Ciencia en primera persona es un espacio abierto para que científicos y científicas reflexionen sobre el mundo y sus particularidades. Los esperamos en [email protected]

La única sensación que recuerdo del día en que me inscribí en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República es el miedo. No era miedo al estudio ni a los exámenes, ni siquiera a la incertidumbre del futuro laboral. Era un miedo más esencial, más íntimo. Como alguien más acostumbrado a surcar los mares con el Capitán Nemo que a situar correctamente los animales en la escala zoológica, desde la inscripción y durante mis primeros años en la Licenciatura en Biología me persiguió el temor a que las explicaciones exactas y el escepticismo desbordante acabara por matar de inanición mi disfrute de lo fantástico. Cada vez con menos tiempo para aquellos largos paseos en el Nautilus y con el agua densa de la academia hasta las rodillas, me aterrorizaba ahogarme y deteriorar cada vez más la capacidad de alcanzar esos mundos de extraordinarios, de perder lo que Julio Cortázar llamaba “el sentimiento de lo fantástico”; eso siempre había sido mi refugio y una fuente de placer.

En aquel momento me parecía un miedo fundado: la ciencia y su famoso método, la aparente obsesión por el mundo frío y árido de los datos y los hechos desnudos, incluso sin querer caer en viejos preconceptos, exuda cierto rechazo a todo lo que parezca fantástico o carente de explicación. Por suerte, al pasar el tiempo, las materias y las experiencias de investigación, me di cuenta de que estaba completamente equivocado. La ciencia, lejos de aplastar lo fantástico, de a poco me dio formas de ampliarlo y armas para defenderlo. Y no me refiero a defender lo fantástico apelando a renovar la capacidad de asombro frente a lo maravilloso de nuestro mundo, como pasa al ver un documental de National Geographic sobre el fondo del mar. Me refiero a lo realmente fantástico, aquello que parece no seguir las leyes de la naturaleza, que suena inconcebible o ajeno a la realidad.

Solía pensar que la ciencia se basaba en recopilar hechos y datos de la manera más objetiva y precisa posible. Pero la ciencia, mucho más dada a la exploración de lugares imposibles y conceptos flexibles de lo que parece, está más interesada en las cosas sin explicación que en todas esas montañas de datos. Los datos son importantes, sí, pero son sólo el medio, la materia prima a trabajar para abordar las preguntas más interesantes. A la ciencia lo que más le llama la atención es lo desconocido, lo que aún no sabemos, y siendo sutiles, encontramos varios tipos de desconocimiento. Por un lado, hay cosas que sabemos que desconocemos: no conocemos la identidad de la materia oscura (a pesar de que se estima que abarca casi 27% del Universo) o el origen exacto de la vida (tenemos algunas ideas, pero no estamos seguros). Pero al mismo tiempo, somos conscientes de otro desconocimiento, algo que quizá nos diferencie del resto de los animales: somos conscientes de que hay cosas que aún no sabemos que desconocemos. Es más fácil mirando hacia atrás. Charles Darwin sabía que desconocía los mecanismos por los cuales la información de los progenitores pasa de generación en generación; pero Charles Darwin no sabía que desconocía la identidad de las bases nitrogenadas del ADN. La composición del ADN no sólo era una pregunta incontestable para Darwin; era una pregunta imposible de ser planteada en el estado del conocimiento de su época. Lo mismo nos pasa a nosotros ahora con vaya a saber qué.

Sabemos que hay cosas que aún no sabemos que desconocemos. Y la ciencia trata de eso, de sacar a la luz las cosas que no sabemos. Por eso es que nos parece un éxito y no un fracaso cuando un descubrimiento que responde una única interrogante da lugar a nuevas preguntas.

Si bien todo esto era interesante, lo consideraba algo demasiado ajeno y abstracto hasta que llegué a las neurociencias. Pasé muchísimas horas forzando a mi cerebro a pensar y absorber información sobre sí mismo. O al menos eso me hizo creer (cito al comediante estadounidense Emo Philips: “Solía pensar que el cerebro era el órgano más maravilloso de mi cuerpo. Luego me di cuenta de quién me estaba diciendo esto”). Es un comentario certero, aunque debo confesar que el mío me terminó por convencer: el cerebro contiene todo lo que somos, nuestro pasado y presente, y aunque no ocupa más lugar que un kilo y medio de yerba, todavía está lleno de misterios y grandes desconocimientos.

¿De qué sirve un cerebro en un frasco?

