No es tan sencillo como escuchar el “tic” de un segundero, pero dentro tenemos un reloj biológico que intenta organizar nuestra existencia. Con genes y proteínas involucrados, la mayoría de los seres vivos, al menos del reino animal, tenemos un fino e intrincado mecanismo que mide el paso del tiempo y pauta el ritmo de la vigilia y el sueño, de la actividad y el descanso.

La alternancia entre día y noche impulsa a que los seres vivos tengamos patrones de comportamiento que se organizan en ciclos de cerca de 24 horas. A ellos en la cronobiología, la rama de la ciencia que se interesa por estos temas, se los denomina justamente ritmos circadianos, ya que tienen una duración cercana a la de un día.

Como pacientes relojeros, la luz y la oscuridad llevan millones de años ajustando nuestros mecanismos biológicos que registran el pulso del tiempo y dan un marco que guía al comportamiento. Ignoraban que unos primates ingeniosos descubrirían trucos para prolongar el día. Velas y faroles rápidamente dieron paso a las lamparitas eléctricas.

Paradójicamente, para el reloj biológico humano se hizo la noche por una inundación de luz que va mucho más allá del atardecer. Las pantallas fueron una gota más en un vaso que ya se había derramado. Bueno, no sólo el reloj biológico humano está desafiado por la luz artificial: insectos, aves, plantas, reptiles y mamíferos, por sólo nombrar a algunos organismos, están viendo cómo lidiar con cielos nocturnos contaminados por la luz. Nuestra luz. Pero no nos vayamos de tema.

Investigaciones vienen mostrando que la luz artificial tironea nuestros relojes internos. Exponerse a más luz tras la puesta de sol lleva, en líneas generales, a que el reloj atrase la hora del sueño. Como consecuencia, tenemos cronotipos más tardíos que los que tendríamos de no mediar la luz artificial. Ese reloj que nos manda a dormir más tarde –y por tanto a atrasar el momento en que querríamos levantarnos– incide en nuestras preferencias circadianas –el cronotipo–, los momentos del día y la noche en que sentimos estamos sincronizados con el reloj biológico.

Pero la luz artificial no es la única forma que hemos encontrado para hacerle zancadillas a los ritmos que el cuerpo nos demanda. Levante la mano quien no tiene compromisos sociales que lo obligan a poner el despertador. Pocos, ¿verdad? La sola invención del despertador nos está contando algo un tanto dramático: el trabajo, el estudio, el deporte, la vida social, o lo que sea que tengamos antes de lo que nuestro reloj endógeno nos aconseja, nos lleva a utilizar un aparato que nos arranca del sueño porque sin él seguiríamos de largo. Para colmo tenemos construcciones culturales que por un lado valoran el madrugar –sin importar si la persona durmió bien en cantidad y calidad– y que por otro ven despectivamente al dormir, haciendo que una actividad necesaria para vivir saludablemente se conciba como una pérdida de tiempo valioso para hacer cosas.

Aquí en nuestro país el Grupo de Investigación de Cronobiología de la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la República, coordinado por las investigadoras Bettina Tassino y Ana Silva de Facultad de Ciencias, viene llevando a cabo un trabajo interdisciplinario que en los últimos años está arrojando resultados sorprendentes. Con investigaciones pioneras buscando ver qué pasaba con los ritmos circadianos en la Antártida por ejemplo descubrieron que los jóvenes de Uruguay son los que presentan los cronotipos más tardíos de los reportados en el planeta, seguidos de cerca por los de la vecina Argentina.

Trabajos posteriores con adolescentes del Liceo 10 de Malvín, en los que participó también Ignacio Estevan, mostraron que imponer horarios muy matutinos a adolescentes cuyos relojes internos los llevan a levantarse más tarde es un problema que debiéramos empezar a resolver.

