Es fascinante cómo en tiempos de obsesión tecnológica en los que se dedican horas y chorros de tinta a discutir sobre herramientas de inteligencia artificial que crean textos con cierta coherencia, la ciencia también da codazos para contarnos que el mundo que creíamos que conocíamos no era tan así. Al igual que la inteligencia artificial, la humana se construye sobre el conocimiento ya disponible. Y como la ciencia es una actividad creativa, ese conocimiento es dinámico.

Si a un chat generativo de inteligencia artificial le preguntáramos qué tantos conocimientos astronómicos tenían quienes vivieron donde hoy es Uruguay hace unos 3.000 años, sus algoritmos lo llevarían a repasar a una velocidad vertiginosa cantidades enormes de información disponible en línea. Tal vez en segundos lograra andar un camino que a nosotros, los humanos de Uruguay, nos ha llevado casi dos siglos transitar y que indica que este territorio ha estado poblado desde hace al menos unos 14.000 años, que los pueblos originarios de este lugar desarrollaron varias tecnologías líticas, que construyeron lo que conocemos como “cerritos de indios” configurando aldeas con plazas públicas y centros de congregación en un proceso que comenzó hace unos 4.800 años y que perduró hasta iniciado el sometimiento de los indígenas por los colonizadores europeos, que esos pueblos realizaban agricultura habiendo domesticado el maíz y el zapallo, entre otros vegetales, que también tenían un manejo ganadero de herbívoros nativos primero y luego de los vacunos introducidos, que lejos de haber existido unos “últimos charrúas” su señal sigue presente en la población actual, ya que cerca de un tercio tiene genes indígenas por el lado materno y por tanto es un mito eso de que “venimos de los barcos”. Si esa inteligencia artificial generativa fuera sensiblemente inteligente, tal vez hasta podría darse cuenta de que en este pequeño país sudamericano tenemos un temita no resuelto con lo indígena.

Fuera como fuere, entonces tal vez la inteligencia artificial encontraría el reciente artículo publicado en la revista Land que se titula “Conocimiento del cielo entre los pueblos indígenas de las tierras bajas de América del Sur: primeros análisis arqueoastronómicos de orientaciones en montículos en Uruguay”. Las inteligencias artificiales no tienen mandíbula ni ojos, así que probablemente ni se le caería la primera ni se le agrandarían los segundos al asimilar las líneas del texto. ¡El trabajo científico de Camila Gianotti, Nicolás Gazzán, Cristina Cancela y Moira Sotelo, investigadores del Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio del Uruguay (Lappu) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y del Centro Universitario Regional del Este (CURE) de la Universidad de la República, junto con César González-García, del Instituto de Ciencias del Patrimonio de España, comunica que indudablemente los habitantes de este lugar, hace varios miles de años, habían construido sus cerritos de indios orientados de forma de marcar fenómenos astronómicos!

¿Cómo integraría una inteligencia artificial esta información nueva, ya que se trata de una investigación pionera en el tema, con toda la otra ya disponible sobre los indígenas y los pueblos originarios? Difícil saberlo. Ahora, pobre inteligencia artificial: por más que pudiera reproducir partes importantes del texto y comunicarlas de forma hasta convincente, jamás sentiría el placer y la emoción de estar ante algo que te sacude el piso. ¿Sentiría ganas de llamar inmediatamente a Camila Gianotti, primera autora del trabajo, para saber más al respecto? A esta altura estoy tan fascinado por el tema que me importa poco lo que haría la inteligencia artificial. Yo solo sé que estoy iniciando una sesión de videoconferencia y que, desde Rocha, Camila también está llena de ganas de hablar de todo esto. Así que allá vamos.

Más de cinco años para contar qué pasaba hace 3.000

En 2018 publicábamos una nota en la que contábamos que el astrofísico César González-García, del Instituto de Ciencias del Patrimonio de Santiago de Compostela, se encontraba en nuestro país, tanto para dar un curso sobre arqueoastronomía, la disciplina que reúne arqueología y astronomía para conocer la relación con el firmamento y los cuerpos celestes de quienes nos antecedieron en este mundo, como para realizar mediciones de cerritos de indios. “Iremos y tomaremos medidas en el terreno. Una vez que tengamos medidas y ciertos patrones, podremos definir de una manera más clara por dónde empezar una colaboración, y abrir una línea de investigación en astronomía de la cultura, que sería novedosa en Uruguay”, decía César entonces. Y en el nosotros de “iremos” no sólo estaba inmiscuida Camila Gianotti, que hace tiempo venía estudiando los cerritos de indios, sino que ella tenía mucho que ver con la propia presencia de César en el país. Es que el tema de la orientación la venía obsesionando desde antes.

