En nuestro país las políticas públicas que se basan en evidencia no abundan. Las que además realizaron investigación científica propia y local para generar esa evidencia que sirva de sustento a la política son aún muchísimo más escasas. Por eso, la implementación del etiquetado frontal de alimentos con octógonos negros que marcan el exceso de azúcar, sal, grasas y grasas saturadas debiera ser una maravilla atesorada por toda la sociedad, un ejemplo de lo lejos que podemos llegar apoyándonos en la ciencia.

Porque recordemos: ante la apabullante evidencia mundial sobre la incidencia de productos que se venden con los mencionados excesos en las enfermedades no transmisibles, aquí un equipo interdisciplinario se propuso explorar cuál sería la mejor manera de etiquetar los alimentos de manera que la gente supiera que lo que iba a comprar no era del todo saludable y, más aún, que esa información no sólo fuera fácilmente decodificable, sino que funcionara a distintos niveles –racional, emocional, cognitivo–, de manera de incidir en el momento en que se toma la decisión de comprar o no el producto. Analizando distintos diseños y propuestas, se llegó a la conclusión, tras investigación, experimentos y ciencia interdisciplinaria realizada íntegramente con recursos de la Universidad de la República, de que los octógonos negros, con algunas modificaciones del diseño original aplicado en Chile, eran la mejor opción.

Como si todo esto no fuera suficiente, el equipo de investigadores de distintas instituciones que estuvo en el pienso de la iniciativa también diseñó un conjunto de trabajos a futuro para medir los resultados de la política. Es decir, con diseños experimentales diversos, se pensaba seguir viendo qué tan efectivos resultaban los octógonos para promover dietas más saludables, cómo impactaban en la población y también en la venta de los fabricantes de alimentos que los llevan. Y mucho de eso se hizo, aun cuando la medida tuvo varias idas y vueltas, prórrogas, modificaciones y retrasos en su implementación.

Por ejemplo, se estudió en qué medida las personas cambiaban su percepción hacia determinados productos al ver que tenían los octógonos que evidenciaban sus excesos poco saludables. Vieron que 42% de las personas que participaron en un estudio cambiaron las asociaciones que hacían de los alimentos, dejando de resaltar su sabor, el placer o lo que fuera, y pasaron a asociarlos con los excesos que los hacían poco saludables. Incluso llegaron a proponer que el octógono, con su diseño conspicuo y su mensaje claro, funcionaría debido al sesgo de prominencia, captando rápidamente la atención de las personas y dejando en segundo plano otras cosas, entre ellas, los ardides del marketing que la industria despliega en los envoltorios, como poner imágenes de granos naturales, siluetas deportivas, colores verdes y demás maniobras para que algo muy procesado, nada natural y con excesos de ingredientes poco deseables se perciba como saludable. O también como no alcanza sólo con los octógonos y como hay que tomar medidas también con el uso de personajes en productos dirigidos a los niños o con los claims de que determinados productos tienen ingredientes, como el calcio o las vitaminas, que si bien deseables pueden ocultar el exceso de aquellos que no lo son.

La reciente publicación del artículo “Uso de etiquetas de advertencia nutricional en el punto de compra: un estudio exploratorio utilizando mediciones autoinformadas y seguimiento ocular”, que comunica qué pasó en tres supermercados reales con 242 personas reales a 19 meses de haberse implementado cabalmente la medida –tras la fecha inicial del 1o de marzo de 2020 se prorrogó el plazo, se introdujeron algunos cambios no basados en razones de salud o de evidencia, y pasó a regir la obligatoriedad de los octógonos a partir de febrero de 2021–, es una brillante demostración de que contar con la ciencia, y a través de ella con la evidencia, nos es de suma utilidad.

Firmado por Leandro Machín y Gastón Ares, del Centro de Investigación Básica en Psicología (CIBPSI) de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República, Florencia Alcaire, Lucía Antúnez, Ana Giménez, además del ya mencionado Ares, del Instituto Polo Tecnológico de Pando de la Facultad de Química, y María Rosa Curutchet, del Instituto Nacional de Alimentación del Ministerio de Desarrollo Social, el artículo reporta información valiosísima para decir que estamos mejor con los octógonos que sin ellos. Así que con la misma rapidez que les escaparíamos a unas galletitas con cuatro octógonos salimos rumbo a la Facultad de Química para conversar con Gastón Ares, ingeniero de alimentos, y Leandro Machín, psicólogo experimental.

