Año 2011. Un grupo de investigadores del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE) se interna en el majestuoso Parque Nacional Esteros de Farrapos e Islas del río Uruguay. Se trata de un área protegida ubicada sobre ese río, entre San Javier y Nuevo Berlín, en la que aún puede encontrarse una gran diversidad de formas de vida.
Los investigadores, con indumentaria adecuada, se adentran en sus humedales, islas, arenales y montes. Podrían detenerse ante la presencia de un dragón, un ave en peligro de extinción de nuestro país, que pavonea su intenso plumaje amarillo para ellos. Si bien le dedican un par de miradas, siguen de largo. No buscan al elusivo aguará guazú que se ha visto en la zona, ni se detienen ante tortugas, ranas y reptiles, ni ante ninguna de las otras 103 especies de aves o los 14 mamíferos que se han registrado en el área.
Avanzando extasiados, tampoco buscan peces ni se distraen ante la diversidad de mariposas. No los entretienen ni los algarrobos ni los sarandíes blancos, ni los tientan las sabrosas frutas de guayabos y pitangas. De pronto sus ojos se abren enormemente. Allí, en el suelo del arenal, hay una planta no muy llamativa. Se trata de un maní nativo, una leguminosa de la especie Arachis villosa. Saltan como si se hubieran cruzado con un jaguar.
Con cuidado la desprenden del suelo. Toman notas, rellenan etiquetas. Sin embargo, no es su flor amarilla la que los entusiasma. Ni siquiera los maníes que estaban bajo tierra. Allí, en sus raíces, hay unas protuberancias. Ellos las llaman nódulos. Están formados por una comunidad de bacterias, entre ellas las que se denominan rizobios. Allí, en los nódulos, se da una hermosa simbiosis entre planta y bacterias. Mientras la planta provee a los rizobios de todo lo que necesitan para prosperar, estos, a cambio, ayudan a que la leguminosa obtenga el nitrógeno atmosférico transformándolo en compuestos que la planta fija para crecer. Estas bacterias hacen tan bien su trabajo que se estima que, de los 150 millones de toneladas de nitrógeno que se fijan al año mediante procesos biológicos, 55 millones de toneladas se deben a rizobios asociados a leguminosas.
Compartiendo la pasión por la conservación que podría tener una protectora de osos pandas, ballenas, koalas o de muchos animales carismáticos, estos investigadores del Departamento de Bioquímica y Genómica Microbianas (Biogem) ponen sus ojos en aquello que no se ve a simple vista. Es que entre los objetivos de este grupo de investigación está “contribuir a la preservación de nuestros recursos nativos mediante la generación de conocimiento sobre la diversidad microbiana presente en los suelos de nuestro territorio”. Si alguien se dedicara a vender remeras con estampados que recen “¡Salven a las bacterias!”, seguro acá tendría unos cuantos clientes. Pero tal vez todos deberíamos también ponernos esa camiseta.
Lejos de la simpatía que despiertan los osos panda, las bacterias, y otros microorganismos, también padecen la pérdida de biodiversidad masiva que está impulsando el ser humano. Ellas también entran en la bolsa de lo que se ha denominado la sexta extinción masiva que está aconteciendo ante nuestras narices. Y vaya si su rol es importante: los microorganismos son los grandes recicladores de materia y energía. Sin su presencia nuestros cuerpos no funcionarían. Y, además, gracias a ellos hemos desarrollado múltiples compuestos, como el primer antibiótico, la penicilina.
El asunto es que conocemos apenas una pequeña parte de los microorganismos que viven en este planeta. Y, paradójicamente, mientras por un lado avasallamos los ecosistemas, algunos microorganismos podrían ayudarnos a producir de forma más sustentable para así frenar la pérdida de biodiversidad. Eso, claro, si los descubrimos y comprendemos antes de que los borremos del mapa.
