Cuando la madre del mastozoólogo Enrique González le comentó a una vecina que su hijo estaba estudiando el contenido estomacal de un tamanduá (Tamandua tetradactyla), la primera reacción de la señora fue preguntar extrañada qué importancia podía tener eso.

La situación, vista desde una perspectiva ajena al trabajo científico, podía ciertamente despertar perplejidad. Más aún si se conocían los detalles del procedimiento. González, que es encargado del Departamento de Mamíferos del Museo Nacional de Historia Natural (MNHN), se pasó una semana separando pacientemente, una a una, las miles de hormigas que contenía el estómago de un ejemplar de este animal, también conocido como oso hormiguero chico. ¿Valía la pena tomarse todo ese trabajo en una actividad casi idéntica a la del refrán rioplatense que define justamente la pérdida de tiempo, “descular hormigas”?

“Me quedé pensando en qué podría responder yo a la vecina”, cuenta González. ”Tendría que empezar por explicar que la huella ambiental que está dejando el ser humano en el planeta es tan grande que el conocimiento básico de la diversidad biológica es importante para conocer los procesos ecológicos que hacen funcionar el sistema planetario”, ensaya en la respuesta que finalmente nunca dio.

De la pregunta, sin embargo, parecía deducirse otro subtexto. “El ser humano es antropocéntrico. Por ejemplo, los llamados ‘servicios ecosistémicos’ se conciben como aquellos que nos da la naturaleza a los humanos, como si la naturaleza no tuviera derecho a existir per se. La ciencia básica nos ayuda a entender el sistema global de alta complejidad que representa el planeta, donde está ocurriendo una interacción profunda entre nuestra especie y otras variables, que ha dado lugar en las últimas décadas al afianzamiento del concepto de un gran sistema socioecológico”, prosigue González.

Como su nombre indica, los sistemas socioecológicos son aquellos en los que interactúan (y se condicionan) componentes ecológicos y también sociales, económicos, políticos y culturales. “Como en la serie de divulgación científica Relaciones [BBC, 1978], resulta que todo está conectado”, apunta González. Y en ese contexto, una información tan específica como saber lo que come un tamanduá puede ser mucho más reveladora de lo que aparenta y “servir para algo”.

Dicen las lenguas largas

Conocer el contenido estomacal de un ejemplar de la única especie de oso hormiguero que vive en Uruguay puede parecer entonces un dato menor, pero es todo un avance si consideramos lo poco que sabemos de ella en el país. Hasta hace unas cuantas décadas ni siquiera se sabía que se encontraba en nuestro territorio. Recién en 1972 se produjo el primer registro formal en Uruguay, gracias a un ejemplar capturado en Cerro Largo y reportado por Alfredo Ximénez.

Sin embargo, el tamanduá es un habitante antiguo del continente, que según algunos científicos podría incluso haber surgido en las tierras que hoy ocupa Uruguay. Lleva ya entre nueve y 12 millones de años en el planeta, desde que sus ancestros divergieron del antepasado en común que tiene con el actual oso hormiguero grande (Myrmecophaga tridactyla), con el que comparte los mismos gustos culinarios. Lo mismo ocurre con el oso hormiguero pigmeo, Cyclopes didactylus, el otro integrante de la familia (el cuarto si consideramos también la subespecie de tamanduá de América Central, Tamandua mexicana). La evolución los adaptó notablemente para la dieta tan especializada que los caracteriza. No en vano se encuentran dentro del suborden de los Vermilingua, que significa “lengua en forma de gusano”, una herramienta viscosa y utilísima para atrapar hormigas y termitas.

En los últimos 20 años aumentaron notablemente los registros de la especie en el país, pero no es claro aún si esto se debe a que su distribución se está expandiendo hacia el sur (como podría estar pasando también con otras especies) o porque los que expandieron notablemente su distribución fueron los celulares con cámara, hoy en mano de cualquier persona en todas partes del país.

Que aparezca (o que lo veamos) con más frecuencia no significa que tenga ahora mejores condiciones en el país que las que tenía antes. En Uruguay es considerada una especie “amenazada”, prioritaria para la conservación y para el diseño del Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP), como el propio González señala en el libro Mamíferos del Uruguay, coescrito junto al biólogo Juan Andrés Martínez-Lanfranco.