En menos de una década las investigaciones sobre cronobiología llevadas adelante aquí vienen produciendo artículos científicos con valiosos aportes que, además del talento y dedicación de investigadoras e investigadores, son posibles también gracias a particularidades de Uruguay. Por ejemplo, nuestros sistemas educativos, que locativamente no pueden albergar a todos los alumnos salvo que concurran a diferentes turnos, es algo que damos por sentado aquí pero que no sucede en la mayoría de los países que producen la mayor cantidad de literatura científica sobre cronobiología. Tener adolescentes –y universitarios– estudiando en turnos distintos presenta la oportunidad de un diseño experimental que permite comparar qué pasa entre jóvenes que son arrancados de la cama temprano y los que pueden dormir un rato más. El trabajo que acaban de publicar vuelve a usar una característica de Uruguay, en este caso los horarios contrastados de la Escuela Nacional de Danza de la Escuela Nacional de Formación Artística del Sodre. Y una vez más, arroja resultados sorprendentes y valiosos no sólo para aquí, sino para la ciencia de todas partes.

El título es bastante elocuente: “Evaluación de modulaciones ambientales, sociales y comportamentales de la fase circadiana de bailarinas y bailarines entrenados en turnos”. Está firmado por Natalia Coirolo, de cuya tesis de maestría se desprende este artículo publicado en la revista iScience, Cecilia Casaravilla, del Laboratorio de Inmunología del Instituto de Química Biológica de Facultad de Ciencias, y por las ya mencionadas Bettina Tassino, de la Sección Etología, y Ana Silva, del Laboratorio de Neurociencias, ambos también de la Facultad de Ciencias. Pasando por ballenas, danza, turnos, escupitajos y la sintonía entre arte y ciencia, el trabajo no sólo no tiene desperdicio, sino que además hace temblar la estantería de la cronobiología. Pero no pierdan el sueño: estos sacudones son de los que enriquecen la ciencia.

Las ballenas y la danza

¿De dónde sale la idea de estudiar qué sucede con los ritmos biológicos en una escuela de danza que tiene dos turnos extremadamente separados, uno que va de 8:30 a 12:30 y otro de 20:00 a 0:00? De las profundidades oceánicas, dicen Bettina Tassino y Ana Silva cuando nos encontramos en Facultad de Ciencias.

Como en la mayor parte de las publicaciones, la primera autora de trabajo, Natalia Coirolo, es una investigadora de posgrado. Un día Natalia golpeó a la puerta del laboratorio de Bettina y la dejó más estupefacta que el día que vio los cronotipos inusualmente tardíos de los jóvenes de Uruguay. “Quería que la guiara para hacer su tesis de maestría”, cuenta Bettina, y hasta allí no hay nada extraordinario. El asunto era el tema: “¡Natalia quería estudiar cognición en ballenas!”, exclama Bettina, que confiesa no sólo que la descolocó, sino que, le desaconsejó que hiciera su maestría con eso.

Es que aquí tenemos una biología marina que es fundamentalmente costera. Salvo contadas excepciones, se estudian animales varados o fenómenos que se dan cerca de la orilla. Estudiar la cognición en ballenas implicaría necesariamente el estudio de animales vivos en su medio, algo bastante complicado para nuestra ciencia con escasos recursos. “Era absolutamente inviable”, dice Ana Silva, a quien Bettina le había contado lo insólito de aquella conversación.

Pero Natalia no bajaba los brazos y volvía a una segunda entrevista, esta vez con Ana. “Le dije lo mismo sobre las dificultades para hacer una maestría con cognición en ballenas. Empezando a conversar, resulta que Natalia es bailarina. Y resulta que yo quise ser bailarina, mi plan B era ser científica”, recuerda Ana. “Entrando en esa sintonía, ya que las dos teníamos la biología y la danza como intereses en común, le cuento que mi sobrina está empezando a hacer la Escuela Nacional de Danza. Y le comentó lo raro de los horarios, ya que mi sobrina estaba yendo tarde de noche”.

En efecto, en primer y segundo año quienes quieran estudiar danza van de 20.00 a 0 horas, y en tercero y cuarto de 8:30 a 12:30. Los cuatro años no pueden funcionar en un mismo turno por razones de infraestructura. “Esa conversación en la que se da esta sintonía y le cuento la historia de mi sobrina, hace que diez minutos después, con el entusiasmo que te dan esas ideas que son buenas ni bien surgen, terminamos discutiendo un proyecto que no es nada distinto que lo que está hoy en este artículo”, confiesa Ana. “Ahí se juntaban lo mejor de los dos mundos. Por un lado, dos turnos de bailarines, y una estudiante de maestría que era bióloga y bailarina. De hecho, había dejado la biología para dedicarse a la danza, y ahora estaba volviendo para hacer su maestría en ciencias cognitivas”, asiente Bettina. Las ballenas pasaron a bailar.

