Nuestra relación con los metales es complicada. Venimos extrayéndolos de la tierra sistemáticamente desde hace al menos 7.000 años y usándolos como fuente de recursos con una intensidad tal, que incluso han dado nombre a varias de las edades de la humanidad. Ayudaron a forjar algunos de los imperios más grandes de la historia pero posiblemente estuvieron también involucrados en su decadencia. Nuestra relación con ellos es, literalmente, tóxica.

Eso es especialmente cierto para los metales pesados (aquellos con un número atómico y densidad atómica alta), como arsénico, cadmio, cromo, mercurio, plomo o cobalto, entre muchos otros. Se encuentran naturalmente en la corteza terrestre, pero son liberados en la tierra, agua y aire por el uso masivo en los procesos de extracción del suelo y diferentes actividades humanas, como la agricultura, minería, plantas de energía y varios tipos de industrias. Algunos son incluso esenciales para nuestro metabolismo, siempre y cuando se encuentren presentes en las cantidades adecuadas.

Nuestra adicción histórica a los metales pesados se tornó más intensa con la industrialización y se convirtió también en un problema, debido a su potencial para bioacumularse en nuestros organismos y generar efectos tóxicos graves (cuando superan ciertos límites). Por ejemplo, el envenenamiento con algunos de estos metales puede causar varios tipos de cáncer, daños severos en órganos, problemas de desarrollo y dificultades cognitivas.

Como suele pasar en las relaciones tóxicas, abandonarlos no es tan sencillo. Saber el daño que hacen no ha logrado que evitemos el abuso o que modifiquemos nuestro comportamiento todo lo que deberíamos. Las cañerías y utensilios de plomo del Imperio Romano colaboraron en el envenenamiento progresivo de parte de su población, pero lo ocurrido no evitó que 2.000 años después fuéramos testigos de otros casos muy cercanos: la plombemia en niños de contexto precario en Uruguay, ocasionada probablemente por el plomo liberado al ambiente a través del uso en pinturas y el tetraetilo de plomo para las naftas durante el siglo XX, por ejemplo.

Al encontrarse presentes en el ambiente, los metales pesados se acumulan en las plantas y tejidos orgánicos que consumimos. Monitorear las cantidades presentes de estos contaminantes en los alimentos, por lo tanto, es esencial para nuestra salud, pero no es lo que pasa en todos los rubros actualmente. Por ejemplo, no hay un monitoreo de las frutas y verduras que se producen en Uruguay y se consumen localmente.

Con intenciones de comenzar a corregir estas omisiones, en 2017 se conformó el Comité de Coordinación en Investigación en Inocuidad de los Alimentos (CCIIA), que integran el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP), el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA), la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII), el Laboratorio Tecnológico del Uruguay (LATU) y el Instituto Nacional de Carnes (INAC). Por recomendación de este comité, la ANII y el INIA lanzaron en 2017 un llamado en el marco de su fondo sectorial Innovagro, que tuvo como premisa la “inocuidad y evaluación de riesgos en alimentos de origen animal y vegetal”.

Los resultados de los proyectos que accedieron a estos fondos recién comienzan a conocerse, como acaba de ocurrir con el primer estudio sobre la presencia de estos contaminantes inorgánicos en tubérculos pelados y con cáscara en el cono sur, realizado por investigadores de la Facultad de Química y el INIA.

Lo que importa es lo de afuera

“Algo interesante de las hortalizas es que como mayoritariamente no se exportan no suele darse mucha importancia al tema de su inocuidad alimentaria. En general está la percepción de que igual se van a vender, y además los uruguayos solemos asumir que está todo bien, pero claro, eso hay que demostrarlo”, cuenta el químico Facundo Ibáñez, del INIA, uno de los autores del estudio.

Eso es exactamente lo que se propusieron las también químicas Alexandra Sixto, Alicia Mollo, Mariela Pistón y el propio Facundo, que en uno de los objetivos del proyecto decidieron centrarse en dos productos de consumo masivo en Uruguay: las papas y los boniatos (una segunda etapa está focalizada en el análisis microbiológico de vegetales de hoja y frutas).

La falta de monitoreos de frutas y verduras en Uruguay es en realidad una situación paradójica, ya que existe una normativa que marca los máximos permitidos de contaminantes inorgánicos en estos productos. El Códex Alimentarius de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), así como el reglamento técnico del Mercosur sobre límites máximos de contaminantes inorgánicos en alimentos, establecen los máximos permitidos de algunos metales (medidos en miligramos por kilo de vegetales), pero al no haber un plan de monitoreo ni una obligación al respecto desconocemos todavía qué está ocurriendo con buena parte de lo que comemos.

“Lo que no hay es una ley o un reglamento que obligue a los productores, operadores, comerciantes o instituciones a realizar estos monitoreos, a diferencia de lo que pasa en la ganadería, en la que sí hay decretos y distintas normativas que obligan a hacer ese relevamiento de los productos de la industria en forma periódica”, explica Facundo.

