No todos los uruguayos que fijan como punto de encuentro el Monumento al Gaucho entienden lo mismo. Los montevideanos se dirigirán a la intersección de las calles 18 de Julio y Barrios Amorín, mientras que los duraznenses irán al cementerio de su capital, ya que al cruzar la calle se ubica el Gaucho, una estatua de bronce que recuerda a un perro.

Si bien es cierto que hoy en día este tipo de homenajes se ha banalizado, al punto tal de que se encuentra un Michael Jackson en el corazón de la favela carioca Santa Martha, que le hayan levantado una escultura a un perro en Durazno tiene sus argumentos sólidos.

Oriundo de la localidad de Villa Carmen, este perro vivía con Facundo Ferro, un peón rural veterano, de esos cuya única compañía es un perro mediano, en este caso cruza con “policía” (pastor alemán). Hasta aquí, nada novedoso.

Pero según la leyenda, el anonimato de dicho perro terminó en la década de 1960, cuando aquel peón solitario tuvo que ser trasladado desde sus pagos al hospital de la ciudad.

El asunto no pasó desapercibido por el amigo canino y, tras ver como su compañero se perdía en la ruta, decidió seguirlo ni más ni menos que unos 52 kilómetros, distancia que separa Villa Carmen de Durazno.

Por motivos obvios, por mucho empeño que tuvo, llegó bastante más tarde a destino que el vehículo y, según cuentan, se lo vio utilizando su recurso más valioso para olfatear el paradero de Facundo. El perro merodeó hasta dar con el paradero de su compañero, el hospital Emilio Penza.

Sin consultar los horarios de visita habilitados, parece que Gaucho se las ingenió para adentrarse en los pasillos hasta lograr ingresar exactamente a la sala donde su amigo se encontraba internado grave. Al parecer, tuvo cómplices y enemigos a la hora de permitir una “compañía especial y permanente” dentro del hospital.

Cada vez que lo invitaban a retirarse, era tal su constancia y la forma en que insistía (mirada apacible, cabeza gacha, movimientos sigilosos) que finalmente logró unanimidad entre el personal de la salud, al punto que dejaban que el perro se alojara bajo la cama de su tenedor todos los días.

Tras la muerte de don Facundo, los relatos coinciden en que el perro hizo notar su desconsuelo aullando e incluso saltando sobre la cama del difunto para lamer constantemente su cara. Pero la cosa no quedó ahí.

Durante el velatorio, Gaucho le hizo el aguante y hasta llegó a recorrer el camino entre la sala velatoria y el cementerio de la ciudad. A partir de allí nació su leyenda.

Un mes y poco después de fallecido el hombre, el perro aún pernoctaba junto a la sepultura y por las mañanas salía a recorrer las calles en busca de alimento. La gente, que conocía su comportamiento en el hospital, alimentaba al animal rutinariamente.

A la noche, cual persona que sale de su casa a laburar y luego vuelve, Gaucho se dirigía al cementerio a descansar junto a su dueño.

La historia fue difundida de forma tal que niños, ancianos y público en general compartían una especie de código ciudadano: a Gaucho no sólo se lo respeta, sino que se lo alimenta y se lo cuida.

Un día, cerca de la plaza Sainz del barrio Verona, vieron el cuerpo del ya veterano perro sin vida a un costado de la calle. La noticia no tardó en apoderarse de la ciudad, y, básicamente, ocurrió lo mismo que le pasa a cualquier hijo de vecino tenedor de una mascota cuando esta muere, pero colectivamente.

Este perro no era de nadie pero pertenecía a todos, y se había convertido en una verdadera figura pública local.

Años después, en 1999, Gaucho recibió su merecido homenaje al inaugurarse una estatua de bronce frente a la necrópolis junto a una placa que dice: “Los duraznenses al Gaucho, por tu inigualable lealtad, por haber sido nuestro, por darnos tu leyenda”.