El conocimiento de Natalia de cómo funcionaba la Escuela de Danza, así como su buen vínculo con el coordinador docente, Emiliano, estudiantes y hasta el director de ese momento, Martín Inthamoussú, permitió acceder una vez más a un diseño experimental para estudiar los ritmos circadianos casi único. Dos grupos de estudiantes, uno temprano en la mañana y otro tarde, en la noche, integrados por bailarinas y bailarines con el mismo promedio de edad, que hacen el mismo ejercicio intenso –la danza es exigente– presentaban un marco que entusiasmó a Natalia, Ana y Bettina por igual.

“Se constituyó un experimento con personas reales haciendo sus vidas normales. Eso para la cronobiología tiene un valor enorme porque son escasos los estudios en situaciones de vida normal”, dice Ana. “Lo frecuente es por ejemplo que se estudie cómo influye el ejercicio sobre las fases circadianas y sobre los patrones de sueño apelando a voluntarios, bicicletas, y grupos pedaleando en oscuridad a determinadas horas del día. Es una muy buena manera de estudiar el efecto distintivo de la luz o el ejercicio. Pero en la vida real eso no sucede así. ¿Cuándo hacés más ejercicio? Cuando también estás expuesto a más luz, porque si corrés en la mañana las dos cosas están actuando al mismo tiempo, y en la noche sucede también con la luz artificial. ¿Entonces cómo podrías saber cuál de los dos factores está influyendo en una posible modificación de tus ritmos? La vida real te lo trae todo junto, no te permite hacer la discriminación”, reflexiona. Pues bien, acá tenían una situación de la vida real.

80 bailarines y bailarinas de los cuatro años de la Escuela de Danza del Sodre se sumaron con entusiasmo a la investigación que se llevó adelante durante 18 días de agosto de 2019. Tras completar formularios que permiten determinar cronotipos –sus preferencias circadianas, es decir, cuándo prefieren estar activos y cuándo dormir–, horarios de sueño en días de semana y en los fines de semana y otras variables. A partir de allí quedó un grupo de 56 estudiantes que siguieron adelante con la investigación (por ejemplo, quienes usan despertador los fines de semana debieron ser descartados porque no puede determinarse hasta que hora dormirían de no tener compromisos sociales).

A 32 bailarinas y bailarines se les colocaron actímetros, aparatos que miden como dice su nombre, la actividad de quien lo lleva, reflejando no sólo cuándo duermen y cuándo están despiertos, sino qué tan intensa es esa actividad a lo largo de las 24 horas del día. Por otro lado, en una jornada todos los estudiantes estuvieron en una sala a oscuras entre las 18:00 y las 0:00 donde cada una hora salivaban.

Esas muestras luego serían analizadas por Cecilia Casaravilla, quien buscaría determinar a qué hora bailarinas y bailarines comienzan a secretar la hormona melatonina, que es la que comienza a prepararnos para que vayamos cerrando la actividad y nos vayamos a dormir. Esa medición en inglés se denomina DLMO, Dim Ligh Melatonin Onset, algo así como Inicio de Melatonina con Luz Tenue. Ese pico de secreción de melatonina luego de caer la tarde es un indicador biológico y objetivo –a diferencia de los cuestionarios de autorreporte– para establecer la fase circadiana de la que hablan en el título de artículo.

Danza sobre cronobiología en Facultad de Ciencias. Fotograma: Victoria Pena

Danza sobre cronobiología en Facultad de Ciencias. Fotograma: Victoria Pena

Tironeando el reloj

Si no hay interferencias, el comienzo de la secreción de melatonina debería estar asociado con el inicio del sueño horas después. Pero los seres humanos no funcionamos tan así. O, mejor dicho, funcionamos tironeando nuestra biología. Por ejemplo, surge lo que se denomina jet lag social, un desfasaje entre los horarios que impone la agenda social-laboral y los horarios que dictamina el reloj biológico. Estos tironeos hacen que muchos, al igual que los adolescentes que van de mañana al liceo, generemos una deuda de sueño, un déficit de horas dormidas que nos pasan factura en nuestro desempeño y nuestra salud.

