Una persona ingresa al consultorio.

‒¿Qué la trae por acá? ‒pregunta la profesional.

‒Siento una inquietud constante y agobiante. Tanto que no logro concentrarme. Todo me altera, estoy con un nerviosismo irritante, tengo sudoraciones, entro en pánico, duermo mal. ¿Qué me pasa, estoy mal de la cabeza?

‒O del intestino.

‒¡A la mierda!

‒Eso mismo. Hagamos un estudio de microbiota intestinal.

Tal vez no merezca estar en una antología de gags de consultorio. Pero el tonto diálogo introductorio está allí para ponernos en tema. Desde hace relativamente poco tiempo la microbiología ha dado un salto grande, dejando de prestar atención a bacterias y microorganismos sólo cuando están relacionados con una patología y ayudándonos a comprender que somos comunidades compuestas por una multitud de seres vivos. Y nosotros estamos en minoría: por ejemplo, sólo en nuestro intestino hay más o menos la misma cantidad de células de bacterias, arqueas y hongos que las de todo nuestro cuerpo.

Y ya que estamos en el intestino, desde hace unas tres décadas se viene investigando algo que causa tanto asombro ‒y el pésimo gag de la introducción‒: el intestino y el cerebro están conectados en una vía que es de ida y vuelta. No es sólo que el cerebro “sensa” qué pasa allá abajo y luego manda órdenes, sino que hay una charla en que ambas partes tienen voz y voto. Y en ese asombroso intercambio que nos vuela la mente ‒en el sentido de que complejiza la pregunta “¿qué corno es la mente?”‒, la microbiota del intestino, es decir, la comunidad de microorganismos que allí vive, juega un rol importante (también incide en otras funciones, como en la inmunidad y los procesos inflamatorios, pero eso es nota de otro costal).

Como todo organismo, las bacterias viven su vida intercambiando con el mundo que las rodea materia y energía. Así como nosotros al respirar tomamos oxígeno de la atmósfera y devolvemos dióxido de carbono, el metabolismo de las bacterias también tiene sus insumos y sus desechos. Y quién diría, en esas maquinitas de jugar a la bioquímica que somos los seres vivos, algunas bacterias fabrican neurotransmisores, moléculas que participan en la comunicación entre neuronas, músculos y otras células. ¡Algunas bacterias fabrican y reconocen sustancias neuroactivas similares a las que se sintetizan en el cerebro!

Es más, en un mundo en el que los ansiolíticos se venden como pan caliente ‒tenemos un problema‒, hay bacterias que producen neurotransmisores que en un mañana podrían hacer que tales fármacos, y sus indeseables efectos adversos, no fueran tan necesarios.

Los investigadores que acaban de publicar el artículo “Potencial probiótico de lactobacilos productores de GABA aislados de cultivos iniciadores de quesos artesanales uruguayos” parecían tener algo de esto en mente. Firmado por Joaquín Lozano y Pablo Zunino, del Departamento de Microbiología del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE); Sofía Fernández, de ese mismo departamento y también de la Plataforma de Investigación de Salud Animal del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria La Estanzuela; Álvaro González y Darío Hirigoyen, del Departamento de Ciencias y Tecnología de los Alimentos de Facultad de Veterinaria de la Universidad de la República; Marcela Martínez, de la Plataforma Analítica del IIBCE y Cecilia Scorza, del Departamento de Neurofarmacología Experimental del IIBCE, el trabajo maravilla mezclando una actividad productiva, cepas nativas de bacterias, intestinos, neurotransmisores y candidatos a psicobióticos, o sea, probióticos que actúan en ese eje intestino-cerebro.

Así que con el mismo apuro que va al baño una persona con su microbiota intestinal diezmada por haber tomado antibióticos por un período prolongado, vamos hasta el IIBCE para conversar con Joaquín Lozano, Álvaro González, Cecilia Scorza y Pablo Zunino.

Cambiando de estrategia

¿Qué los llevó a buscar cepas nativas de bacterias provenientes de la elaboración de quesos artesanales que pudieran producir ácido gamma-aminobutírico (GABA), un neurotransmisor que tiene un efecto ya estudiado en la ansiedad y la depresión? Explorar un cambio de enfoque.