Por ello los investigadores se internaban en Farrapos en 2011 buscando conocer más sobre la microdiversisdad nativa. Y ahora, tras un fructífero trabajo de investigación que involucró a varias instituciones, les llegó el premio. Entre las múltiples muestras que trajeron de Farrapos había una especie nueva de bacteria. Como si fuera poco, esa bacteria podría ayudarnos a parar la mano con el abuso de pesticidas agropecuarios, ya que demostró tener una notable actividad antifúngica.
La buena noticia fue comunicada en dos artículos publicados en enero y marzo de este año. En el primero se detalla la actividad de amplio espectro contra hongos patógenos de lo que hasta ese momento era una cepa –la UY79– de una bacteria del género Paenibacillus aislada de maní nativo. En el segundo se describe a la nueva especie y se la bautiza Paenibacillus farraposensis.
Así que bajo el lema “Salvemos a las bacterias” y con la esperanza de que tal vez ellas nos ayuden a salvarnos a nosotros mismos, partimos hacia el Clemente Estable para encontrarnos con los primeros autores de ambos trabajos.
Parándose en muestras de gigantes
Para la publicación de ambos artículos participaron investigadores e investigadoras de varias instituciones. Además del ya mencionado Biogem del IIBCE, hicieron sus aportes colegas del Laboratorio de Ecología Microbiana Medioambiental de la Facultad de Química, del Laboratorio de Microbiología y de la Sección Micología de la Facultad de Ciencias, del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) e incluso de la Universidad de Berna, de República Checa, y de la Universidad de Viena, de Austria.
Ahora, en el Clemente Estable, esperan Diego Roldán, quien como un campeón que unificó títulos representa a laboratorios y departamentos tanto del IIBCE como de las facultades de Química y Ciencias, ambas de la Universidad de la República, y Andrés Costa, del Biogem. Si Newton se paró en hombros de gigantes, Diego, Andrés y sus colegas lo hicieron en las muestras que se hicieron hace ya más de una década.
“Dentro del Departamento de Bioquímica y Genómica Microbianas una de las líneas de investigación busca generar conocimiento y tratar de preservar el acervo genético del país”, dice Costa reconociendo que la ciencia, como los bebés, no viene de un repollo. Aunque, bueno, en este caso un poco vino, sí, de un maní nativo. “Se busca relevar la diversidad microbiana incluyendo todo lo que viene con ella, es decir, todas las capacidades metabólicas y génicas que tienen los microorganismos, muchos de los cuales todavía desconocemos”, complementa Roldán.
“El proyecto que buscaba conocer la diversidad de microorganismos de Esteros de Farrapos siguió avanzando y se convirtió en parte de un proyecto que también tiene como objetivo buscar qué microorganismos nativos tenemos que puedan ser útiles para la agronomía o que sean capaces de ayudar a producir menos gases de efecto invernadero”, agrega Roldán.
La bacteria que ahora estelariza las dos publicaciones científicas, sin embargo, no estaba en el suelo de Farrapos. O, mejor dicho, tal vez sí estaba, pero ellos la encontraron y aislaron en los nódulos de la planta de maní nativo Arachis villosa.
“El foco de esta línea de investigación también está en la relación que establecen los rizobios con las leguminosas”, dice Costa. “Esa simbiosis es importante porque en los nódulos sucede la fijación biológica del nitrógeno”, sostiene. “Lo que es Venom para Tom Hardy es el rizobio para la planta”, dice Roldán. ¿Qué se pensaron, que a los científicos no les gustan los cómics y las películas de superhéroes?
¿Por qué es importante esta nodulación que le permite a la planta obtener más nitrógeno? Porque el nitrógeno es necesario para que la planta crezca. Y si no lo absorbe por esta vía, habría que aplicar fertilizantes nitrogenados que no sólo cuestan dinero, sino que además pueden terminar yendo a parar a cursos de agua y otros ambientes. Ya conocemos el costo de eso.
