A días de iniciarse la séptima ronda de negociación colectiva, el Instituto Cuesta Duarte del PIT-CNT presentó ayer un documento que el director de la institución, Milton Castellano, calificó de “un insumo fundamental para los centenares de compañeros que van a negociar”. La publicación “Trabajo y salarios” aborda ciertas creencias asociadas a la determinación salarial y su impacto en los niveles de precios, de desempleo y empleo, así como de productividad y competitividad, por medio de definiciones conceptuales, la historia de instituciones y los aspectos que han incidido en la determinación de los salarios en los últimos 70 años.

Para dar paso a una mirada más estructural del asunto, conviene centrarse en el aspecto “contradictorio” que surge en torno a la determinación de las remuneraciones salariales. El asesor de la institución Daniel Olesker consideró que “para el empresario dueño del capital, representa un costo en el proceso productivo cuyo incremento se contrapone a la obtención de una mayor tasa de ganancia. Pero, por otro lado, se trata del valor de subsistencia para la mayoría de las familias y, por ende, también lo que les permite hacerse de los bienes y servicios que producen las propias empresas”.

Ahora, en relación con los distintos mecanismos de determinación, existen dos variables relevantes según los investigadores: la participación del Estado en dicho proceso y la existencia de una negociación colectiva. En este sentido, la historia del país da cuenta de seis etapas.

En una primera instancia, el 12 de noviembre de 1943 se aprobó la Ley 10.449 de Consejos de Salarios y, desde ese entonces hasta 1967, cuando se agotó el modelo industrializador, se dio una instancia tripartita de negociación colectiva, en la que el Estado participó. Con el proceso de crecimiento industrial agotado, la economía entró en un estancamiento productivo generalizado que en el marco de la negociación colectiva desencadenó una fuerte puja distributiva entre trabajadores y empresarios que terminó en una espiral inflacionaria hasta que en 1968 se produjo el quiebre. Por primera vez, con la creación de la Comisión de Precios e Ingresos (Coprin), con representación de trabajadores y empresarios, pero donde los representantes del Poder Ejecutivo eran mayoría absoluta, los salarios se fijaron mediante leyes y decretos. En 1974, tras el inicio de la dictadura cívico-militar, se eliminó la representación de los trabajadores en esa comisión. Según los investigadores, “en ocho años de crecimiento económico y un aumento del Producto Interno Bruto de 41%, se registra una caída de 35% en el poder de compra del salario”.

En 1981 el gobierno dejó de fijar los salarios –salvo el mínimo nacional– y, ante la ausencia de un marco normativo que garantizara la negociación, la evolución salarial se vio sometida al libre mercado. Con la vuelta a la democracia, en 1985, se reinstalaron, a partir de las reivindicaciones en los acuerdos de la Concertación Nacional Programática, la negociación colectiva tripartita y centralizada. El Cuesta Duarte llamó la atención sobre el “fuerte peso” que mantuvo el gobierno “a la hora de incidir en la evolución del salario, mediante el establecimiento de pautas salariales rígidas y un férreo control de cuáles serían las resoluciones aprobadas y cuáles no, a través del mecanismo de homologación”. Además, aclaró que “pese a la fuerte recuperación salarial conseguida en este quinquenio, en 1989 el salario real promedio alcanzaba el nivel de 1980”.

En 1992 se produjo un nuevo quiebre. El gobierno suspendió la convocatoria a los Consejos de Salarios pero algunos sectores de actividad mantuvieron espacios de negociación bipartitos y tripartitos cuando el Estado entendía necesaria su incidencia. En 2005 se volvió a convocar a los sectores tradicionales de actividad, a los que se sumaron el servicio doméstico y los trabajadores rurales. También se inició una etapa de ampliación de la negociación colectiva en el sector público, restableciendo la negociación colectiva tripartita y centralizada.

Las conclusiones de los investigadores son varias: por un lado, que existe una “clara” relación entre la evolución salarial a partir de la negociación colectiva tripartita y centralizada y una “mejora creciente” del salario real promedio, y también que este tipo de procesos permiten disminuir la dispersión salarial de manera importante en la medida en que internalizan las diferencias salariales entre sectores. También que “el crecimiento del salario real depende de manera importante de la trayectoria de la actividad económica”. Por último, señalan que en los períodos de crisis, si bien era “esperable que el salario real se reduzca en una magnitud proporcional”, la realidad fue más fuerte y estiman que “la negociación hubiera frenado parcialmente el impacto”. Ayer, durante la presentación, basada en los datos sobre períodos de crecimiento de la actividad, en los que también hubo un incremento del salario [ver gráfico], Olesker afirmó que además “la creencia de que el aumento de salario produce un incremento de desempleo es falsa”, ya que “cuando este aumentó, las tasas de desempleo mostraban una tendencia decreciente; y lo mismo a la inversa”.