“Tenemos una historia bastante nutrida de trabajo con probióticos y microbiota, pero hasta entonces la estrategia en general pasaba por usar cepas nativas de la propia especie sobre la cual actuaríamos”, cuenta Zunino. “Por ejemplo, Sofía Fernández, que es la coorientadora de Joaquín, llevó a cabo trabajos usando probióticos como herramientas terapéuticas para la diarrea neonatal de terneros, que es una enfermedad costosa en Uruguay. Allí la estrategia fue aislar microorganismos de la materia fecal de terneros sanos para aplicarlos a terneros enfermos”, agrega.

Este tipo de abordaje trata de remediar las disbiosis, las alteraciones que se producen en la comunidad de microbiota del intestino de un animal que, ante la ausencia de algunos microorganismos o la presencia de otros que no deberían estar, generan desequilibrios que perjudican la salud. “De hecho, hay productos que se venden que usan esa estrategia. Por ejemplo, el Yakult emplea cepas de bacterias que provienen de la materia fecal de humanos”, dice Zunino. Si esto puede no verse muy agradable, hay casos más extremos: esta estrategia es la que sustenta a los trasplantes fecales, que consisten en pasar la microbiota de las heces de un organismo sano a otro que, por alguna razón ‒por ejemplo, por el uso prolongado de antibióticos‒, ha perdido varias especies que su intestino y su organismo necesitan para funcionar sanamente.

“En este caso la estrategia fue distinta, usamos como fuente un fermento alimentario nativo, una fuente exógena, lo que nos permitió acceder a cepas que tienen particularidades distintas”, explica Zunino. Como dice, las cepas de esta bacteria de la familia de los lactobacilos que estudiaron no están presentes en nuestros intestinos, sino que vienen de las vacas y su leche. Pero al mismo tiempo, la estrategia adoptada tiene la ventaja de que, como están presentes en productos que ya ingerimos, es de suponer que tales bacterias no nos dañan, lo que allana el camino a la hora de buscar probióticos. Pero vayamos a los quesos.

La riqueza de lo artesanal

“Las cepas de estos lactobacilos provienen de cultivos del suero de leche que se utilizan para elaborar quesos artesanales del tipo semiduro, similares al sbrinz o parmesano, en Colonia y San José”, dice González.

“Esos microorganismos le aportan el sabor y el aroma particular a los quesos, haciéndolos más complejos y dándoles un valor agregado, pues son distintos a los quesos industriales que habitualmente consumimos, que se hacen a partir de una o pocas cepas”, agrega González, mostrando una vez más la importancia de las cepas nativas de microorganismos para conseguir sabores que se pierden en un mundo empecinado en la homogenización. “Estos son como un combo de microorganismos, una sopa, como le dicen los productores, que le aporta atributos particulares al queso. Son cultivos que se van conservando de generación en generación”, agrega ahora, mostrando que la tradición artesanal también es una tradición de biodiversidad.

González y otros colegas hacían bien en prestarle atención a esa microbiota de los cultivos que se emplea para arrancar la elaboración del queso. “Cuando esos cultivos se modifican, ya sea porque se cambió la alimentación del animal o porque hay cambios en el clima, o de temperatura cuando los conservan, implica que a veces los productos no salgan tan bien como los productores quieren. Con base en ese problema que tienen los queseros artesanales, la Facultad de Veterinaria junto con el IIBCE y Colaveco, una cooperativa de laboratorios veterinarios, presentó un proyecto ante el Ministerio de Ganadería buscando estandarizar un método de conservación de los fermentos para mantener las propiedades de los quesos”, explica. Y para eso, es necesario saber qué microorganismos están en el cultivo que se obtiene del suero de la leche cuando los quesos salen bien y cuáles cuando las cosas no son como se esperan.

“Trabajando con cinco queserías artesanales de San José y Colonia se empezó a estudiar con métodos tradicionales cómo estaba compuesta la microbiota de esos cultivos. Durante la primera etapa de ese proyecto, que duró como tres años, se formó una colección de cepas”, dice González. De allí, entonces, salen las 101 cepas de lactobacilos que se emplearon en la investigación que ahora nos convoca.