“Creo que intentar ver cómo son modulados los ritmos circadianos, entender cuáles son los moduladores, tanto sociales como ambientales, de ese reloj biológico es como el gran paraguas de todas nuestras preguntas”, dice Bettina. “Hay muchos factores que tironean, como decís, los ritmos biológicos. Uno son las presiones sociales, otros son factores ambientales, como la luz. Y en esta investigación aparece también la actividad física como un modulador de los ritmos”, adelanta.

“Cuando medimos la actividad física de estos bailarines, que son atletas de alguna manera porque tienen una actividad física muy intensa, en general no hay diferencia entre los que la hacen de mañana y los que la hacen de noche. Tienen la misma actividad física, pero, obviamente, ubicada en diferentes momentos del día”, explica Bettina. “Eso es fundamental para el experimento”, secunda Ana.

“Si la actividad física fuera diferente sería como comparar chanchos con velocidad. Esto podría haber sido diferente, primero, y segundo podrían haber tenido otra actividad, por ejemplo, con clases más teóricas. Pero si promediamos la actividad en el día y la comparamos, es igual para ambos grupos”, dice Ana. Allí no había diferencia y tampoco en la cantidad de horas de luz a la que estaban expuestos, ni la edad. Según Ana, esas constantes les permitieron “preguntarle cosas más sutiles a los datos, nos permitía formular preguntas más específicas”.

Al analizar todos los datos que obtuvieron, la cosa se hacía interesante. “Empezamos a ver que los cronotipos eran distintos. Los que van de noche tienen cronotipos más tardíos. La actividad física, a pesar de que era igual, estaba ubicada en distintos momentos del día. Y empezamos a ver que también el DLMO, ese indicador de fase circadiana, también se movía y era más tardío en los en los estudiantes que asisten a entrenar en la noche”, apunta Bettina. “Ahí lo que está bueno es ver que el cronotipo es más tardío y el indicador endógeno de la fase también lo es. No se trata solamente de lo comportamental, que es el cronotipo en definitiva, porque uno podría decir que no tienen más remedio que irse a acostar tarde porque salen de la escuela a las doce de la noche. El indicador fisiológico endógeno también es más tardío, también cambió”, expresa entusiasmada.

En otras palabras: había algo, además de la luz, que incidía en el momento de descarga de la melatonina, que a su vez, es la hormona que sutilmente nos va arrastrando a la cama. “Que la luz importa es algo que sabemos desde hace mucho tiempo y que está muy bien caracterizado y es universalmente el punto más clave para regular el reloj. Tanto que si por algo nos costó publicar este trabajo fue porque no nos da una gran influencia de la luz”, confiesa Ana.

Es que el principal resultado que encontraron las cronobiólogas que le dieron la espalda a las ballenas es que en el comienzo de lanzar melatonina al torrente, en estos dos grupos que estaban expuestos más o menos a la misma luz, la diferencia radicaba en el momento en que hacían ejercicio. En su investigación sobre estos bailarines y bailarinas, la hora en que se realiza el ejercicio influencia más la fase circadiana, el momento en que se inicia la descarga de melatonina, que la luz. Boom. ¡Décadas de cronobiología en entredicho!

“Encontrar eso es algo anti canónico. No es que estemos diciendo que la luz no influye, pero en estas personas concretas, en esta investigación, la hora en que se realizaba el ejercicio tenía una mayor influencia que la luz en la fase circadiana”, dice Bettina.

Nadie las puede acusar de negacionistas de la influencia de la luz en los ritmos circadianos, como bien muestra su primera gran investigación en cronobiología en una situación real en la Antártida en la que vieron cómo los días más largos del verano austral influían en los ritmos de los estudiantes universitarios que se prestaron a hacer de cobayas.

Sacudiendo estanterías

Lo que sí está diciendo el trabajo de nuestras investigadoras de ciencias cognitivas es que la luz no es lo único que incide en los ritmos circadianos. Y que hay otros factores, en este caso la hora en la que se realiza ejercicio intenso, que cinchan del reloj biológico. Porque recordemos: no es que aquí los bailarines de turno nocturno no tenían más remedio que aceptar los horarios tan tardíos sin escuchar lo que dice su reloj. No: los bailarines nocturnos mostraron que la secreción de melatonina, un proceso fisiológico que no se domina voluntariamente, era más tardío en ellos. Y al ver cuál de todos los factores lo explicaba, la hora en la que hacían ejercicio emergía. El reloj biológico es maleable. Se terminó la tiranía –teórica, claro está– de la luz. ¡Nuestras investigadoras hacen un aporte que relativiza décadas de cronobiología! Las dos ríen.