Si bien la caza es una de las principales amenazas a lo largo de toda su distribución, en algunos sitios (como en Uruguay) son también víctimas del atropellamiento en rutas y del ataque de perros. Fue justamente un episodio desgraciado de este tipo lo que permitió que González pudiera dedicarse a contar una a una las hormigas del estómago de un tamanduá recientemente muerto.

Una desgracia, una oportunidad

El 8 de julio de 2021, un grupo de personas que se encontraba en el establecimiento Servicio Aeroagrícola de Río Branco (Cerro Largo), notó que varios perros atacaban a un animal. Cuando llegaron hasta el lugar descubrieron a un tamanduá hembra. O más bien lo que quedaba del animal después de que lo atacaran los perros. Enviaron al animal lo más rápido posible a Socobioma, organización de Maldonado que se dedica al rescate de fauna autóctona, pero las heridas resultaron ser demasiado graves. El tamanduá llegó muerto.

La desgracia de este ataque, recurrente en el caso de los tamanduás en nuestro país, no se evitó, pero esta vez la víctima del episodio donó su cuerpo a la ciencia. Gracias a la intermediación de Alejandro Fallabrino, fundador de la organización Karumbé, dedicada entre otras cosas al rescate y estudio de tortugas, el animal hizo muy pronto su segundo viaje, esta vez en encomienda a Tres Cruces para ser recogido por Enrique González.

“Contar con un tamanduá recientemente muerto en la naturaleza, con el estómago totalmente lleno de hormigas, es una ocasión singular que nos brinda una oportunidad muy interesante para estudiar el contenido estomacal”, explica González. Se trataba además de un procedimiento inédito para Uruguay y con pocos antecedentes en la región.

Para el trabajo unió fuerzas con uno de los mayores especialistas en hormigas de Uruguay, el entomólogo Martín Bollazzi, de la Facultad de Agronomía, y algunos colaboradores familiares con la paciencia suficiente para pasarse varios días separando hormigas del contenido viscoso del estómago del animal.

Lo de “paciencia” no es exageración. Tras desparramar el contenido en una bandeja, comenzaron a individualizar las hormigas y clasificarlas en forma primaria. Por ejemplo, colocando juntas las hormigas negras grandes, las negras chicas, las coloradas chicas, etcétera. No fue una tarea fácil.

Por ejemplo, entre los jugos y viscosidades del estómago las hormigas coloradas eran muy difíciles de ver (y también de tomar con las pequeñas pinzas que usaban). Las dividieron por “morfoespecies” o “tipos diferentes” y luego las enviaron a Bollazzi, que tuvo la ardua tarea de identificarlas taxonómicamente.

González presentó los resultados preliminares del trabajo en el VI Congreso Uruguayo de Zoología, realizado en diciembre de 2021. Se identificaron en total 6.488 hormigas: 4.810 ejemplares de Camponotus punctulatus, tanto obreras como sexuados alados, machos y hembras; 474 individuos de Camponotus rufipes; 1.194 ejemplares de especies de los géneros Solenopsis y Pheidole; y algunos especímenes de Acromyrmex, conocida como hormiga cortadora.

En el trabajo, González y Bollazzi recuerdan que Camponotus (hormigas negras) y Solenopsis (coloradas) construyen nidos a nivel del suelo de fácil acceso. “Que hayan aparecido individuos alados evidencia que fueron consumidos en un nido, ya que después de los vuelos nupciales los sexuados pierden las alas”, indican.

Además agregan que “la diversidad de especies refuerza la idea de que el tamanduá se alimenta poco tiempo en cada sitio”. Podríamos decir entonces que el oso hormiguero nos da una buena lección de sustentabilidad de recursos. En vez de arrasar con todo el contenido de un nido y eliminar la colonia, toma un poco de cada uno y se asegura el sustento sin comprometer la supervivencia de las poblaciones de las que se alimenta.

Para González, es especialmente importante conocer los hábitos alimenticios del tamanduá a nivel local porque “las relaciones ecológicas no son necesariamente extrapolables”. Si bien existen otros estudios (aunque escasos) sobre la dieta del tamanduá en la región, Uruguay representa el límite sur de su distribución y posee ecosistemas distintos de los de regiones relativamente cercanas. Un trabajo de 2016 realizado en Argentina, por ejemplo, que analizó la alimentación de ejemplares de Misiones, Chaco y Formosa, muestra similitudes en parte de la dieta con el individuo estudiado por González (aparecen los géneros Camponotus y Solenopsis) pero también gran cantidad de hormigas arborícolas, a las que esta especie accede por su capacidad para trepar árboles. “Por eso es importante el estudio local de los problemas ecológicos”, vuelve a enfatizar.