“A todas las cepas las caracterizamos desde muchos puntos de vista, y ahí es cuando a Joaquín en su tesis, junto a sus tutores, se le ocurrió la idea de buscar si estas especies que vienen de la leche producían determinadas sustancias. Estas cepas de lactobacilos resisten el proceso de fermentación de la leche ya que son tolerantes al ácido y también, en cierto grado, a la temperatura, porque su medio es calentado en alguna de las etapas de elaboración de los quesos, algo de interés para Joaquín, que buscaba bacterias capaces de soportar el pH del estómago”, detalla González pasando la posta.

GABA GABA, hey

“Al principio se trataba de una caracterización molecular de estas cepas. Y buscamos si tenían la capacidad de producir GABA”, dice Lozano, como si fuera un punk rocker ramonero que canta obsesionado “GABA GABA, te aceptamos”. ¿Pero por qué ir a buscar GABA, este ácido gamma-aminobutírico que es un neurotransmisor, en unas bacterias candidatas a probióticos que crecen en cultivos de queso?

“Ahí entra el plano de la interacción de la microbiología con la neurociencia. GABA es un neurotransmisor inhibitorio muy presente y muy activo en el sistema nervioso central”, sostiene Scorza. “Uno de los mecanismos para la conexión bidireccional intestino-cerebro son todas las sustancias neuroactivas u otras sustancias que producen las bacterias, y que son los comunicadores de esos dos órganos, aparentemente distantes, pero que están conectados fisiológicamente”, dice Scorza fascinada.

“En esta disciplina nueva, por algunos autores denominada ‘endocrinología microbiana’, que puede verse como la neurociencia mezclada con la microbiología, nosotros estamos trabajando desde hace años, estudiando la modulación de la microbiota intestinal como un posible efecto atenuador de algunas acciones de la cocaína”, relata Scorza. “A raíz de esa línea de investigación surge esta colaboración. Y cuando Joaquín nos dice que tiene bacterias productoras de GABA, todo cuajó”.

“Nosotros teníamos la idea, a través de la literatura, de que en esta interacción intestino-cerebro GABA podía tener un rol importante, porque se vio que cuando se generaba una disbiosis en animales de experimentación había cambios en la expresión de receptores de GABA en el cerebro. En eso nos basamos para hacer la búsqueda, primero molecularmente, para ver si estos lactobacilos producían GABA”, retoma Lozano. Primero entonces buscaron si estas cepas tenían los genes que se relacionan con su producción. Y bingo.

“Encontramos que una proporción bastante grande de estas cepas tenía la capacidad de producir GABA”, dice contento Lozano. En el trabajo comunican que 44 de las 101 cepas de lactobacilos aisladas del suero de quesos artesanales tenían esa capacidad. “Es un montón. Búsquedas de otros investigadores daban resultados cercanos a 5% y nosotros encontramos en 43,5%”, pizarrea Lozano.

Con este prometedor alto porcentaje de cepas de lactobacilos con los genes como para expresar GABA, siguieron adelante. En el trabajo pudieron ver que de las 44 cepas que producían GABA, 19 pertenecían al grupo de los Lactiplantibacillus y seis al grupo Lacticaseibacillus. “En ese último grupo, el de Lacticaseibacillus, está Lacticaseibacillus casei, que es la bacteria presente en el Actimel y el Yakult, por ejemplo. Esos fueron los que produjeron menos GABA en nuestras condiciones”, comenta.

Luego las cepas fueron puestas a prueba. “Las sometimos a ensayos de resistencia a ácido y a sales biliares para ver si podían resistir el paso por el tracto gastrointestinal sometiéndolas a condiciones similares”, cuenta Lozano. Zunino lo complementa: “Los ensayos in vitro son una aproximación que nos permite ver si tienen potencial como probióticos”.

Lo que dicen es coherente: antes de andar experimentando con animales, es mejor ver si estas bacterias son capaces de soportar las condiciones del estómago y el intestino. De lo contrario, más valdría buscar un probiótico productor de GABA en otra parte. Pero no fue el caso. Todas las cepas mostraron una alta resistencia al medio ácido. En cuanto a tolerar las sales biliares, a las cepas del grupo Lactiplantibacillus les fue mejor.