Corrigiendo asimetrías

Ya en la introducción del artículo publicado aparece un concepto interesantísimo: “La asimetría de información entre fabricantes y consumidores es un rasgo distintivo de los entornos alimentarios modernos, caracterizados por la abundancia de productos procesados y ultraprocesados”. Siguiendo por ese lado, agregan que “sólo los productores tienen información objetiva sobre la formulación y fabricación del producto, lo que puede llevar a los consumidores a elegir alimentos que no se ajustan completamente a sus necesidades y deseos, lo que compromete su salud y bienestar”.

Así como muchas veces ignoramos qué es lo que hace que nuestros celulares realicen algunas tareas, al ir al supermercado y comprar unas galletas a lo sumo pensamos que deben tener harina, agua, una pizca de sal y poco más. Pero si así fuera no se habría tenido que acuñar el término alimentos ultraprocesados. La ingente cantidad de ingredientes, conservantes, saborizantes, colorantes, estabilizantes, edulcorantes, emulsionantes y productos diversos que constituyen muchos de los productos que se venden como alimentos nos pasa por arriba. Hoy parecemos estar sobrecogidos por la posibilidad de que en el futuro la inteligencia artificial nos supere y no nos permite dar pie, pero bien es cierto que la inteligencia de los químicos de los alimentos y la industria que los emplea nos ha alejado muchísimo de la posibilidad de saber qué es lo que estamos comiendo cuando no somos nosotros mismos los que preparamos la comida (y si empleamos productos para cocinar como caldos, polvos y demás, ni siquiera en ese caso).

A esta asimetría, además, se le agrega otro componente: “Las empresas utilizan con frecuencia una amplia gama de señales visuales y textuales en los envoltorios para desencadenar asociaciones relacionadas con la salud en alimentos y bebidas que se desvían de las recomendaciones nutricionales”. No sólo no tenemos información, sino que debemos luchar contra el marketing, la publicidad engañosa, el uso en nuestra contra de los sesgos cognitivos y la mar en coche.

“El concepto de la asimetría de la información viene de hace mucho tiempo. Aparece en la literatura de los envases en 2004, justamente porque los envases son la única herramienta que las personas tienen para poder saber qué están comiendo”, comenta Gastón con la habitual alta energía que tiene siempre que habla de este tema. Leandro lo secunda con su ritmo más pausado: “La gente deposita cierta confianza en el paquete, se confía en lo que dice o al menos uno pretende que las cosas sean así como dicen en el paquete”. Los dos se conocen de memoria y si cometo algún error al desgrabarlos es porque, como los sobrinos del pato Donald, con naturalidad acostumbran a terminar la frase que arrancó el otro.

Les digo que en la comida el engaño sobre los ingredientes viene desde que somos niños. A todos nos dijeron que un plato no tenía algo que no nos gustaba. En casa, por ejemplo, la abuela Norma había logrado que comiera boniato con el truco de llamarlo papa dulce, ya que el otro vocablo tenía el poder de desatar un berrinche desprovisto de toda lógica. “A mí no me gustaban las aceitunas, por lo que mi madre siempre negaba que las cosas que hacía tuvieran aceitunas cuando sí las tenían. Yo porfiaba, sentía el gusto y a veces encontraba un pedazo y le decía que me estaba mintiendo”, dice Gastón.

Aquellas mentirillas de quienes trataron de educarnos y ampliar nuestras opciones fueron llevadas a otro nivel y a otra escala por la industria de los alimentos. “Más aún hoy cuando en parte de la población hay una preocupación y una búsqueda activa para comer saludable”, afirma Gastón. “En varios trabajos relevamos la información que tienen las etiquetas, tanto lo que dicen como el color, si tienen imágenes, como por ejemplo, una silueta de una persona corriendo, vemos que muchos de esos elementos, por no decir la mayoría, no se relacionan con la composición nutricional del producto”, prosigue. Leandro agrega la dimensión del marketing online: “Hicimos relevamientos de posteos de Instagram y allí también utilizan la misma lógica. En lugar de resaltar la característica principal del alimento o decir lo que tiene, resaltan lo que genera, gozo, alegría, energía y otras cosas”. También señala el mañido ardid de asociarse con otras cosas más positivas: “Por ejemplo, asocian un producto con hacer ejercicio, cuando eso es algo que no va de la mano, no por tomar un yogur vas hacer ejercicio”.