“Cuando estaba haciendo el doctorado, relevamos miles de cerritos en Tacuarembó y en Rocha”, rememora Camila. “Una vez que sistematizamos esa información, veíamos que había ciertas orientaciones de los conjuntos que eran regulares y recurrentes. Si bien había muchas posibilidades distintas de construir y de distribuir los cerritos de acuerdo a la topografía, de alguna manera estos pueblos habían elegido seguir esas orientaciones recurrentes y regulares, tanto en Rocha como en Tacuarembó”, dice, y entonces sintió esa inquietud por tratar de entender qué podía estar detrás de esa regularidad.

“En ese momento estaba en Santiago de Compostela haciendo el doctorado. Allá el fenómeno parecido a los cerritos son los túmulos, y en ellos las cámaras funerarias donde se enterraban a los muertos estaban orientadas siempre hacia el este. Hablando con mi tutor y con más gente allá, nos preguntamos si estas orientaciones recurrentes en Uruguay no podían estar vinculadas también con cuestiones astronómicas”, dice sobre ese momento eureka. “Ahí surgió una primera gran interrogante, que si bien no abordé en la tesis, quedaba planteada en las conclusiones como una inquietud”, recuerda.

Tiempo después, presentó junto con colegas un proyecto de investigación a los llamados de la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) de la Universidad de la República que contemplaba las dos patas: por un lado, formarse en el tema y, por otro, comenzar a hacer las primeras investigaciones en Uruguay. “La astronomía cultural y la arqueoastronomía son un campo interdisciplinar que requiere evidentemente gente especializada con conocimientos astronómicos que nosotros no teníamos”, dice. La consecuencia: la venida de César para dar un curso de arqueoastronomía en el CURE y salir luego a hacer mediciones.

En mayo de 2018, ya tenían los primeros indicios de que algo había entre los constructores de los cerritos y el cielo. Pero como decíamos en la nota de esa fecha, para publicar sus resultados hacía falta un trabajo minucioso. Pues bien, la espera terminó: el artículo es contundente y comunica con belleza los resultados.

Cerrito de indios, sitio Puntas de San Luis, Rocha.

Cerrito de indios, sitio Puntas de San Luis, Rocha.

Foto: José María Ciganda

El cielo se suma al paisaje

Desde el Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio del Uruguay, Camila y otros colegas vienen trabajando fuertemente en la idea de que los cerritos forman parte de un proceso, ya no sólo de modificación del paisaje, sino de su monumentalización, de colocar en él aspectos simbólicos, culturales y de relevancia para quienes los construyeron y habitaron. Y en este trabajo el cielo se suma a esa construcción cultural del paisaje.

“Gran parte de las comunidades indígenas entienden que el mundo es un todo formado por distintos planos o distintas secciones de la realidad en las que incluyen el cielo, el mundo que pisamos e incluso el inframundo. Todos esos planos están habitados por seres y hay relaciones y diálogos entre los distintos planos. Ese mundo celeste o ese cielo está habitado por seres que ordenan, organizan e inciden en lo que pasa en la vida en la tierra”, comenta Camila. “Desde ese lugar no era nada descabellado lo que estábamos pensando, no estábamos inventando la pólvora. Simplemente estábamos viendo de qué manera, desde la arqueología, podíamos aproximarnos a esa materialización de los conocimientos del cielo en la tierra”, agrega.

Recortados en el horizonte

Cuando se lee en el artículo que un grupo de expertos analizará la orientación de cinco conjuntos de cerritos de indios respecto de estrellas, planetas, satélites, constelaciones o asterismos –término que define a cualquier agrupación de estrellas y cuerpos celestes sin que coincidan necesariamente con una constelación–, lo primero que imaginamos es que buscarán ver cómo estarán dispuestos los cerritos. Pero al leer el trabajo queda claro que el asunto es un poco más complejo. Y en parte tiene su lógica.