Dentro del universo del sistema nervioso, los sentidos abren la puerta a lugares fascinantes. Los conocemos desde que usábamos túnica a cuadros, pero no solemos darles la importancia que merecen. Los sentidos son lo único que tenemos para hacernos una idea de lo que sea que está ahí afuera, son lo que nos permite conocer e interactuar con el mundo en que vivimos. Por mucho tiempo, los sentidos definieron nuestra realidad: ver para creer. Pero somos bichos curiosos, y al aprender más sobre nuestros sentidos, vino aparejado otro conocimiento: nos dimos cuenta de que hay cosas que están pasando fuera del alcance de nuestra maquinaria sensorial. Somos bastante buenos en captar y transformar la radiación electromagnética dentro de cierta longitud de onda que rebota por ahí, lo que le llamamos “ver”, pero hay grandes secciones del espectro electromagnético que no podemos detectar con nuestros ojos, como las ondas ultravioletas o infrarrojas. Lo mismo va para el oído: percibimos las ondas generadas por diminutas variaciones en la presión del aire, siempre y cuando tengan una frecuencia aproximada entre 20 y 20.000 Hertz. Nuestra concepción del mundo sería muy diferente si nuestros sentidos hubieran seguido otro camino evolutivo. Otros animales, equipados con un juego diferente de células sensoriales, perciben el mundo de forma diferente. Delfines que se comunican y orientan con ultrasonido, peces que usan campos eléctricos para percibir su ambiente, serpientes que captan las radiaciones infrarrojas, y cientos de ejemplos más.

Pero no nos gusta quedarnos con la espina; queremos captar todo lo que podamos de nuestra realidad, y encontramos maneras de superar algunos de los límites de nuestros sentidos. Armamos microscopios y telescopios. Logramos captar la radiación infrarroja y plasmarla de forma que podamos verla. Podemos detectar el ultrasonido y pasarlo a una frecuencia audible, y detectar ballenas, delfines, murciélagos, y objetos en el fondo del mar. Y aunque no las percibimos, aprendimos a usar muchísimas longitudes de onda del espectro electromagnético mediante aparatos como la televisión, los celulares y la radio.

Vivimos en paz sabiendo que nuestra percepción está ceñida por los límites de nuestros sentidos. Al aceptar esta realidad, es justo pensar que así como hay fuerzas más allá de nuestro aparato sensorial, puede haber perspectivas que estén más allá de la concepción de nuestro aparato mental. Cosas que simplemente no somos capaces de concebir o de comprender, al menos todavía, limitados por la biología y la evolución de nuestro cerebro. Este hilo de pensamiento es cercano a lo que se conoce como “cognitivismo copernicano”, propuesto por el filósofo de la ciencia Nicholas Rescher. La Revolución Copernicana nos mostró que no hay nada de privilegiado en nuestra posición en el espacio: no somos el centro del universo. Entonces quizá tampoco haya nada de privilegiado en nuestras propiedades cognitivas. Es una idea simple, algo incómoda, y ni de cerca nueva. Ya en 1927 hablaba de todo esto el biólogo y filósofo John Haldane: “No tengo dudas de que en realidad el futuro será mucho más sorprendente que cualquier cosa que pueda imaginar. Ahora mi sospecha es que el universo no sólo es más extraño de lo que suponemos, sino más extraño de lo que podemos suponer”.

Un universo impensable

Un ejemplo muy utilizado cuando se habla de estas cosas es el de Planilandia, novela escrita por Edwin Abbott en 1884. Planilandia es una ciudad como cualquier otra, pero en dos dimensiones. Sus habitantes, figuras geométricas varias (cuadrados, triángulos, hexágonos y demás), tratan como nosotros de llevar su vida lo mejor que pueden. Un día, un cuadrado se conmociona cuando aparece de la nada un pequeño círculo que empieza a agrandarse y, luego de cierto punto, a achicarse. El fenómeno es inexplicable dentro de las leyes de Planilandia, y más tarde este círculo se revela como algo nuevo: una esfera que atraviesa el plano en donde existe Planilandia. La esfera se presenta frente al cuadrado e intenta explicarle la tercera dimensión, pero el cuadrado no puede hacerse la idea, es incapaz de asimilar una alteración tan radical de las leyes naturales de su mundo. La esfera, exasperada, decide mostrarle la tercera dimensión y se lleva al cuadrado fuera de Planilandia. Al cuadrado le vuela la cabeza. Puede ver toda su ciudad desde arriba, e incluso el interior de sus conocidos, no sólo su contorno. Su universo se expande de repente y se da cuenta de que su mundo no es más que una pequeña parte de todo lo que existe. Entusiasmado, el cuadrado le pregunta a la esfera por otras dimensiones. Si hay más de dos, ¿por qué no cuatro, cinco, o cien? A la esfera le parece un planteo absurdo y no se lo toma bien. Más de dos dimensiones, obvio, ¿pero más de tres? El concepto es impensable para la esfera. El asunto continúa, pero no es necesario seguir espoileando la novela.