“Apelan a crear asociaciones. Si te asocian el producto con el deporte, la idea es que la gente piense que entonces ese producto no le va a hacer mal”, retoma Gastón. Incluso señala que durante la pandemia, así como algunas empresas recurren al lavado verde o green washing para hacerse ver como sustentables o que no dañan o que respetan el planeta cuando no lo hacen, la industria de alimentos recurrió a lo que se denominó covid washing. “Las empresas de alimentos tendieron a asociar el consumo de sus productos en el contexto covid con ideas como las de mantenerte saludable y hacer ejercicio en tu casa o con cocinarte”, dice. ¿Cómo era eso? “Había posteos que, por ejemplo, promocionaban unos polvitos para que la gente se preparara sus propios refrescos. Esos polvos eran puros colorantes y saborizantes, pero los posicionaban apropiándose de esa situación de la pandemia en la que aumentó mucho cocinarse en casa por las distintas medidas sanitarias. De cierta manera, lo que estaban haciendo en lugar de promocionar la comida casera era incentivar a que te hicieras el alimento ultraprocesado en tu propia casa”, reseña.

Gastón pone también el ejemplo de los productos que se venden para hacer rendir más la carne picada. “A nuestro país llegaron durante la pandemia cuando el contexto era de crisis económica y te decían que podrías hacer rendir más tu comida. La gente estaba, por un lado, cocinando en su casa en control de los ingredientes, pero con este producto le agregaban glutamato y otro montón de cosas propias de los ultraprocesados a la carne que contrarrestan lo bueno que tiene la cocina en casa. Agregar esto es todo lo que no tenés que hacer”, apunta.

“Además está eso de que la comida la está haciendo uno, que es algo que se percibe como más sano que comprar hecho. Pero si se le agregan esas cosas, hacerlo en casa ya no tiene las mismas ventajas”, complementa Leandro, que dice recordar leer que en la década del 50 a los polvos para preparar tortas no les ponían ni leche ni huevo, algo que perfectamente podría venir en el polvo, para que la persona en la casa pensara que estaba haciendo algo.

Contra toda esta asimetría de información y estratagemas de la industria apuntan los octógonos negros. Dicen con claridad qué le sobra a cada uno (al menos en las categorías grasas, grasas saturadas, azúcar y sodio) y, además, ayudan a desarmar las asociaciones a cosas saludables o positivas que las empresas de alimentos incluyen en los envoltorios. Ahora, ¿están dando resultados? Eso fue lo que evaluaron en esta investigación.

Midiendo

Así pues a 19 meses de la entrada en vigencia de la normativa que obliga a colocar los octógonos con la palabra “exceso” en el frente del paquete de los productos que superen determinados parámetros de sal, azúcar, grasas y grasas saturadas, Gastón, Leandro y sus colegas se propusieron ver qué estaba pasando. Para ello, recurrieron a tres supermercados, uno en la ciudad de Minas y otros dos en la ciudad de Maldonado, que les permitieron ingresar a sus locales, reclutar personas para el estudio, hacerles preguntas y registrar lo que hacían mientras compraban con unos lentes especiales que siguen el movimiento de los ojos de forma de ver qué es lo que miran las personas en un momento dado. 224 personas aceptaron participar en el estudio los fines de semana de octubre y noviembre de 2022. ¿Por qué en Minas y Maldonado? ¿Se trata de una intento de descentralización científica?

Leandro Rebelleto y Gastón Ares.

Leandro Rebelleto y Gastón Ares.

Foto: Mara Quintero

“Esto surgió cuando el decreto recién se había aprobado y como parte de un trabajo que era interinstitucional, en el que participaba el Ministerio de Salud, el Ministerio de Desarrollo Social y la universidad”, cuenta Gastón. “Se había pensado toda una batería de evaluaciones para ver si efectivamente los objetivos que se buscaban se estaban alcanzando y el impacto de la política. Eso incluía este estudio, incluía el seguimiento de la composición de los productos y llegar a tener datos de ventas de productos. Pero todo el caos que se generó, desde el cambio de gobierno que al asumir decidió rever la política, la pandemia, todo, hizo que toda esa batería no se pudiera llevar a la realidad”, lamenta.