“En aquella salida de campo no fueron a buscar esta bacteria, sino rizobios”, dice Costa. “Y ahí hay algo interesante. Había un paradigma que decía que lo único que estaba dentro de los nódulos eran los rizobios. Con la llegada y avance de las tecnologías de secuenciación hoy se sabe que no es así; hay más cosas en los nódulos”, explica justificando que nadie iría a buscar en un nódulo algo que se supone no estaba allí. “Encontraron 38 especies de 30 géneros de leguminosas. Y en varios de los nódulos de esas leguminosas encontraron bacterias del género Paenibacillus, lo que les llamó la atención”, recalca.
Roldán se suma: “Ahí es cuando empieza a picar la curiosidad. Si están en los nódulos uno quiere saber cuál es su propósito al asociarse con estas plantas. De ahí parte la intención de hacer los aislamientos, estudiar estas bacterias, ver qué géneros o qué especies podrían llegar a ser, si se parecen a especies de otros lugares del mundo o si son exclusivas del país”. Ambas cosas, saber qué hacen y quiénes son, fue lo que los tuvo ocupados desde 2019 en adelante.
Identifíquese
Luego de haber encontrado y aislado estas bacterias del género Paenibacillus –léase penibacilus, que vendría a ser algo así como casi bastones o casi Bacillus (otras bacterias que se denominan así porque a alguien le hicieron acordar a bastones)– el proyecto quedó en pausa. Elena Fabiano, encargada del departamento, había indagado en la literatura científica sobre este tipo de bacterias y la cosa era prometedora.
“A raíz de dos cursos que había hecho, uno en el Laboratorio de Micología instalado en la Facultad de Ingeniería, y otro en el IIBCE sobre bacterias antárticas, un día me llega un mensaje preguntándome si tenía interés en empezar a hacer algo con esta cepa de Paenibacillus, que ya sabían que tenía cierto potencial”, rememora Costa.
“Tenían nueve cepas de Paenibacillus que se parecían a Paenibacillus polymyxa. Es una especie que está muy estudiada y que se caracteriza por ser promotora de crecimiento vegetal y por controlar patógenos de plantas. La idea entonces era profundizar en eso”, dice Costa, que obviamente contestó afirmativamente el mail y pasó a formar parte del equipo.
“Me dediqué entonces a hacer la caracterización de su espectro antagonista de hongos fitopatógenos y oomicetes, que son otros organismos, visualmente parecidos a hongos, que también afectan a las plantas”, prosigue. Pero a medida que avanzaban, el proyecto iba cambiando. “En un momento vimos que sería interesante secuenciar el genoma porque los resultados ante hongos patógenos eran prometedores”, dice. Ahí entra en acción Roldán.
Roldán se había alejado en 2019 del IIBCE al irse a la Facultad de Química para realizar su doctorado. Pero en 2020 ganó un concurso en el Clemente. “Que entrara Diego nos vino como anillo al dedo”, confiesa Costa.
Previamente se habían fijado en un gen ribosomal –el 16S–, pero eso no les permitía identificar bien la especie de la bacteria. “Con el gen 16S, si tenés bacterias parecidas por arriba de un valor de corte, no te puede determinar qué especie es, porque puede ser cualquiera de las que se parecen. Puntualmente en este caso nuestra bacteria era parecida a otras cuatro”, dice Roldán. Pero de a poco fue llegando la claridad. “Fue entonces que de alguna manera hibridamos lo que sería Facultad de Química, de Ciencias y el Clemente Estable para hacer este trabajo con aportes desde los conocimientos de cada grupo”, agrega Roldán.
“Con la información genómica que relevamos nos dimos cuenta de que estas bacterias no tenían nada que ver con las otras cuatro especies a las que se parecía. Entonces realizamos un análisis polifásico, que implica hacer un abordaje desde múltiples perspectivas, por ejemplo desde el genoma, desde la estructura de la pared del microorganismo, desde cómo se comporta frente a distintos azúcares, si tiene distintas actividades de enzimas, y las comparamos con las especies más cercanas para ver si era o no una nueva especie”, explica Roldán. Y entonces, bingo.