Estas ideas, de base materialista y biologicista, nos recuerdan nuestras limitaciones como seres vivos comunes que somos, nos recuerdan la existencia de lo desconocido, y en ese proceso, nos dejan espacio para lo fantástico. Louis Pauwels y Jacques Bergier, grandes promotores del realismo fantástico, insistían en que lo fantástico debe ser arrancado de la tierra, de la realidad. Para ellos, mucho de lo fantástico que se entiende como una violación de las leyes naturales o la aparición de lo imposible no es otra cosa que la manifestación de algo que aún no podemos comprender por nuestras propias limitaciones y los distintos filtros y prejuicios que vamos incorporando en nuestro desarrollo. En sus libros, halagados y criticados por igual, instan a hacer un esfuerzo por considerar cada hecho como nuevo y no desdeñar de primera aquello que parece fuera de la norma como algo absurdo, pues no sabemos que nos va a revelar el conocimiento futuro.

Me parece un ejercicio interesante (y fundamental para cualquier tipo de científico) reconocer los abismos de desconocimiento que nos rodean, así como el sesgo implícito de las descripciones que podemos hacer del universo y su funcionamiento. Esto no significa que la ciencia sea un esfuerzo inútil, sino todo lo contrario. La ciencia es una de las mejores herramientas que tenemos, al menos por ahora, para aprender de todo lo que somos y nos rodea. Quizá, en vez de tanta palabra, hubiese sido mejor sólo reproducir la frase del astrónomo Martin Rees, muchas veces erróneamente atribuida a Carl Sagan: “La ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia”. Debería estar colgada en todos los laboratorios del mundo.

La idea de aceptar limitaciones cognitivas para comprender el mundo, o peor, aceptar que quizá haya cosas que nunca seremos capaces de comprender, puede parecer a primera vista algo deprimente o desilusionante. Pero pasada esa etapa inicial de angustia, vemos que es al revés, que es una visión amplia y sumamente emocionante. Vamos a seguir igual de bien, vamos a investigar y avanzar sobre las cosas que desconocemos, y mientras tanto, conscientes de nuestras propias limitaciones, en ese desconocido todo es posible. Ninguna hipótesis, estado, mundo, poder o criatura es a priori demasiado absurda o fantástica. En ese desconocimiento lo fantástico podría empezar a manejarse en términos de probabilidad. Así que los invito a que, de manera consciente y racional, se sumerjan en los enormes desconocidos aún fuera de nuestro alcance y disfruten las geniales posibilidades de lo fantástico.

José Pedro Prieto es investigador del Departamento de Neurofarmacología Experimental del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable.

Para leer más (y mejor)

Stuart Firestein. Ignorance, how it Drives Science. Oxford University Press, 2012. Un libro excelente con efectos de apertura mental inmediatos, que reivindica la importancia de la ignorancia y las preguntas para el desarrollo de la ciencia. Con varios ejemplos e historias de diferentes investigadores, el libro habla de los límites, las incertidumbres y las potencialidades de la ciencia. Me llegó de casualidad por un amigo, y ahora creo que debería ser obligatorio para todos los estudiantes de ciencias, en cualquiera de sus disciplinas.
Nicholas Rescher. The Limits of Science. University of Pittsburg Press, 1999. Un análisis profundo de las potencialidades y límites de la ciencia, que aborda grandes preguntas, como si se alcanzarán algún día las metas finales de la ciencia o si es posible alcanzar respuestas definitivas. Un libro de filosofía de la ciencia suena a dolor de cabeza, pero sorprende lo disfrutable que llega a ser su lectura. Los profesores y estudiantes de filosofía y ciencias deberíamos entremezclarnos más seguido.
Louis Pauwels y Jacques Bergier. El retorno de los brujos. Plaza & Janés Editores, 1970. La rebelión de los brujos. Plaza & Janés Editores, 1975. En estos libros, que suelen estar en la sección de esotéricos, los autores defienden, mediante muchísimos ejemplos analizados concienzudamente, que varias de las cosas que descartamos por fantásticas, analizadas sin prejuicios y con una mentalidad abierta, nos pueden sorprender como hechos novedosos. Son un llamado a revisar nuestros hábitos intelectuales y preconceptos. La máxima que guía a los autores y a los textos es la siguiente: “No lo creemos todo, pero creemos que todo debe ser examinado”, por lo que en sus libros se encuentran cosas de todo tipo, y está en cada uno quedarse con lo que más le sirve.
Edwin Abott. Flatland: a Romance of Many Dimensions. Publicada en 1884, tiene montones de ediciones en varios idiomas, incluido el español. Sumamente recomendable.
Martin Schwartz. The Importance of Stupidity in Scientific Research. Journal of Cell Science 121:1771, 2008. Este ensayo, cortito, incita a los estudiantes a ser “productivamente estúpidos”, refiriéndose a la importancia de enfrentarnos a lo que desconocemos y aceptar nuestro desconocimiento para avanzar en ciencia y hacer las preguntas apropiadas.