Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
Los resultados del censo realizado este año confirman un dato muy básico: Uruguay ingresó en una etapa de disminución de su cantidad de habitantes. Deberemos asumir esta realidad, durante un período prolongado, como determinante de nuestra convivencia social. Las reflexiones al respecto recién comienzan, pero puede ser útil plantear algunas ideas iniciales con miras a mejorar.
Quizá lo primero sea no engañarnos con la ilusión de que estamos ante un fenómeno coyuntural y reversible con políticas de fomento de la natalidad. La tendencia es mundial y hay abundante evidencia de que ese tipo de políticas no da resultado en países con recursos muchísimo mayores que los nuestros para establecer incentivos a la reproducción de los seres humanos. En Uruguay, además, la aceleración de la tendencia se vincula, en gran medida, con el aumento en promedio de la expectativa de vida; con una proporción creciente de proyectos de vida que postergan y acotan la natalidad; y con la disminución del embarazo adolescente, más frecuente en la población vulnerable. Si cualquiera de estos fenómenos se revirtiera, nuestros problemas aumentarían en vez de disminuir.
Consideremos las variables sobre las que sí es posible y deseable incidir, empezando por algunas conclusiones muy obvias. El promedio de edad de la población irá en aumento, y por más que se postergue el retiro, la gente que esté en condiciones de trabajar tenderá a disminuir en relación con la que no trabaje. Esto incrementará la presión sobre los sistemas jubilatorio, de cuidados y de salud, entre otros.
Con más personas usuarias y menos aportantes, las alternativas son pocas: o las prestaciones disminuyen, a contramano del aumento de su necesidad, o se encuentra el modo de que los ingresos de esos sistemas aumenten pese a la disminución de la población activa. Esto, a su vez, puede ser posible si quienes trabajan ganan más, aumentando así sus aportes con las tasas actuales, si crece el aporte estatal o si suceden ambas cosas. Pero tengamos presente que, para que el aporte estatal pueda crecer en la etapa en que hemos ingresado, habrá que pensar en que crezca también la generación de riqueza, en que aumenten los impuestos a los grandes capitales o en ambas cosas.
Todo lo antedicho exige una disminución sustancial de la desigualdad, que como sabemos incide muchísimo en la diferencia de resultados educativos. Necesitamos que la decreciente población infantil y adolescente esté en condiciones mucho mejores que las actuales para acceder, cuando crezca, a empleos de calidad: esto implica reducir mucho la pobreza, mejorar mucho la educación y aumentar mucho la oferta de ese tipo de empleos. Las urgencias que afrontaremos durante mucho tiempo son incompatibles con que gran parte de la población activa juvenil siga atrapada en trabajos poco productivos, mal remunerados y con altas tasas de informalidad.
Por último, las posiciones ideológicas y las actitudes políticas de las poblaciones decrecientes y envejecidas tienen por lo general sus particularidades, y esto es un gran desafío, sobre todo, para las organizaciones sociales y políticas progresistas.
Hasta mañana.