Los cerritos de indios son elevaciones que pueden ir desde unas pocas decenas de centímetros hasta varios metros. Pero siendo de forma casi circular, no miran a ningún lugar en particular. El asunto cambia cuando desde lo alto de un cerrito vemos qué sucede con los otros que están en la zona.

En el trabajo entonces reportan que, desde el punto más elevado de cada cerrito, observaron qué otros cerritos se recortaban en la línea del horizonte de forma que fueran como mirillas para capturar el tránsito de los cuerpos celestes. Pero claro, esto requiere trabajo. Por ejemplo, en el sitio García Ricci, en los bañados de India Muerta, el grupo estudiado se compone de nueve cerritos y en el sitio Talitas, de diez. Pero en Los Ajos el conjunto está formado por más de 70 cerritos. Así que había que subir, mirar el horizonte y ver qué relaciones significativas para determinar las orientaciones encontraban. Pero claro, no arrancaban a ciegas.

“Eso tiene que ver con parte de esta nueva línea de investigación que iniciamos en el Lappu y que tiene un componente de investigación metodológica muy fuerte”, dice Camila, que cuenta que se basaron en experiencias de otras partes para ver qué y cómo medir las orientaciones. “En el caso de los cerritos, lo que hicimos fue combinar un poco nuestra experiencia previa, que hacemos Arqueología del Paisaje, en la que importa mucho, tanto la ubicación de cada cerrito como la relación entre distintos cerritos, en una búsqueda de las lógicas de la organización del espacio que configuran”, cuenta.

“Entonces trajimos esos criterios que para nosotros están incidiendo en la localización de los cerritos y que tienen que ver, por ejemplo, con la intervisibilidad entre cerritos o con la ubicación en lugares prominentes, y los combinamos con otros criterios que se manejan en muchos trabajos, como por ejemplo, los de los horizontes recortados”, señala Camila.

De esa manera, analizaron las orientaciones desde cada cerrito en relación con el próximo visible y priorizando aquellos que se recortaban. Y lo que encontraron confirmó aquella antigua inquietud que se había aquerenciado en Camila. “Lo que buscamos con esta investigación fue ver si el cielo pudo estar incidiendo a la hora de ubicar los cerritos donde están, si estas relaciones con el cielo son un factor o criterio locacional más, si tuvieron algo que ver con construir los cerritos ahí donde están y no en cualquier otro lugar. Finalmente, tenemos evidencia que nos dice que sí, que hay relaciones con el cielo que son un factor locacional”.

Orientados según el cielo

Tenían datos de la orientación de los cerritos tomados con los criterios antes mencionados. En el trabajo comunican que “los cinco grupos tienen orientaciones sistemáticas hacia la parte sur del horizonte y, más específicamente, hacia el suroeste o sureste”. También señalan que estas orientaciones tienen una característica notable: “Considerando la declinación media, los cinco conjuntos parecen estar mirando a partes del cielo separadas por sólo 10 grados”. Bien, algo había.

“Luego de tomar esas mediciones, hay todo un trabajo de procesamiento de los datos donde el expertise de los astrofísicos juega mucho, porque hay que llevar los datos al cielo de hace 3.000 años, que no es el mismo que hoy en día. Todo ese trabajo que hizo, sobre todo, César nos dio dos orientaciones relevantes”, cuenta Camila. Aprieten sus cinturones que nos vamos al espacio.

¿Las orientaciones de los cerritos de indios tenían algo que ver con el movimiento de cuerpos celestes? Vaya que sí. “Por un lado, está la luna llena antes y después del solsticio de junio”, dice Camila. Y entonces viajemos también en el tiempo. Si hace unos 3.000 años estuviéramos parados en uno de estos cerritos y miráramos al horizonte cuando sale esa luna llena previa o posterior al solsticio de invierno, la veríamos salir justo por encima de otro cerrito próximo que se está recortando en el horizonte.

