los mismos impulsos o deseos que el homicida, aunque no se animen a llevarlos a cabo.

Quizá en el fondo, cuando se apela a culpabilizar los actos de las víctimas para salvar al asesino, la intención sea salvarse uno mismo. Seguir sosteniendo que lo cuestionable de mis acciones puede justificar que mi pareja me asesine es creer –sin fundamento alguno– que la violencia reactiva es sinónimo de inevitable, y que también es legítima.

Es necesario que nos hagamos cargo de que como sociedad tenemos muchas carencias a la hora de pensar y desarrollar caminos alternativos a la violencia. Quizá pasar a un lugar secundario el sufrimiento de las verdaderas víctimas sea el mecanismo defensivo más común para evitar el propio dolor, porque empatizar con su sufrimiento sería obligarnos a tomar contacto y reconocer la propia vulnerabilidad en la que nos encontramos.

La violencia es completamente prevenible, pero para hacerlo es necesario conocer cómo empieza, cómo se desarrolla y cómo se perpetúa, para actuar a tiempo. Construir convivencia libre de violencia implica también descubrir que en nombre del amor hemos sufrido y ejercido muchas violencias. El ejercicio de la violencia no es la conducta de un enfermo con cara de monstruo, sino el comportamiento de una persona común, una persona a la que hemos elegido, en la que confiamos y con la que llegamos a planificar la vida juntos. Pero tranquiliza pensar que el problema está afuera, que es cuestión de elegir bien para no morir.

Aceptar los “lentes de género” es aceptar que nuestra mirada y nuestra forma de relacionarnos exige una continua revisión crítica, y, sobre todas las cosas, significa descubrir que lo que creemos “ver” puede tener otra lectura y otra perspectiva. Comprender la problemática y comprometernos a aportar activamente al cambio social implica descubrir que las responsabilidades no sólo están en los otros, y que tenemos que hacernos cargo de la parte que nos toca revisar, cambiar y erradicar de nosotros mismos.

July Zabaleta | Licenciada en Psicología, directora de la división Políticas de Género del Ministerio del Interior.