Tenían una nueva especie desconocida para la ciencia. ¿Cómo llamarla? “Había varias propuestas. Se mencionó Uruguayensis, y también Farraposensis, en honor a Esteros de Farrapos. A Fabiano le gustaba mucho ese nombre porque refería al lugar donde se había aislado”, reconoce Roldán. Conocer la diversidad microbiana nativa ya es un fin en sí mismo. Pero la bacteria de Farrapos es mucho más que una cara nueva.
Prometedora y promotora de diálogo
Al estudiar cómo esa bacteria de una especie nueva se llevaba con las plantas, encontraron que combatía de muy buena manera varios hongos que se conocen por ser patógenos para cultivos. Al observar algunas de las fotografías de las placas donde se cultivaron hongos patógenos junto a la Paenibacillus farraposensis, puede verse cómo la bacteria les complica la vida. “Es como si tuviera un campo de fuerza”, dice Costa jocosamente. Claro que el trabajo científico que realizaron fue más allá de esta simple constatación ocular y buscaron ver cuáles eran los mecanismos que podrían estar involucrados en esta acción antifúngica que hace que la nueva especie de Farrapos sea una linda candidata para el control biológico de patógenos.
“Este microorganismo, por lo que hemos visto, tiene dos tipos de compuestos con potencial antibiótico. Unos son difusibles, o sea que no van por vía gaseosa, y otros son volátiles, que salen por vía aérea y pueden afectar a los fitopatógenos”, señala Roldán. Dentro de los difusibles buscaron ver si tenían, por ejemplo, enzimas líticas, que son parte de la maquinaria involucrada en la degradación de la pared celular de los patógenos.
En el trabajo reportan que las enzimas estaban allí. “Los resultados muestran que la cepa UY79 alberga un conjunto de enzimas que degradan la pared celular, que podrían ser responsables del antagonismo mediado por compuestos difusibles”, dice la publicación de enero. Entonces la bacteria de Farrapos apenas se denominaba cepa UY79, ya que en taxonomía de bacterias el nuevo nombre y la descripción de la especie deben hacerse en una revista especializada, cosa que hicieron con el artículo de marzo. “Esas enzimas, además de degradar directamente el patógeno, también pueden estar compitiendo con los sustratos que el patógeno necesita para colonizar”, agrega Costa. Pero esta bacteria bastoniforme tiene más ases bajo sus vellosidades.
“Por otro lado probamos si tenían compuestos antibióticos que fueran capaces de difundir en el medio”, sostiene Costa. Una vez más, probaron que la Farraposensis cumplía. En cultivos en placas, la bacteria de Farrapos les dio una paliza importante a los diez hongos patógenos y a los dos oomicetos, que tuvieron la mala fortuna de compartir unas horas de sustrato con ellas, la mayoría de las veces por inhibición del crecimiento del micelio.
Con relación a los compuestos volátiles, la potente bacteria de Farrapos también pasó la prueba. “Encontramos los compuestos volátiles, y vimos que tienen un efecto muy importante”, resume Costa. “Los volátiles en el suelo, que es una estructura porosa, se concentran y viajan grandes distancias. Son moléculas muy interesantes porque no sólo estarían jugando un papel de defensa antagonizando a los patógenos, como en este caso, sino que también son moléculas de diálogo entre los distintos reinos”, agrega.
Diálogo entre distintos reinos. ¿La frase les hace saltar del asiento o provoca vibraciones que les dificultan la lectura del dispositivo en el que están leyendo esto? Ah sí, la ciencia tiene esa cosa maravillosa de ampliar las miradas con las que construimos el mundo que nos rodea.
Hay investigadores que hablan de una red que sería, parafraseando la world wide web (la www en las direcciones de internet que significa algo así como red global), la wood wide web (red leñosa). Las plantas se comunican entre ellas bajo el suelo. Y en esa cháchara subterránea, como decía Andrés, los reinos dialogan: los micelios de los hongos que se extienden llevan mensajes químicos a las raíces de plantas y árboles separados. En este caso, compuestos volátiles liberados por una bacteria le podrían decir a la planta que prepare sus defensas para el ataque de un hongo patógeno. Y si esas moléculas son volátiles, podrán llegar a advertirles también a otras plantas que no están en contacto directo con la bacteria.