“En este modelo lo central es el ejercicio, y al analizar los datos podemos mostrar que la diferencia en el momento del día en que se hacía el ejercicio impactaba distinto sobre las fases circadianas”, dice Ana. “En esa ventana de la tardecita o nochecita, en ese momento en el que el reloj es muy sensible, encontramos una población que estaba sometida a baja luz, al igual que sus compañeros de la mañana, pero a una diferencia muy importante de ejercicio físico. Los bailarines de la mañana en ese momento estaban descansando mientras los bailarines del turno nocturno estaban en pleno entrenamiento”, cuenta.

Tanto unos como otros estaban en contextos de luz artificial similar. Ya sea en la Escuela de Danza como en sus casas, las lamparitas y pantallas emitían su radiación, que si bien más tenue que la del sol, es suficiente para extender nuestras actividades más allá de la tarde.

“Cuánto más ejercicio intenso desarrollado en la ventana temporal de la nochecita, más tarde es el DLMO, el pico de inicio de melatonina”, comenta Ana. “En este modelo con misma luz, pero con distinto horario de la actividad física, se pueden correlacionar dos factores objetivos, los obtenidos con un kit ELISA hormonal y los datos actimétricos, y hay una correlación bien significativa que permite decir que el ejercicio predice la fase circadiana en un momento en que la luz no. Y eso es una belleza”, dispara orgullosamente Ana.

Esperanzador

Les digo que el trabajo que publicaron es esperanzador. En sus trabajos previos el mensaje era de alerta, que le estábamos errando, que le pedíamos a los adolescentes que rindieran de mañana cuando por sus ritmos biológicos no están en condiciones de rendir. Nos mostraban que teníamos que ir contra tradiciones de largas data que identifican al que duerme hasta más tarde como vago y al madrugador como persona de bien, la falta de valoración del sueño y del tiempo que requieren nuestras sociedades productivistas. “Todo eso se siegue manteniendo”, me ataja Ana.

Sí. Veían que tenemos que pensar en cuestiones biológicas y comportamentales que no necesariamente están en armonía con nuestras costumbres sociales. Lo que emergía de sus investigaciones nos hacía un llamado de atención. Pero este nuevo trabajo da esperanza: lo que están viendo es que nada es rígido y que una vez más los seres humanos somos extremadamente plásticos, al punto de que no sólo podemos cambiar los horarios en los cuales tenemos nuestra actividad, sino que biológicamente la secreción de melatonina que impacta en nuestros relojes biológicos también se mueve de acuerdo a aquello que hacemos. Es decir, no es que hay cosas que hacemos a contrapelo de un reloj que es fijo, sino que de cierta manera, acomodamos también ese reloj.

Bettina asiente. “Esto muestra esa labilidad del reloj. Cómo volviendo a ese gran paraguas de identificar los moduladores ambientales y sociales del reloj, vemos que son muchas las cosas que tunean fino al reloj, que está muy ligado a cuánta luz estamos expuestos a la mañana, a cuánta luz estamos expuestos en la noche, cuando hacemos ejercicio, cuándo comemos”, dice. “Como decís, eso está buenísimo, porque hay muchas cosas que podemos hacer por el reloj y por la salud de ese reloj”, concuerda.

“Hace casi diez años que un grupo de investigadores de la universidad de Colorado, dirigidos por Kenneth Wright, sorprendieron al mundo cronobiológico haciendo un experimento que consistió en un campamento de ocho personas. Entonces compararon una semana de su exposición a la luz y de su actividad en su vida normal con una semana de campamento”, contextualiza Ana. “Cuando midieron el DLMO, o sea la fase, en una semana se había modificado. Durante el campamento se había adelantado y se había enfasado exactamente con el momento del atardecer. Al campamento no llevaron ni celulares ni luz artificial, y de esa manera, al estar expuestos a la luz natural, en una semana habían puesto en hora el reloj endógeno y el sueño en acuerdo al parámetro ambiental luz”, agrega. “Eso fue sorprendente, no porque no supiéramos que la luz afectara al reloj, sino porque no sabíamos que eso se podría modificar en una semana”, dice Ana fascinada.