En aquella etapa se habían contactado con distintos supermercados y cadenas de diversos tamaños. “La única cadena que dio el ok fue esta donde hicimos estos trabajos, pero fue bastante complejo, porque en ese momento había mucha oposición a la política en sí misma de parte de algunas cadenas de supermercados. Entre los actores en contra de la política estaba la industria, o por lo menos los voceros de la industria nacional de alimentos, y después estaban los supermercados, que también tenían sus propios intereses económicos”, sostiene Gastón.

Según cuentan, hubo supermercados que explícitamente se negaron a participar en cualquier cosa que tuviera que ver con los octógonos y su implementación. Pero por suerte siempre hay gente dispuesta a colaborar con la generación de conocimiento y con el despliegue de políticas públicas que ayuden a la población. Y esta cadena, además de dar el sí, demostró la mejor de las disposiciones.

“El armado del estudio es bastante complejo, tal vez de los más difíciles que hemos implementado”, dice Leandro. “Básicamente era un stand dentro del súper, ni bien pasada la entrada, donde teníamos que interceptar a las personas y les preguntábamos si les interesaba participar en el estudio. Digamos que entre 25% y 30% de las personas aceptaban, una de cada tres o de cada cuatro, algo así”, relata.

Además, se trata de un tipo de estudio que rompe bastante los cocos. Las personas debían colocarse unos lentes que graban lo que miran, calibrarlos, cargar un celular que guardaba los datos, hacer sus compras habituales y luego contestar una encuesta. Si ya a veces una encuesta telefónica es demasiado tediosa, aquí es claro que las 224 personas que aceptaron participar se merecen nuestro aplauso. “Lo interesante es que en Uruguay la gente tiene una muy buena imagen de la Universidad de la República. Cuando les decíamos que éramos de la universidad, entonces aceptaban participar con gusto, confiaban en lo que estábamos haciendo. Eso es algo que no pasa en otras partes”, reconoce Gastón.

Al menos el estudio involucraba cierta novelería con los lentes de seguimiento ocular, más allá de que los participantes no vieran nada similar a lo que se ve en las tomas subjetivas de Robocop en las que en el campo de visión del cíborg aparecen sobreimpresos, números y datos varios. Todo eso se registraba en el celular. Y el trabajo que tendrían por delante los investigadores sería intenso: cada una de las personas generó unos tres gigabytes de información en videos que debían ver, codificar, anotar y luego analizar.

Lo dice la gente: funcionan

Las 224 personas que aceptaron participar en el estudio, tras realizar sus compras en el súper cargando los lentes, contestaron una encuesta, lo que en el título del trabajo se reseña como “autorreporte”. Y lo que dijeron arroja información jugosa que respalda la implementación de la política. Vayan algunos datos.

En primer lugar, 98% de los participantes dijeron conocer los octógonos. Más aun, sabían qué implicaba su presencia en los alimentos: “46% indicó que las advertencias destacan productos con un contenido excesivo de nutrientes, refiriéndose a azúcares, grasas, grasas saturadas y/o sodio/sal, mientras que el 19% indicó que destacan productos poco saludables”.

Por otro lado, si bien el trabajo señala que 88% de las personas “declararon no haber buscado información sobre la composición nutricional de los productos para la toma de sus decisiones”, algo sobre lo que ya volveremos, entre los 26 que sí lo hicieron “12 participantes mencionaron el etiquetado nutricional frontal, y sólo uno se refirió a las declaraciones de nutrientes”. Otros buscaron información sobre si no tenían gluten (tres personas), sin lactosa (dos) y la fecha de vencimiento (cuatro). Es decir, cuando buscaron información, la gran mayoría recurrió a los octógonos frontales y no a la información nutricional que aparece, con letras pequeñas y de difícil lectura, en la parte de atrás.