“La charla subterránea se da mediante reacciones químicas”, dice Roldán. “Es fácil verlo en los animales, que mediante sus feromonas tienen una comunicación química. Acá estamos hablando de que algo que no ves a simple vista, algo microscópico, se está comunicando con una planta y le está haciendo hacer cosas o producir ciertas sustancias para favorecerse mutuamente. Es como un diálogo invisible, por lo menos bajo nuestra perspectiva humana”, reflexiona.
“Eso era interesante, y nos pareció que aportaba al conocimiento caracterizar qué compuestos estaba produciendo esta bacteria”, prosigue Costa. “Vimos que los tres compuestos mayoritarios fueron el 2,3-Butanediol, 3-Hydroxy-2-butanone y el 2-Metil-1-butanol”, dice. Los dos primeros, cuenta, según la literatura, “jugarían un papel de promoción del crecimiento, algo que nosotros no vimos, porque buscamos otros rasgos. También parece que ejercieran un efecto inhibitorio de los patógenos”. Por su parte, para el 2-Metil-1-butanol “está reportado un efecto inhibitorio bastante fuerte”.
Amiga de las leguminosas
La bacteria de Farrapos tiene entonces distintos mecanismos y formas de hacerles la existencia más complicada a varios patógenos conocidos que afectan cultivos. Pero dado que a muchas leguminosas se las inocula con bacterias que promueven la formación de los nódulos, o con otras bacterias que promueven el crecimiento, había que probar que la de Farrapos, si bien dura y estricta con los patógenos, no ocasionara problemas en las comunidades de microorganismos que sí benefician a la planta.
“La idea es que un agente de control biológico sea lo más antipatógeno pero que a la vez no afecte ni el crecimiento de la planta ni su calidad o su rendimiento”, dice Roldán. Y eso fue lo que trataron de determinar por partida doble.
En primer lugar, ensayaron para ver si la bacteria de Farrapos no afectaba el crecimiento de la planta usando la alfalfa como modelo. “Se observó que eso no sucedía empleando una alfalfa control y otra inoculada con esta bacteria”, comenta Costa. También probaron que la bacteria candidata para biocontrol no afectara la nodulación. “En ese caso también se vio que la bacteria no afecta los rizobios que se asocian con la alfalfa. No sólo no impide la nodulación, sino que tampoco impide la fijación biológica del nitrógeno”, dice Costa con el orgullo que mostraría un padre ante el buen desempeño escolar de una hija.
“Y esta bacteria tiene otra ventaja. Es una especie que tiene la capacidad de esporular, lo que también la hace muy ventajosa a la hora de hacer formulaciones aplicadas a campo, porque es una estructura que dura más tiempo y facilita la preparación del bioinsumo”, agrega Costa ya casi al borde de babearse por su criatura.
Entonces llega la pregunta del millón. ¿Esta bacteria que está en Farrapos podría terminar en algunos campos para ayudar a combatir patógenos y promover el crecimiento de cultivos, ayudando así a cortar con la dependencia de agroquímicos e insumos que no forman parte de nuestro suelo?
“Potencial siempre hay”, dice Roldán. “La nuestra fue una investigación más básica. Llegamos hasta aportar que tenemos esta especie que tiene estas capacidades, que es nativa de Uruguay, por lo que no es necesario traerla de afuera, y que tiene muchas potencialidades como para seguir siendo estudiada. Pero para eso necesitamos los fondos”, dice riendo por el mangazo.
Más allá de los discursos bonitos, ¿habrá alguna bacteria promotora del crecimiento de la inversión en ciencia que sea efectiva en nuestro país? Si además protegiera de las acciones patógenas que una y otra vez buscan recortar el gasto, tal vez la bacteria de Farrapos estaría más cerca de ser una aliada en la impostergable transición que se precisa hacia sistemas productivos un poco más sostenibles.