Pero ese no fue el único factor astronómico que encontraron. “Los cerritos se orientan también hacia una sección del horizonte, abarcada por un ángulo de unos 10 grados, donde 'sale' la Cruz del Sur”, dice Camila, que enseguida explica estas comillas que acabo de ponerle al sale. “En realidad, no es que salga la Cruz del Sur, porque siempre está visible por encima del horizonte, pero en la astronomía se le llama orto y ocaso a los momentos en los que un astro está más cerca del horizonte. Como la Cruz del Sur es circumpolar, siempre está visible, pero hay un momento en el que se ve muy cerca del horizonte y podría ser asimilable a un orto o una salida, y en otro momento se vuelve a acercar al horizonte y es como si fuera un ocaso o un momento equivalente a la puesta”, explica.

Camila Gianotti en un cerrito de indios en Rocha.

Camila Gianotti en un cerrito de indios en Rocha.

Foto: Federico Gutiérrez

De hecho, en el trabajo señalan que esta orientación es aún más significativa que la de la luna llena. La Cruz del Sur jugaba un papel relevante para esta gente, aunque claro que así la llamamos nosotros pero no los constructores de cerritos. Camila agrega que “ese momento en que la Cruz del Sur está más abajo en el firmamento coincide aproximadamente con el solsticio de invierno”.

Los habitantes de estas tierras hace miles de años tenían entonces un aguzado ojo al momento de observar el cielo, registrar el movimiento de las estrellas y prever ciclos, tal cual marca que eso se diera en la proximidad del solsticio de invierno, que determina el día más corto del año. Pero no se trataba sólo de la Cruz del Sur, sino que a su lado, en ese sector del cielo, es donde aún hoy, si tenemos la fortuna de estar en un lugar con baja o nula contaminación lumínica, podemos ver la increíble mancha que forma la Vía Láctea.

Marcando el calendario

Los constructores de cerritos prestaban especial atención a la Cruz del Sur y la Vía Láctea, algo que simbólica y cosmológicamente, era relevante para ellos, como ya veremos. Pero además, recordemos que estos cerritos de Rocha estaban –y siguen estando pese a atropellos cometidos tanto en el pasado como recientemente– en bañados y zonas inundables. Los bañados no son lugares donde el paisaje es siempre igual: en algunas épocas del año se hinchan de agua, en otras hay seca. Y curiosamente estas salidas y ocasos de la Cruz del Sur coinciden con el momento del invierno en que los bañados cambian la dinámica; es el tiempo de mayores lluvias y frío y, a partir de allí, lo que viene es, si se quiere, más amable.

“Esto se da en un momento que claramente marca un cambio y es parte de un ciclo anual en el que el invierno juega un rol muy importante para lo que viene después, que es justamente la primavera, la fertilidad, la época de recolección y de cría también de muchas especies de animales”, sostiene Camila.

“Por ejemplo, indígenas del Chaco ven esta etapa del invierno como una precondición para que venga lo otro. Aquí en estos bañados eso coincide con el frío, con las heladas y con la inundación, y todo eso es necesario para que se dé ese renacer. Si no se dan las inundaciones, el frío y las heladas es un indicador de que algo irá mal”, señala.

“Ese momento de la Cruz del Sur baja en el horizonte que coincide con el solsticio de invierno está relacionado también con ese momento en que estos humedales se llenan de agua. Para nosotros, podrían ser los momentos más inhóspitos, pero habría que ver si también para estos pueblos lo serían”, reflexiona Camila. “Desde luego cambian las condiciones de vida, de movilidad, de estar en estos lugares. De hecho, nosotros tenemos la hipótesis de que esos grandes conjuntos de cerritos, como Los Ajos en India Muerta, donde hay unos 100 montículos con configuraciones complejas en el espacio, están funcionando como lugares de agregación, lugares donde se congregan aldeas de la zona en determinados momentos del año”, conjetura.

“Podría ser que, justamente en el momento en que los bañados se llenan de agua, los grupos estén desplazándose hacia lugares sensiblemente más secos, porque en esos cerritos están al borde de los bañados”, sigue hilando. “Estos lugares de agregación, que etnográficamente están muy documentados, es donde se celebran alianzas y reuniones entre grupos distintos. Son instancias necesarias para la vida de estos grupos. Entonces creemos que tiene sentido, y más aún cuando vemos que la relación de estos asterismos, en concreto, de la Cruz del Sur y de la Vía Láctea, está muy vinculada con una figura como la del ñandú, que es un animal mítico, que además está relacionado con este período de la fertilidad, del renacer, de la primavera”, dice dando paso a la otra dimensión de esta investigación.