Enrique González con un tamanduá.

Enrique González con un tamanduá.

Foto: Federico Gutiérrez

¿Otra vez el mismo plato?

El tamanduá hace un uso sustentable de recursos, pero es por lo menos curioso que repita siempre el mismo plato. “El grupo de los Vermilingua es uno de los más altamente estenófagos (expresión que viene de los vocablos ‘estrecho’ y ‘comer’ en griego), que significa que tiene una dieta muy especializada. Básicamente se alimenta de insectos sociales, casi exclusivamente hormigas y termitas. Es como una locura en el mundo de los mamíferos que un bicho sea tan especializado”, dice González.

Por un lado, puede parecer “inconveniente desde el punto de vista evolutivo” que un animal se especialice tanto y quede prácticamente a merced de la disponibilidad de un solo tipo de comida, reflexiona el mastozoólogo. Sobran ejemplos de animales que hoy sufren problemas de conservación por su dieta altamente especializada (un caso emblemático es el oso panda y su subsistencia a base de caña de bambú), pero no podemos pedirle a la evolución que arregle el desajuste de hábitats provocado por la acción humana en unos pocos cientos de años.

Por el otro, señala González, también puede ser una buena estrategia evolutiva especializarse en un recurso tan abundante. “A quien se alimenta de hormigas o mosquitos no le va a faltar la comida nunca”, dice González, particularmente impresionado por su abundancia, como ocurriría con cualquiera que se pase una semana separando 6.488 hormigas del estómago de un tamanduá.

Entonces, ratificar que en Uruguay la dieta de estos animales se compone casi exclusivamente de hormigas y termitas, y que además tiene la costumbre de comer de muchos lugares distintos, adquiere una importancia que va más allá de las anécdotas culinarias.

Ahí viene la plaga

La abundancia de hormigas puede ser una ventaja para el tamanduá pero es un problema para los sistemas agroforestales. A diversas especies se las considera plagas, ya que pueden provocar pérdidas severas en los primeros estadios de las plantaciones.

Uno de los métodos más extendidos para controlar las poblaciones de hormigas es el uso de cebos tóxicos (aunque también se aplican insecticidas en diferentes formatos), que sin embargo han mostrado problemas de eficacia con algunos géneros de hormigas cortadoras. Esta falta de eficiencia se traduce en una mayor aplicación del producto con resultados no ideales.

En búsqueda de un mayor control usando menos insecticidas, la Sociedad de Productores Forestales realizó hace poco una investigación que tuvo al propio Bollazzi como consultor. Se estudió la dosis de cebo y la dispersión de los hormigueros, entre otros factores, durante la aplicación de Fipronil (insecticida de amplio espectro) para maximizar en lo posible la eficiencia del uso de químicos.

Que se hagan estudios para minimizar el uso de los insecticidas en esta industria es necesario y bienvenido, pero González deja también de manifiesto la necesidad de analizar qué efectos está teniendo sobre esta y otras especies mirmecófagas (que se alimentan de hormigas) el uso de productos químicos. “No sólo reduce las fuentes de alimento, sino que al consumir hormigas envenenadas los depredadores se transforman en bioacumuladores de toxinas; no sabemos cómo podría estar afectando eso a su población”, señala.

El investigador aclara que por el momento no hay evidencia de que el tamanduá, la mulita, el tatú u otros mirmecófagos estén muriendo por la aplicación de hormiguicidas, pero no es raro que no haya evidencia cuando no hay investigación al respecto. De hecho, “es muy probable que donde se aplican venenos esos animales se estén viendo afectados”, dice.

“Diría que el sistema político, institucional, científico y el subsistema productivo que representan las forestales deberían ocuparse de hacer estudios concretos acerca del efecto ambiental de su aplicación en la fauna en general. Hay que ver qué es lo que provoca en las especies, y probablemente también en los cuerpos de agua donde la lluvia puede hacer que el veneno para hormigas se acumule”, dice. “Las forestales necesitan insecticidas, sin duda. La cuestión es ver su efecto en la biota y las aguas, y tomar medidas para mitigarlo”.