El capítulo que trata sobre el salario mínimo nacional se centra en la razón de su existencia y en cómo revertir la “desaceleración” de su crecimiento en los últimos años. Creado por el Poder Ejecutivo en 1969 para establecer un piso en el ingreso percibido por los trabajadores, no siempre fue funcional. De hecho, en cierto momento sirvió para contener el gasto fiscal a raíz de su vínculo exclusivo con prestaciones y gastos del sector público mediante la Base de Prestaciones y Contribuciones. En 2005 se rompieron estos encadenamientos, consolidando una nueva fase en la que hay un crecimiento de 150% en el primer quinquenio. Si bien en el segundo período del Frente Amplio al gobierno el indicador siguió creciendo, el Cuesta Duarte nota a partir de 2012 un “proceso de desaceleración”, lo que, sostienen, responde al “proceso de estancamiento que muestra el país sobre los avances en materia distributiva”.

Partiendo del rol protagónico que tienen los salarios en los hogares, donde tres cuartos de las familias viven exclusivamente de sus ingresos salariales y/o jubilaciones, el economista Hugo Bai sostuvo que “la política salarial –incluso más que la fiscal– es la más importante para redistribuir la riqueza”. Con el salario mínimo en 13.400 pesos, el instituto afirma que este valor es apenas 21% más alto que la línea de indigencia que mide la canasta básica alimentaria y representa 42% de la línea de pobreza que comprende un conjunto de gastos para vivir dignamente.

En este sentido, la central sindical propone un “nuevo shock” que “permita a una familia ‘tipo’ –dos adultos y un menor– no vivir en la pobreza”. Según Olesker, esto se alcanzaría aumentando el salario mínimo a 16.500, cifra a la que el gobierno prevé llegar recién en enero de 2020.

Un tercer capítulo aborda el vínculo entre la educación y la matriz productiva con el nivel de empleo y los salarios. De lo primero, no es novedad que “existe una relación muy clara que a mayor nivel educativo, mayor nivel de empleo y de salarios así como menores niveles de informalidad”, estableció Olesker. Por otro lado, el economista recordó que un trabajo del instituto del pasado noviembre concluye que “la primarización de la economía había aumentado tanto en cantidad como calidad”. Los cinco principales productos de exportación son la carne, la soja, la celulosa, los lácteos y la lana: “no sólo productos primarios, sino que con contenido tecnológico muy bajo, más allá de los chips en las vacas”, sostuvo. Según afirmó, esto tiene un impacto directo en el empleo, siendo que “los ocupados en estos cinco sectores han decrecido” en los últimos años.

Los últimos capítulos tratan sobre productividad y competitividad. Sobre la primera, se resaltó la falta de información para sacar conclusiones y, en este sentido, se calculó “un aumento de casi 70% en la productividad aparente del trabajo en estos 30 años mientras que el salario real creció poco más de 30%”. Sobre este punto, se prevé que la incorporación de la productividad a la evolución salarial sería “inconveniente”, ya que se trata de un indicador “variable o fluctuante”, y, por otro lado, “estaría legitimando que la distribución entre capital y trabajo es justa y que también el umbral de consumo básico fue superado”, consideró Olesker.

Sobre el componente de competitividad, conviene diferenciar la sistémica de la espuria. La primera se sustenta en la capacidad de una economía para avanzar en su eficiencia y calidad, para diferenciar productos, incorporar innovaciones tecnológicas, mejorar la organización empresarial y los encadenamientos productivos, mientras que la segunda surge de la caída de las ventas, el aumento de la capacidad ociosa, la explotación de recursos naturales abundantes, el aprovechamiento de mano de obra barata o el manejo del tipo de cambio.

Según Olesker, dados los niveles actuales, “aunque quisiéramos competir por salarios, tendrían que ser tan bajos” que no se concebiría como un consenso. Por otro lado, también abordó la influencia del aumento de estos en los precios finales. Tomando como base la industria de elaboración de alimentos –eje de las exportaciones locales–, en la que el peso de los salarios representa en promedio 10% de los costos de producción y a su vez estos pesan otro 10% en el consumo intermedio, “si suponemos que el salario crece 10% por encima de la inflación, esto representa un aumento de sólo 2% en el valor bruto de producción”, ejemplo que según el documento “permite desmitificar parcialmente el rol que cumplen los incrementos salariales en los aumentos de costos”.