“El ñandú, en las leyendas de los moqoit, de pueblos del Chaco y también entre los guaraníes, se asocia a períodos de lluvia y de inundación. Entonces, más sentido aún tienen estos datos que estamos encontrando”, señala.

Ñandú en el cielo

“Las orientaciones que obtuvimos con el procesamiento de los datos para nosotros fueron muy fuertes. Eso que encontramos luego se destacó más todavía cuando nos pusimos a hacer toda esa exploración y búsqueda en las etnografías sudamericanas de qué significan estos fenómenos”, dice Camila. Y el ñandú, el ave no voladora más grande de nuestro continente, también era grande en el cielo.

Producto de esa búsqueda de información etnográfica, histórica y arqueológica sobre qué pasa en otros pueblos donde ya se ha trabajado este asunto, en el artículo cuentan algo fascinante: para varios pueblos, como los ya mencionados Moqoit o los Toba, el ñandú no estaba en el cielo una sino dos veces: a decir del antropólogo y astrónomo argentino Alejandro López, citado en el trabajo, había un ñandú estelar y un ñandú lacteal.

La Cruz del Sur, el ñandú estelar, sería la huella de la pisada de un ñandú, mientras que en la Vía Láctea las zonas oscuras permitirían ver la cabeza, el cuello y el cuerpo de este animal, configurando el ñandú lacteal. La imagen que acompaña el artículo, y que aquí reproducimos, no deja lugar a la menor duda: mientras hay constelaciones que nos obligan a usar demasiado la imaginación, como Orión con su cinturón conformado por las tres Marías, en la imagen el ñandú emerge sin obligarnos a demasiados malabarismos.

Como ya se ha reportado varias veces, los pobladores de estas tierras de hace miles de años estaban conectados, no sólo dentro de lo que hoy es nuestro territorio, sino con otros grupos, tanto hacia el oeste como hacia el norte. Pensar que así como circulaban tecnologías líticas y genes también lo hacían mitos celestes y conocimientos astronómicos suena bastante coherente. Cabría esperar entonces que en el cielo los pobladores de estas tierras no tenían sólo un marcador instrumental para los ciclos de la naturaleza, sino también toda una dimensión simbólica.

“Este es otro ejemplo claro de esa circulación entre distintos grupos. Con matices y con diferencias, esos mitos o leyendas en torno a la Vía Láctea y a la Cruz del Sur tienen sus variaciones, pero también un sustrato común en el ñandú como figura de poder, como figura simbólica, con un rol cultural importante en la vida de estos pueblos, al punto de que, como decimos en el artículo, varios grupos de la zona amazónica, la zona andina y la zona pampeana del sur nombran a la Cruz del Sur y a la Vía Láctea con el mismo nombre que se le da al ñandú”, señala Camila.

Pári Búrea es la huella de ñandú y la Cruz del Sur entre los bororo; Mañic o Amanic entre los moqoit; Peú para los abipones, según Paucke; Guyra Nhandu entre los guaraníes; Yandoutin entre los tupinambá; Choike en la zona patagónica y sur de Chile; Berá entre los charrúas”, informa el artículo. “Allí hay algo que seguramente tiene mucho que ver con esto del flujo de información, de conocimientos, de intercambios y también de leyendas y de mitos de origen que son compartidos”, apunta Camila.

“En una leyenda de los Moqoit un ser poderoso persigue a un ñandú, pero no consigue cazarlo. El ñandú, en ese huir de este cazador, se sube al árbol del mundo, al árbol de la vida, que es un ombú, y así alcanza el cielo y queda estampado en él. Hay distintas versiones en distintos grupos; para unos, lo que queda marcado es la pata del ñandú, para otros son las alas cuando intenta volar. Entonces, más allá de las distintas variaciones, claramente el rol cultural del ñandú es clave en estas cosmovisiones de grupos indígenas sudamericanos” dice.