“Las del grupo Lactiplantibacillus fueron las que más resistieron a las condiciones del tracto gastrointestinal y las que más se adhirieron al mucus”, dice Lozano. En el paper hay un apartado que parece el nombre de una banda de anarcoheavytrap: “Adhesión al mucus fecal”. Pero se trata sólo de una prueba en la que extraen mucus de excrementos de ratón y, mediante varios pasos protocolizados, ven qué porcentaje de cada cepa de bacterias logró adherirse a él. En este caso los valores obtenidos no fueron tan altos: apenas entre 1% y 7% de todas las cepas inoculadas lograron adherirse. Pero esto no es necesariamente un problema.

“Hay una escuela que dice que los probióticos, justamente, no deben colonizar permanentemente la microbiota porque en caso de que generen una reacción negativa para algún individuo particular, tenés que tener la seguridad de que no se van a quedar ahí todo el tiempo”, explica Lozano. Zunino agrega, además, que en ensayos in vivo, es decir con animales, efectuaron un tratamiento diario por períodos prolongados, “por lo que hay una reposición”.

Scorza salta entonces al ruedo: “Más allá de esas capacidades de resistir al tracto gastrointestinal, todas estas cepas tuvieron distinta capacidad de producir GABA. Hay altos productores GABA, medios productores y bajos, lo que sugiere que tendríamos distintas capacidades probióticas”, señala. Y luego dice que eso es buenísimo a la hora de hacer ensayos con animales. “Porque si ves cambios conductuales a través de la administración repetida de una cepa alta productora de GABA, pero ves lo mismo con una de baja capacidad de liberación de GABA, entonces quiere decir que el comportamiento no se modifica por eso sino por otro factor”, dice Scorza, que como una buena jugadora de póker, no está mostrando todas sus cartas: a medida que hablamos queda claro que ya hicieron sus ensayos en ratones.

“Cuando vimos esta propiedad, enseguida nos despertó la idea de testear esta relación de su capacidad de liberar GABA y ver su asociación con el comportamiento de los animales. Eso no está en este paper, sino que es el siguiente trabajo que publicaremos y que surge tras el estudio desarrollado en el marco de la maestría de Joaquín”, confiesa Scorza. Cuando publiquen sus resultados seguro haremos otra nota. Pero por sus caras me doy cuenta de que los ratones de laboratorio y estas cepas de bacterias del cuajo de quesos artesanales semiduros con potencial probiótico se llevaron bien. “Ya mandamos patentar la cepa”, dice jocosamente en serio González.

Elaboración de queso semiduro artesanal en Colonia. Foto cortesía Darío Hirigoyen

Elaboración de queso semiduro artesanal en Colonia. Foto cortesía Darío Hirigoyen

Ansiosos por los resultados

De las 101 cepas que estudiaron 44 tenían potencial de producir GABA. Tras sus diversos análisis, 15 cepas de bacterias del grupo de los Lactiplantibacillus mostraron no sólo resistir a las condiciones necesarias, sino también producir cantidades interesantes de GABA. En el artículo entonces ponen que “se identificó un conjunto de cepas candidatas prometedoras como posibles probióticos con acción en el eje intestino-cerebro” y, levantándose un autocentro para la próxima publicación, agregan que “se necesitan más estudios para evaluar sus posibles efectos sobre el comportamiento utilizando ensayos in vivo”.

Un probiótico con capacidad de reducir la ansiedad, en un mundo en el que el consumo de fármacos ansiolíticos crece de forma alarmante, parece ser más que oportuno. “Uno de los fármacos más consumidos, tanto prescritos como no prescritos, son las benzodiacepinas, que actúan sobre los receptores GABA, y lo que hacen es mantener más tiempo el receptor GABA abierto, entonces hay más transmisión GABAérgica y ese efecto se asocia con una baja de la ansiedad”, explica Scorza. “Entonces en un estado alterado de estrés o de un trastorno de ansiedad, se podría generar un cambio en el balance GABAérgico en el sistema nervioso de la persona”, conjetura. “Eso no quiere decir que un trastorno esté asociado exclusivamente a un desbalance de GABA, pero sí que una parte de ese trastorno puede estar explicada por ese desbalance”, aclara.