El dato más sorprendente, sin embargo, es otro: más de la mitad de las personas, 125 de las 224, señaló que desde la llegada de los octógonos su forma de comprar ya no era la misma. “56% manifestó haber modificado sus decisiones de compra de alimentos como consecuencia de la implementación de las etiquetas”, reporta el trabajo. “La mayoría (70%) indicó que tiende a no comprar productos con etiquetas de advertencia, o que intentan sustituir productos con advertencias por otros con menos o ninguna”, o que los compran “con menos frecuencia o en cantidades más pequeñas”, agrega el artículo.

Todos estos resultados arrojados por el autorreporte parecen respaldar que se trata de una política oportuna y que cumple con objetivos que se había planteado. “Así es. El objetivo de la política estaba posicionado desde el derecho a la información. La idea era que las personas pudieran muy fácilmente identificar cuáles productos no son saludables y después, a otro nivel, empujarlas sutilmente a que no coman los productos que tienen los octógonos”, comenta Gastón.

Ojos que no mienten

Lo que dijeron las personas en los supermercados de Minas y Maldonado respalda la política implementada. Pero esta investigación además cuenta con información de lo que pasaba realmente mientras esas personas paseaban por las góndolas. Y los lentes, al registrar qué miraban los ojos de los participantes al enfrentarse a los productos, también respaldan haber lanzado los octógonos.

Si bien el trabajo señala que, al igual que dijeron las propias personas, “las compras de alimentos no implicaron una evaluación detallada de la información incluida en las etiquetas” para la mayoría de las personas, siendo que 77% “fueron directamente al producto que pretendían comprar y lo tomaron”, se reporta que “46 consumidores (23%) compararon productos dentro de al menos una categoría”.

Cuando sí buscaron información, el artículo reporta que el precio fue el dato en el que más se fijaron (30 participantes), seguido por el tipo de producto, ya fuera su sabor, la descripción, etcétera (19 participantes), los octógonos de advertencia (13), la marca (nueve), tamaño o gramos del paquete (ocho), la información nutricional y lista de ingredientes (siete) y la fecha de vencimiento (cuatro). De allí es que podemos decir que, en este estudio, 7% de las personas fijaron su mirada en los octógonos antes de decidir qué iban a comprar.

“Eso mismo se veía cuando no estaban los octógonos, casi nadie daba vuelta el envase y era muy poquita la gente que iba activamente a mirar los ingredientes o los cuadros nutricionales, porque requiere conocimiento para que vos entiendas qué es lo que dicen, requiere tiempo y demás”, comenta Gastón. “Sabemos que esa información está, y es importante que esté, pero en realidad en el día a día el consumidor común no la usa ni tampoco la entiende demasiado”, agrega.

Los porcentajes que indican cuánta de la ingesta diaria de un nutriente tiene un producto son confusos. Nadie anda calculando eso. Y es la misma trampa en la que cayó OSE al hablar de la sal en el agua de la canilla y compararla con la que hay en otros productos. Cuando uno toma agua no debería estar tomando sal (o hacerlo en dosis insignificantes). Punto. No hay nada que calcular. La sal no debe estar en algunos alimentos como tampoco debe estar en el agua. Poco importa si un vaso de agua o un paquete de galletitas representan el 20% de la ingesta diaria. Planificamos mejor si sabemos que tales o cuales productos no tienen sal y no debiendo llevar una libreta de anotaciones.

La falsa paradoja

Les cuento sobre la idea de titular la nota con lo de falsa paradoja. Porque el estudio dice que 56% de las personas dijeron que habían modificado sus hábitos de compra de productos después de la implementación de los octógonos, pero lo que muestra la parte más experimental del trabajo es que apenas 7% de las personas se fijaron en el octógono al momento de comprar. La industria podría utilizar ese dato para decir que los octógonos no sirven para nada, que nadie los mira. Pero hacerlo sería no entender lo que está pasando.

Somos animales bastante inteligentes, por lo que si compramos un producto a diario no tenemos que andar fijándonos en la etiqueta toda y cada una de las veces en que lo vemos en la góndola. Cuando salieron los octógonos, capaz observábamos cuántos tenían algunos productos que comprábamos y dejamos o no de comprarlos. Pero luego ya sabemos qué vamos a comprar.