“Ese paper fue muy inspirador para nosotras e inspiró nuestro trabajo en la Antártida”, dice a su vez Bettina. “Ese trabajo tuvo también eso de que era un estudio ecológico”, apunta Ana. “Como dice Bettina, ese abordaje nos inspiró para diseñar estos trabajos y experimentos. Pero mirándolo a casi diez años y con nuestros resultados de ahora, se le agrega un nuevo componente. En lugar de centrarnos en la luz, que es algo que ya está, ya la sabemos y nadie va a negar su función, pudimos ver que otro modulador también afecta la fase en una situación ecológica”, reivindica Ana.

El modulador de la fase circadiana que encontraron, la hora en que se hace ejercicio intenso, es, como dicen, “más difícil de encontrar que la luz”. Ana lo detalla así: “seguro que los campamentistas de Wright hacían más ejercicio durante el día en el campamento que en su vida en la ciudad. Pero ese aspecto no fue analizado como predictor del cambio. Al mismo tiempo que estaban más expuestos a la luz también estaban seguramente haciendo más actividad física. ¿Lo que vieron fue sólo incidencia de la luz? Esa es la pregunta que nosotros ahora podemos plantear”, dice orgullosa.

“¿Estás diciendo que dentro de diez años alguien allá en Colorado va a decir que el paper de ustedes les abrió los ojos para ver que además de la luz hay otros factores que alteran el reloj endógeno y el sueño?”, le tiro. Las dos ríen. “No sé si eso, pero tal vez sí puedan decir 'mirá, no es sólo la luz'”, contesta Ana.

“Eso habla de la labilidad del reloj, que ya la conocíamos por la luz, pero también de las sutilezas de otros factores que están incidiendo. Sabíamos que tenés que estar expuesto a la luz de la mañana, pero ahora podemos decir que no sólo, que hay otras cosas que también modulan el reloj”, comenta Bettina. Lo curioso es que en su diseño experimental, sin tocar ninguna variable, trabajando con bailarinas y bailarines en condiciones reales de aprendizaje, pudieron ver un efecto que a todos los investigadores de cronobiología se les pasó por alto en situaciones más controladas. “Ahí la belleza de este modelo”, suspira satisfecha Bettina. “Con eso volvemos al principio. Gracias a las bailarinas y bailarines tuvimos esta oportunidad”, remata Ana. Pero es un poco injusta.

También tenemos que dar gracias a las ballenas. Fueron ellas las que hicieron retornar a Natalia Coirolo a la investigación. La inspiración puede llegar por lados insospechados. Y demos gracias también que, cuales maestras de judo, Ana y Bettina hayan logrado usar la enérgica curiosidad de Natalia en una dirección que, no sólo las hizo felices a todas, sino que produjo valioso conocimiento.

Claves de esta investigación

  • Los seres vivos, humanos incluidos, tenemos un reloj biológico que se ajusta con el ciclo día/noche.

  • La luz influye en la modulación de este reloj biológico, entre otras cosas, incidiendo en qué momento de la tardecita/nochecita comenzamos a liberar melatonina, hormona que nos prepara para ir a dormir.

  • Con datos de 18 bailarinas y bailarines de la Escuela Nacional de Danza que concurren en dos turnos distintos –de 8:30 a 12:30 en tercer y cuarto año y de 20:00 a 0:00 en primero y segundo– investigadoras de la Facultad de Ciencia pudieron evaluar qué tan importante era el momento del día en el que realizaban ejercicio intenso (ya que la edad, luz a la que estaban expuestos y otras variables eran similares entre ambos grupos).

  • En este modelo ecológico de estudio con personas en situaciones de vida reales observaron que aquellos que hacían danza de noche retrasaban el inicio de la secreción de melatonina en unas dos horas promedio respecto a los que iban de mañana.

  • Esto mostró que el momento en que se hace ejercicio físico puede modular el reloj biológico. En este caso en particular, esa influencia fue mayor que la de la luz para explicar las diferencias encontradas.

Artículo: “Evaluation of environmental, social, and behavioral modulations of the circadian phase of dancers trained in shifts”
Publicación: iScience (julio 2022)
Autoras: Natalia Coirolo, Cecilia Casaravilla, Bettina Tassino y Ana Silva.