“Si uno cuenta con una herramienta que no genera efectos secundarios severos ‒como pueden generar las benzodiacepinas o cualquier otro psicofármaco‒, los que a veces son peores que algunos aspectos de la propia patología de base, y que modula o permite afrontar situaciones de estrés con eficacia, entonces tenemos algo sumamente prometedor”, dice Scorza mientras uno asiente complacido.

“En la literatura los probióticos no están determinados como un tratamiento de base o de primera línea, siempre están asociados a otro tratamiento. Eso pueden tener que ver con que todavía no hay tanta tradición de uso de probióticos para trastornos de salud mental. Pero si uno tiene un probiótico con varias propiedades benéficas y que además me va a permitir afrontar un nivel de estrés que puede ser cotidiano o si uno tiene un alto grado de vulnerabilidad para no tolerar el estrés, un tratamiento crónico con probióticos puede colaborar y balancear el estado de ánimo”, agrega.

Pero Scorza también es consciente de importantes limitaciones: “Los probióticos no van a curar una enfermedad tan compleja como la depresión, lo que sí podrían es modular ciertos aspectos que pueden estar desbalanceados en este tipo de patologías. Eso es lo que está propuesto en la literatura. Hay que hacer muchos ensayos preclínicos y ensayos clínicos, porque no todos los probióticos que están descritos en la investigación preclínica pueden trasladarse y funcionar en humanos”. De todas formas, reconoce que “todo lo que tiene potencial y puede llegar a ser trasladado a humanos empieza por este tipo de ensayos que hicimos. Por eso nosotros insistimos con la expresión ‘potencial probiótico’, y ‘potencial beneficio a la salud’, porque no se puede hacer la traslación directa. Ahora, todo lo que llega al uso humano sale de este tipo de ensayos”. Vamos bien.

“Estudiar el eje intestino-cerebro cambia muchísimo la percepción de cómo uno estudia las enfermedades. Hay que tener presente que cuando se estudia un trastorno emocional hay toda una parte que no se está considerando, que es el eje intestino-cerebro, o al revés, la modulación de la microbiota intestinal pasa a ser un sitio de acción para estudiar y modular aspectos que pueden tener consecuencias en el comportamiento emocional. Entonces eso abre un abanico de estudios y de posibilidades de investigación que amplía la percepción de lo que es un trastorno”, reflexiona Scorza.

Aquí buscaron una bacteria exógena; entonces, les pregunto: “¿Estas ansiedades que parecen agobiarnos tanto son producto de una disbiosis? Es decir, ¿hay alguna familia de bacterias que no está en nuestros intestinos y alguna vez estuvo, o en realidad vivimos una vida que nos estresa tanto que precisamos pensar en unas bacterias que no estaban en nuestros intestinos para que generen estos niveles de GABA y que podamos llevarla un poco mejor?”.

“Creo que una cosa no quita la otra”, dice sabiamente Lozano. Si tenés una dieta no tan variada y baja en fibras, lo que a su vez genera una población intestinal no muy variada, que promueve ciertos grupos bacterianos que tal vez no son los mejores, y además tenés el estrés de la vida diaria... todo eso sumado hace que, seguramente, tengas tanto estrés como problemas de disbiosis en la microbiota intestinal. Y una cosa se correlaciona con la otra”, agrega.

“Pero, además, la vida te lleva a escenarios complejos”, agrega Scorza, que pone el ejemplo de una enfermedad para la cual al paciente se le dan antibióticos. “Los antibióticos son uno de los factores que más alteran la microbiota. Entonces si tenés una enfermedad que no tiene nada que ver con lo emocional, pero para su tratamiento te dan antibióticos durante un largo tiempo, te desestructuran la microbiota”, sostiene. Y una microbiota aniquilada repercute en el estado emocional.

“Por eso ahora, tras el tratamiento con antibióticos muchos médicos mandan después un repoblador de microbiota”, comenta González. “¿En qué país?”, le pregunto. ¡Parece que acá! Confieso, hace tiempo que no veo a un médico que me recete antibióticos. Me dicen que hay un repoblador que se llama Bacilor. “Reconstituyente de la flora intestinal. Tratamiento de diarreas no complicadas, particularmente en las secundarias a procesos infecciosos (ej. virales) y a diarreas secundarias al uso de antibióticos. Cada sobre contiene cultivo liofilizado de Lactobacillus casei variedad rhamnosus, de título mínimo 1 x 10⁸ gérmenes por gramo”, dice la página del laboratorio que lo comercializa. “Por suerte, ya hay algunos médicos que están empezando a incorporar la importancia de la microbiota”, agrega Scorza.