“En un estudio similar que hicimos en 2019, antes de que aparecieran los octógonos, con preguntas y lentes en estos mismos supermercados, lo que se vio fue que la gente prácticamente no lee nada de la etiqueta al momento de tomar la decisión de compra”, comenta Gastón. “Básicamente, somos animales de costumbre, siempre repetimos las mismas decisiones”, añade. “Salvo que compres algo diferente que no comprás habitualmente o que aparezca un producto nuevo”, complementa Leandro. “Ahí sí mirás con un poco más de detenimiento, pero obviamente no podés invertir ni tiempo ni esfuerzo en leer toda la información que tienen las etiquetas cada vez que vas a comprar. ¡Estarías horas en el supermercado! Entonces, como somos inteligentes, lo que hacemos es optimizar nuestros recursos cognitivos, nuestro tiempo, para tomar decisiones. En el súper no miramos casi nada, compramos siempre lo mismo”, contextualiza Gastón.

Hay gente que, por ejemplo, les ha dicho que las galletitas que les compraba a sus hijos tenía tres octógonos y que las de al lado tenían dos. Pero una vez que la persona nota eso, o bien cambia de marca o bien sigue comprando lo mismo, pero no sería razonable esperar que cada vez que va a comprar galletitas se detenga a mirar los octógonos si en la góndola están exactamente los mismos productos.

Cada persona cuenta

El trabajo, además, incluye un fragmento que es, a riesgo de quedarme corto, poético. Si bien se trata de un artículo científico, escrito en el lenguaje impersonal, distante y presuntamente objetivo que requieren tales publicaciones, hay allí un ejemplo que expresa más que lo que el formato le permite.

Los lentes graban a las personas frente a la góndola. Gastón, Leandro y sus colegas eligieron que una de las imágenes que ilustra el artículo sea la de una persona frente a unos frascos de requesón. El seguidor ocular marca que la persona se fija en el octógono que señala el exceso de grasa del producto. La mano de la persona gira entonces el frasco de requesón que está al lado, de la misma marca, pero en su versión light. Lo mueve para ver si allí donde estaban los octógonos el light también los tiene. Como no están, toma ese y lo lleva a su carro. La imagen acompaña esta nota y, si quieren, pueden ver el video de toda la acción en la versión web de esta nota.

Si cuando hablamos de vidas, toda vida vale, cuando hablamos de elecciones saludables, por insignificantes que parezcan, también toda decisión vale. Esa imagen, solita y por sí, justifica todo el camino andado hasta la implementación de los octógonos. Está bien, solamente 7% de las personas se fijaron en los octógonos. Pero allí, en ese muestreo que es ínfimo si comparamos lo que pasa en todos los supermercados de Uruguay todos los días, registraron una situación en la que una persona deja de comprar un requesón con demasiadas grasas y, basándose en los octógonos, decide llevarse otro. La imagen dice, con esa elocuencia de las imágenes, que más allá de que tenemos los números, más allá de que tenemos datos, si esto que pudieron ver en ese pequeño muestreo se replica en todos los supermercados, todo esfuerzo está justificado.

“El video es muy elocuente, la persona hace una búsqueda muy activa para estar segura de que no tuviera ese octógono que vio en la otra versión del producto”, dice Gastón. Golazo de la política pública.

“Que 56% de las personas hayan cambiado lo que hacen por una política pública es un éxito. ¿Cuántas políticas públicas llegan a impactar en esa cantidad?”, lanza Leandro. “Más de la mitad de las personas nos dijeron que el octógono influyó en los productos que compran. Eso en política pública es un éxito rotundo. Que la gente los tenga en cuenta y hayan pasado a ser parte de su toma de decisiones es increíble”, dice, por su parte, Gastón.

Que los octógonos solos no alcanzan para impulsar una alimentación más saludable es evidente. Que hay más medidas para tomar, como por ejemplo, regular la publicidad de productos que tengan octógonos para niños, o establecer límites a los productos que se fabrican, como se hace en Reino Unido o en Argentina, claro que sí. Pero mientras tanto, qué placer saber que una política pública que involucró investigación nacional y que es objeto de desvelo de un grupo de investigadores e investigadoras que la sigue monitoreando, funciona y da los resultados esperados.

Artículo: “Use of nutritional warning labels at the point of purchase: An exploratory study using self-reported measures and eye-tracking”
Publicación: Appetite (junio de 2023)
Autores: Leandro Machín, Florencia Alcaire, Lucía Antúnez, Ana Giménez, María Rosa Curutchet y Gastón Ares.