A esto se suma otro hecho que reportan en el trabajo que podría ajustarse a este puzle que uno intenta construir sobre algo que ya no está: la escasez de restos de ñandú en el registro arqueológico. Mientras en sitios arqueológicos se han encontrado restos de diversos animales en cantidades significativas, los de ñandú no sólo no son abundantes, sino que los que son más frecuentes son los restos de las patas. “Los restos óseos de ñandú están ausentes en la mayoría de los sitios arqueológicos”, decía un trabajo de 2017 de la arqueóloga Federica Moreno, en el que había encontrado restos de ese animal que representaban sólo 0,1% del total de huesos de animales encontrados en un sitio del Bañado de San Miguel, en Rocha.

“Comenzamos entonces otra búsqueda de información y encontramos que en muchos grupos sudamericanos la carne o la grasa del ñandú es un alimento tabú para determinados sectores del grupo o durante determinados momentos de la vida”, agrega. “Entonces nos empezamos a plantear que esto es una vía nueva, además de las relaciones astronómicas, para tratar de interpretar esa baja representación en el registro arqueofaunístico, que podría estar obedeciendo a estos tabúes o a algún tipo de restricción”, señala Camila. Y entonces volviendo a aquello de los distintos planos conectados, la presencia del ñandú en el cielo podría entonces explicar su ausencia en el suelo.

“Creo que uno de los aportes más interesantes que sentimos de este trabajo es ese: el intento de mostrar cómo las cosas están más relacionadas y cómo en ocasiones tenemos que tener en consideración a esa esfera más simbólica, más vinculada con conocimientos que en arqueología a veces son muy difíciles de acceder. Esto muestra que tenemos vías para hacerlo”, reflexiona.

César González en salida a los cerritos de Rocha, 2018.

César González en salida a los cerritos de Rocha, 2018.

Foto: Camila Gianotti

Astrónomos milenarios

En nuestro país es común que al hablar de los pobladores que había en América se diga que eran primitivos. Cuando se les reconocen logros intelectuales, se lo hace casi siempre en relación a los mayas o a los incas y casi que con la intención de mostrar qué tan lejos de eso estaban los indígenas de nuestro territorio. Este trabajo nos habla de que las personas y grupos que vivieron hace miles de años en los bañados de Rocha tenían un conocimiento de la mecánica celeste.

Pensando que era gente que vivía más conectada con su ambiente, que miraran el cielo es algo obvio. Como los seres humanos, tanto los de antes como los de ahora, somos extremadamente buenos encontrando patrones a las cosas, algo que incluso nos genera problemas. Que hubieran entendido que la Cruz del Sur o su Mañic cada tantos meses sale por un lugar particular del horizonte y que entonces construyeran sus cerritos con base en eso es otra evidencia más que arremete contra esta idea repetida como mantra de que los indígenas de aquí eran brutos de escasa cultura.

“Eran sociedades con una complejidad social, económica y política más importante de la que estamos acostumbrados a escuchar o a conocer a través de la historia que se nos ha transmitido”, concuerda Camila. “Este trabajo lo que hace es sumar un granito más de conocimiento y de información a eso que nosotros ya veníamos planteando, que es que los cerritos, en realidad, hay que entenderlos como una tecnología maravillosa, un saber hacer para habitar ecosistemas inundables”, agrega.

“Cada aspecto que encontramos y que investigamos le suma una capa más de complejidad a este fenómeno, que además se sostuvo y se mantuvo con sus variaciones, con sus matices regionales, durante 5.000 años e incluso más, porque todavía quedan zonas donde se sigue viviendo en los cerritos. En la zona de San Luis, de Paso Barranca, todavía hay pobladores rurales que siguen viviendo arriba de los cerritos y plantando sobre ellos”, defiende Camila.

Las estrellas, nuestro destino

Como dicen en el artículo, este es un primer trabajo realizado en cinco conjuntos de cerritos. Hay miles más y habría que ver si esto se repite en otros. Es que este trabajo abre una puerta a las estrellas. Una vez que entendemos que estos pueblos podían orientar los cerritos de acuerdo a la salida y ocultamiento de algunos cuerpos celestes, nada impide que en otros se propusieran hacerlo de acuerdo con otros cuerpos o asterismos para incorporar el cielo a su cotidianidad o, como dice Camila, “usar los cielos para ordenar la vida en la Tierra”.