Más allá

Ahora viene toda una segunda parte de ensayos con animales, que, por lo que adelantaron, sigue haciendo pensar que estas cepas de lactobacilos de los quesos artesanales son potenciales probióticos. Les pido un ejercicio de futurología. Supongamos que luego estas cepas funcionen también en humanos, ¿cómo las veríamos en nuestra vida? ¿Serían probióticos prescritos a personas con algunos problemas de ansiedad o depresión o, en cambio, estarían en determinados alimentos o formulaciones que uno tomaría cotidianamente para ayudar a combatir el estrés y otras cosas?

“Ambos, no son excluyentes”, dice González. “Imaginate ir a un supermercado y, como pasa ahora, comprar un probiótico. Por ahora las funciones son otras, pero en este caso sería un coadyuvante al tratamiento que te haga tu médico”, agrega. “Lo bueno de estas bacterias es que ya vienen de los alimentos, entonces además de que se esperaría que fueran inocuas, ya sabemos que en un queso van a quedar bien, no es algo que vaya a arruinar su sabor o algo así”, dice Lozano.

¿En los propios quesos artesanales del tipo semiduro habrá de estas bacterias activas como para darnos un empujoncito de GABA? “Habría que ver si en la matriz queso estos lactobacilos producen GABA. No evaluamos si estos quesos tienen esa capacidad probiótica. Es algo que se podría estudiar a futuro o desarrollar un alimento funcional que las incorpore”, contesta González.

Es posible que algo de esto termine en los quesos. Pero no están muy de acuerdo. Zunino piensa que es difícil. De todas formas, calma, dejemos a la ciencia hacer su trabajo. Estos probióticos potenciales para ayudarnos con el estrés, si salen, no lo harán mañana ni pasado. ¿Será un sobrecito con un polvo que contenga concentraciones de mil millones de bacterias por gramo? ¿Estarán incorporadas a otros alimentos, como un yogurt? A la ciencia más vale no apurarla. Pero si queremos ese sobrecito, o cualquier otra cosa fabulosa que aparezca en el camino, lo que sí tenemos que hacer es apoyarla.

Artículo: “Probiotic potential of GABA-producing lactobacilli isolated from Uruguayan artisanal cheese starter cultures”
Publicación: Journal of Applied Microbiology (junio 2022)
Autores: Joaquín Lozano, Sofía Fernández, Álvaro González, Darío Hirigoyen, Marcela Martínez, Cecilia Scorza y Pablo Zunino

Hay equipo

“Es la primera vez que se logra medir GABA en ensayos de bacterias en Uruguay. Y eso lo hicimos con un equipo de cromatografía de líquidos de alta resolución con detector de masa que tenemos en el IIBCE. Eso nos pone contentos, Joaquín y Marcela establecieron un procedimiento que permite que se hagan más ensayos de este tipo”, dice Scorza. El conocimiento y la puesta a punto de técnicas son acumulativos; una vez que se alcanzan, quedan y abren nuevas posibilidades.

El equipo del que habla Scorza, un HPLC-MS, fue adquirido con dinero del llamado que hacía la Agencia Nacional de Investigación e Innovación para la compra de gran equipamiento, y que ha visto reducido drásticamente sus montos en años recientes. Lo de siempre: por este camino nos condenamos a comprar soluciones desarrolladas en otras partes, en este caso, probióticos.

“Esto también habla de cómo la ciencia hoy implica cruzar áreas. Microbiólogos aprendiendo cromatografía, algo más de química analítica, para cuantificar GABA, que involucra a la neurociencia, de un cultivo de bacterias, y la interpretación de eso”, rescata Scorza. “Estamos tratando de fomentar esta interacción y promover estas líneas de trabajo que rompen esos límites establecidos por los nombres de las áreas. Porque la realidad es que si tenés una buena pregunta en microbiología, que tiene una interpretación desde las neurociencias y con una traslación biomédica, esas fronteras se diluyen”.