Hay una razón clara –pero no por ello tranquilizadora– para que exista este doble estándar. “Por un lado, parece que cuando se trata de algo que se exporta cumplimos con las reglamentaciones y tratamos de que los alimentos sean inocuos, pero si es para consumo interno no somos tan exigentes. Y no es un tema de que los productores no lo quieran hacer o que no les importe; es una cuestión de costo, tiene que haber alguien que ponga ese dinero, y por eso es que desde el INIA promovemos proyectos colaborativos”, agrega.

Así como en Uruguay se hacen análisis para los productos a exportar y para los que se importan, es lógico que se realicen también en los que consumimos localmente, para evaluar qué riesgos existen cuando compramos frutas y verduras en la feria, almacenes o supermercados.

A la hora de diseñar los análisis, además, los investigadores se dieron cuenta de otra situación desactualizada: el reglamento del Mercosur sólo contempla máximos para algunos productos pelados, pero no con cáscaras. Y hay una “creciente tendencia de consumo saludable de estos tubérculos y raíces con su cáscara, rica en fibra y otros nutrientes”, como apuntan en su trabajo. Incluso la industria alimentaria está usando los tubérculos enteros para obtener harina de papa, además de que se ha reportado que la presencia de metales es mayor en la cáscara que en la pulpa.

Por eso, el equipo resolvió analizar la presencia de tres de los metales más relevantes para la salud humana (arsénico, cadmio y plomo), tanto en muestras de papas y boniatos pelados como con cáscara. Los resultados fueron tranquilizadores, pero al mismo tiempo abrieron una luz de atención de cara al futuro.

Esto no es una papa

Los investigadores tomaron las muestras de papas y boniatos en la Unidad Agroalimentaria Metropolitana (UAM, ex Mercado Modelo), desde donde se distribuye 60% de los vegetales consumidos en el país. Los productos fueron seleccionados de distribuidores elegidos al azar, para tener una muestra representativa que permitiera analizar tubérculos ofrecidos en un rango amplio de puntos de venta.

Las papas y boniatos analizados fueron recolectados en dos ocasiones al año (en febrero, y luego entre julio y agosto) de 2018 a 2020. Las papas provenían de San José y Canelones, y los boniatos de Salto y Canelones.

Ya en el laboratorio, dividieron las muestras en papas y boniatos pelados, y en papas y boniatos enteros. Se aseguraron además la trazabilidad; es decir, que pudieran rastrear el origen de cada producto en caso de que alguna muestra estuviera por encima del máximo permitido por la normativa.

Una parte muy importante del trabajo fue desarrollar métodos analíticos que cumplieran con los requisitos de la Asociación Oficial de Agricultura y Química (AOAC International) pero que no fueran tan caros como para resultar privativos en Uruguay. Si a los precios ya altos que tienen las frutas y verduras en el país, en el contexto de sequía, les agregamos el costo de un procedimiento carísimo, las papas de nuestras ferias se van a parecer a las rarísimas papas La Bonnotte que se cosechan en la isla francesa de Noirmoutier, que alcanzan los 500 euros por kilo.

“Logramos determinar las concentraciones de metales de forma confiable con equipos que, si bien por supuesto tienen costos asociados, no son de los más caros ni los que normalmente se usan para hacer estas pruebas”, apunta Alicia.

Eso no significa que el costo “sea despreciable”, aclara Alexandra, pero sí es muy conveniente comparado con lo caras que son las técnicas estándar, cuyos costos no pueden ser absorbidos ni por los productores ni por los compradores. “Fue un desafío llegar a cumplir con límites de detección tan bajos como los que se requerían, pero finalmente lo pudimos lograr. Desarrollamos metodologías que habilitarán a tomar buenas decisiones a partir de este monitoreo”, agregan ambas.

O, como dice el trabajo, “siguiendo los métodos descriptos, cualquier laboratorio con el instrumental adecuado podría implementar una plataforma analítica confiable para monitorear la sanidad alimentaria, tomando ventaja de los aspectos sugeridos que son alternativas a los métodos estándar, más simples, más económicos y en concordancia con los principios de química verde”.

Alicia Mollo y Alexandra Sixto.

Alicia Mollo y Alexandra Sixto.

Foto: Mara Quintero

Una banda de metal pesado

Los resultados de los análisis fueron buenos. Por ejemplo, no se encontró arsénico en ninguna de las muestras. Si bien se halló plomo tanto en las muestras enteras como peladas (algo que puede estar vinculado a la contaminación ambiental con plomo de tantas décadas) y también cadmio en todas las muestras de papa (probablemente por el uso de fertilizantes fosfatados en las plantaciones), casi todos los resultados estuvieron tres veces por debajo de los límites máximos permitidos.

Sin embargo, hay algunos datos que requieren atención. Se detectó cadmio y plomo en las muestras de boniatos enteros pero no en los pelados, una tendencia que aparece en casi todos los análisis. Esto implica que la consideración de todo el producto (y no sólo los tubérculos pelados) “sería un mejor indicador de su seguridad alimentaria”, explica el trabajo. Eso no es lo que ocurre actualmente, ya que para papas y boniatos la normativa sólo tiene en cuenta las muestras sin cáscara. “Como ya se mencionó, la revalorización de la cáscara de estos vegetales contribuye a la tendencia de consumirlos sin pelar”, señala el trabajo.