“Nosotros estamos casi seguros de que no todos los cerritos responden a estas orientaciones. De la misma manera que los cerritos excavados muestran una diversidad de situaciones y de usos muy amplia, seguramente otros tengan orientaciones relacionadas con otros fenómenos del cielo. Este trabajo me parece que justamente consolida la idea de que hay campo para hacer arqueoastronomía y astronomía cultural en Uruguay. Y no sólo con los cerritos. Tenemos otro montón de manifestaciones arqueológicas, e incluso también de la vida de la población rural actual, que tiene un montón de conocimientos del cielo que tal vez todavía no se están recogiendo”, agrega.

“La idea es seguir formando gente en el área, expandiendo esta idea de la astronomía cultural y arqueoastronomía como campos de conocimiento y de investigación interdisciplinar que necesita de miradas distintas, antropólogos, geógrafos, arqueólogos, astrónomos”, manifiesta, agregando que esta “es una línea que jerarquiza y le da más agencia a estos pueblos indígenas”.

“A veces la arqueología estudia cosas muy concretas. Tanto que luego cuesta dar el salto en términos más antropológicos a nivel de las interpretaciones y las conclusiones finales, de mostrar esa complejidad que hace al todo, a la forma de entender el mundo de nuestros pueblos indígenas. Los conocimientos del cielo me parece que son una buena vía, a través de la arqueología y de la materialidad, de acceder a esos aspectos que a veces es muy difícil de acceder”, propone Camila.

Los pueblos originarios de este territorio miraban el cielo, se fascinaban con él y encontraron los patrones de movimiento de sus ñandúes estelares y lacteales. Tanto que orientaban sus cerritos y aldeas de forma de apreciar el espectáculo en los solsticios. No sé con cuánto de todo lo dicho en este artículo se quedará la inteligencia artificial. Sólo espero que sea lo suficientemente inteligente para convencer a quienes aún se cierran tozudamente a reconocer que aquí hay un pasado mucho más rico del que nos contaron.

Artículo: “Knowledge of the Sky among Indigenous Peoples of the South American Lowlands—First Archaeoastronomical Analyses of Orientations at Mounds in Uruguay”
Publicación: Land (abril 2023)
Autores: Camila Gianotti, César González-García, Nicolás Gazzán, Cristina Cancela y Moira Sotelo.

Claves de esta investigación

  • Este es el primer trabajo que se realiza en Uruguay para estudiar si hay alguna relación entre la orientación de construcciones de los pueblos originarios y el comportamiento de astros, estrellas y cuerpos celestes del firmamento.

  • Para ello, en 2018, se tomaron diversas mediciones de cinco conjuntos de cerritos de indios ubicados en el departamento de Rocha (en los sitios García Ricci, Los Ajos, Talitas y Los Indios A y B) que fueron construidos hace entre 4.500 y 1.600 años.

  • Especialmente, se tomaron en cuenta orientaciones significativas de los cerritos, por ejemplo, aquellas configuradas cuando desde la cima de un cerrito, el más próximo se recortaba en la línea del horizonte.

  • Se observó que estas orientaciones significativas apuntaban todas en dirección al sur y a una misma región del cielo de unos 10 grados de amplitud.

  • Mediante cálculos astronómicos se determinó que cuerpos celestes, estrellas y constelaciones o asterismos –agrupaciones de estrellas y cuerpos celestes que no necesariamente conforman una constelación– estaban en esa porción del firmamento hace entre 2.000 y 3.000 años.

  • Los cerritos de indios resultaron estar orientados astronómicamente de acuerdo a dos fenómenos: por un lado, en relación con la salida de la luna llena previa y posterior al solsticio de invierno y, en mayor medida, al punto más bajo de la Cruz del Sur en el firmamento, que también sucede próximo a ese solsticio, así como al brazo de la Vía Láctea.

  • Marcar el solsticio de invierno sería relevante para los ciclos naturales, en especial, en ese ambiente de bañados, ya que allí es el período de mayor inundación.

  • Información etnográfica e histórica asocia a la Cruz del Sur y la Vía Láctea de varios pueblos de la región con la figura de un ñandú mitológico, lo que marca también la importancia simbólica de estos asterismos.