De esta forma volvemos al comienzo y a la interconexión de hechos aparentemente tan distintos en nuestros sistemas socioecológicos. “El tamanduá nos lleva a pensar en temas mucho mayores de impacto ambiental, de cuestiones que se desarrollan en Uruguay y que se van a desarrollar con más intensidad, y en ese contexto no es menor el tema de la forestación y su efecto en la fauna”, considera González.

En este caso, el tamanduá, “por su alimentación altamente especializada, puede ser un buen indicador ambiental en relación a las aplicaciones de hormiguicidas de forestales, igual que la mulita; son dos candidatos a ser estudiados en este marco”.

La desventaja del tamanduá en este sentido es que aparece en baja densidad, a diferencia de la mulita, y a priori un animal raro no sería un buen indicador ambiental. La ventaja que posee es que su dieta es mucho más especializada que la de la mulita, que no sólo come hormigas.

Sólo sé que sé muy poco

Más allá de las implicancias en la aplicación de insecticidas, el estudio de la dieta del tamanduá es también un aporte a nuestro conocimiento de la zoología básica, como dice Enrique González. “Estos datos son lo único que se conoce de la dieta de la especie en Uruguay, y es más importante tener información ecológica sobre un mamífero que se encuentra en cierto peligro de extinción que sobre otras especies mucho más comunes”, acota.

Aunque la distribución espacial y la cantidad de registros del tamanduá aumentaron en Uruguay, sigue siendo una especie con problemas de conservación. Incluso si, para ponernos en modo griego, admitimos que lo que sabemos es que sabemos muy poco.

“Ese poco que sabemos fue tomado en cuenta en el taller que se realizó en marzo de 2022 para elaborar la Lista Roja de Mamíferos del Uruguay, que se basa en las categorías propuestas por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza [UICN]”, señala González. Sobre esa base, la comunidad mastozoológica decidió colocar al tamanduá en la categoría NT (Near Threatened, Casi Amenazada), que más que reflejar con precisión la realidad de la especie en el país refleja el punto de vista de sus investigadores de acuerdo a la información de la que disponen.

En este caso, los datos de mascotismo (se asume que varios de los registros en localidades inéditas se deben a liberación de ejemplares), la “reducción de la calidad de hábitat por la intensificación productiva” y los ataques de perros, entre otros factores, satisfacen varios de los criterios considerados por la UICN para incluirlo en esa categoría, según las primeras conclusiones del taller.

¿Qué necesitamos para saber más sobre su estado de conservación? En un mundo ideal, muchas cosas. Por ejemplo, estudiar las interacciones con actividades productivas (como el citado caso del impacto de hormiguicidas), colocar radiocollares a algunos ejemplares para conocer los movimientos de la especie e investigar datos sanitarios (como comprobar si se ven afectados por parásitos y patógenos del ganado y otros animales domésticos).

Otra herramienta útil sería elaborar y aplicar planes de acción para la especie (documentos técnicos con metodologías estandarizadas desarrolladas por la UICN y objetivos a cumplir, con participación del gobierno y la academia). Incluso si no sirvieran para cambiar la realidad del tamanduá, estos planes de acción dejarían en evidencia al menos “cuánto nos apartamos de lo que dijimos que íbamos a hacer”, apunta González, que sabe bien que los planes en materia de conservación de la fauna en nuestro país suelen quedar archivados en un cajón.

En un trabajo realizado hace casi diez años, que revisaba la distribución actual y potencial del tatú de rabo molle y el tamanduá, Enrique González concluía, junto a los coautores Alejandro Fallabrino, Felipe Montenegro, Daniel Hernández y Hugo Coitiño, que “la fragmentación de sus poblaciones, junto con la ausencia de corredores biológicos, cambios en el uso del suelo y su escasa presencia dentro de áreas del SNAP hacen dudar respecto de su futuro”.

Pasado este tiempo, González lo sostiene. “Indudablemente el futuro de la especie está en entredicho. Su situación seguirá en una nebulosa, como ocurre con el puma o el aguará guazú, en la medida en que no exista trabajo de campo”, aclara. Parece que se hubiera convertido en una suerte de tamanduá de Schrödinger, que está en peligro y no está en peligro al mismo tiempo, pero se enfrenta a amenazas reales y comprobables. Saber con exactitud qué hay en su estómago parece un hecho menor, pero es un paso necesario para disipar la bruma de nuestra ignorancia sobre uno de los habitantes más curiosos de nuestras tierras.