“Ese es el dilema. Hasta dónde llegamos nosotros y hasta dónde tiene que venir otro para que nosotros podamos seguir trabajando en esto. Porque uno no puede hacer todo. Por ejemplo, yo no tengo el expertise para hacer una formulación. Entonces esto tiene que ser multidisciplinario”, agrega Costa. Su colega complementa: “Además hay que sortear todos los aspectos burocráticos que eso conlleva, porque para llevar una formulación a algo aplicado hay que superar distintas etapas. Es como una vacuna, son etapas que garantizan que no es peligrosa, que va a cumplir su objetivo y que además es sustentable”.
Para dar más pasos en esa dirección, cuentan con un fondo Fontagro, un mecanismo de cooperación internacional que promueve el desarrollo de tecnologías agropecuarias en Latinoamérica, el Caribe y España. Con ese fondo buscarán ver qué tan efectivamente la bacteria de Farrapos protege las plantas de las enfermedades que causan los hongos que ya fueron derrotados en las placas de cultivo. “Es el camino que se sigue, por lo general. Primero las placas, ver qué sucede in vitro. Luego, por vía informática, es decir in silico, y después probar en un invernadero, y finalmente en el campo. Nosotros ahora estamos en estos últimos dos pasos”, adelanta Costa.
De esta manera esta investigación, que podría entenderse de ciencia básica, deja todo plantado para que alguien piense cómo valerse de la bacteria de Farrapos para tener un control biológico. Les pregunto si a ellos los motiva seguir dando pasos en esa dirección, si ponerse las botas de goma e ir al campo los atrae tanto como el trabajo en el laboratorio.
“A mí particularmente me gusta el campo. Me gustaría seguir con la parte más aplicada pero más desde la caracterización de cómo se comporta la cepa”, responde Costa. “Tener un recurso que contribuye a la mejora del suelo, en el sentido de que no estás aplicando antifúngicos, que es amigable con el ambiente, que no promueve la resistencia de las plagas, y que muera en esta etapa, que nadie lo tome y lo escale, sería una pena”, sostiene.
Roldán va en una línea similar. “Uno hace hasta donde puede y está bueno que otros sigan con ese trabajo para que no quede muerto. Si no hay nadie que lo siga, uno va a intentar hacerlo, porque quiere ver el final de la historia. Pero siempre está bueno que alguien con más capacidad, experiencia y conocimiento le meta ganas y trabajo y haga crecer esto. Es como ver crecer a un hijo”, afirma quien se encargó de inscribir a ese hijo en el Registro Civil de las bacterias.
“Este proyecto de Fontagro nos permite tener financiación para realizar los ensayos y probar cómo protege a las plantas de las enfermedades. Eso es lo previo para después llegar a una posible formulación. Nadie va a venir con la intención de hacer una formulación sólo con lo que viste en una placa. Pero el potencial está”, resume Costa.
“Me gusta citar una frase de Linneo, el padre de la taxonomía. Él decía que si ignorás el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabés de ellas”, remata Roldán. Sus colegas fueron a Farrapos hace más de una década. Nuevas investigaciones con aquellas muestras permitieron ponerle nombre a una bacteria nueva para la ciencia, al tiempo que descubrimos muchas de las cosas maravillosas que hace. Así que insistimos. Salvemos a las bacterias. O al menos hagamos lo posible para permitir que ellas nos ayuden a salvarnos de un sistema de producción insostenible.
Artículo: “Paenibacillus sp. strain UY79, isolated from a root nodule of Arachis villosa, displays a broad spectrum of antifungal activity”
Publicación: Applied and Environmental Microbiology (febrero 2022)
Autores: Andrés Costa, Belén Corallo, Vanesa Amarelle, Silvina Stewart, Dinorah Pan, Susana Tiscornia y Elena Fabiano
Artículo: “Paenibacillus farraposensis sp. nov., isolated from a root nodule of Arachis villosa”
Publicación: International Journal of Systematic and Evolutionary Microbiology (marzo 2022)
Autores: Diego Roldán, Andrés Costa, Stanislava Králová, Hans Busse, Vanesa Amarelle, Elena Fabiano y Javier Menes.