Por lo tanto, la información obtenida revela la necesidad, de aquí en más, de hacer una evaluación de riesgo que contemple la cantidad de contaminantes encontrada en las cáscaras.

Tampoco podemos quedarnos sólo con lo que nos dice este análisis. “En este caso estaba todo bien, pero podría llegar a pasar que no esté todo bien”, opina Facundo.

“Es una foto de ahora, con estos resultados y con el tipo de monitoreo que nos permitieron los recursos que teníamos. En realidad los datos son pocos, entonces la intención es resaltar la necesidad de hacer más monitoreos para conocer una foto más completa y obtener más información en relación a si ese hábito de consumo necesitaría que se establezcan límites diferentes”, dice Alexandra.

En otras palabras, para definir si los límites máximos establecidos hoy son correctos necesitamos hacer más monitoreos que tengan en cuenta cosechas de distintos lugares y en diferentes épocas, pero también recoger otro tipo de información. Por ejemplo, saber cuáles son los hábitos de consumo de la población para cada producto y en qué rango etario. “Hay que tener en cuenta muchas más cosas para realmente inferir si el consumo de papas con tal grado de contaminantes, por poner un ejemplo, es seguro para niños de determina edad”, opina Facundo. Los tres investigadores, sin embargo, se apresuran en aclarar que con base en los resultados obtenidos hasta el momento no existe ningún riesgo en caso de consumir los productos con cáscara.

Pese a ello, el trabajo considera que los resultados pueden ser un “llamado de atención sobre la necesidad de acciones futuras para el monitoreo de sanidad alimentaria”. También lo son porque las costumbres de consumo están cambiando. “Como dijimos, el límite se puso sin contemplar el consumo de la cáscara, pero hoy sabemos que mucha gente las usa y por lo tanto habría que atender a eso para plantear si los límites aceptables que hay hoy son los adecuados”, puntualiza Alicia.

I´ve got you under my skin

El trabajo arroja una primera luz en un asunto que no debería estar a oscuras para nadie, como es la inocuidad de los vegetales que consumimos, y permite comenzar a pensar en controlar la seguridad alimentaria por motivaciones sanitarias y no de circunstancias del mercado, como la exportación de los productos o las exigencias de los países que los compran.

“Pese a que nuestro estudio incluía pocas muestras, cada una representaba una selección al azar de varios productores en el país. Proponemos que las muestras conjuntas de mercados mayoristas, cuando es posible asegurar la trazabilidad (sitio de producción, condiciones de irrigación, tipo de suelo), podrían usarse como alternativa a muestrear en chacras o comercios pequeños. De esta forma, si se descubre que algún contaminante supera los límites máximos permitidos, la muestra individual podrá ser analizada y con esa información realizar más exámenes en el sitio de producción”, sugiere el artículo, en relación al tipo de monitoreo sistemático que sería recomendable realizar.

Como bien informa el trabajo, su objetivo no es sólo proveer de métodos analíticos adecuados para cuantificar la cantidad de contaminantes inorgánicos en papas y boniatos, sino también “comenzar un programa de vigilancia de sanidad alimentaria” en estos productos.

“Una de las cosas que ya hemos conversado en forma preliminar con la UAM es ampliar esto a otros productos, sobre todo aquellos que están más en contacto con el suelo, porque capaz es menos probable que una manzana acumule cadmio o plomo, pero sí puede pasar con verduras de hoja (por ejemplo, espinaca o acelga), cebollas, rabanitos, zanahorias, etcétera. Nosotros lo hicimos con papas y boniatos porque son de las cosas que más se consumen en cantidad en Uruguay, y entonces para análisis que son tan caros y que llevan tiempo es mejor hacerlos con algo que tenga un consumo alto”, explica Facundo.

Los tres concuerdan en que este tipo de iniciativas podrían ser parte de un plan de monitoreo oficial, ya que es poco probable que los pequeños productores o el resto de la cadena de frutas y verduras pueda hacerse cargo del costo. “Los resultados y las bases están, y es sólo cuestión de seguir trabajando. Lo bueno de este proyecto es que se mostró que hay recursos humanos, hay infraestructura, hay condiciones de trabajo y ganas de trabajar; ahora es un tema de que empecemos a utilizarlos”, concluyen.

No hay mejor aliciente para que las autoridades tomen la iniciativa que el buen resultado obtenido en estos primeros estudios, en vez de usarlo como un motivo para descansarse. Para avanzar siempre es mejor tener una zanahoria por delante que un palo golpeando por detrás, pero no vendría mal comprobar de paso si los contaminantes presentes en la zanahoria están dentro de los límites permitidos.

Artículo: “Inorganic contaminants (As, Cd, Pb) in peeled and whole potatoes and sweet potatoes”
Publicación: Agrociencia Uruguay (febrero de 2023)
Autores: Alexandra Sixto, Alicia Mollo, Facundo Ibáñez, Mariela Pistón.