De un lado está Charles Darwin y la evolución por selección natural. Del otro, un grupo de religiosos que creen literalmente en la explicación del origen del mundo que da la Biblia. En el medio de la discusión, algunos de los conceptos vertidos por Darwin en el libro El origen de las especies, de 1859. Todo esto suena muy trillado y salido de un libro de historia, excepto por un par de detalles: no ocurre a mediados del siglo XIX sino hoy, y los críticos de Darwin usan como argumento a su favor un concepto expresado por el propio naturalista en su libro más famoso.

En el capítulo 4 del libro, Darwin acuñó el paradójico término “fósiles vivientes” para referirse a aquellos organismos vivos –“formas anómalas”, dice Darwin– que prácticamente no muestran diferencias con sus ancestros de millones de años atrás, tal cual revela el registro fósil. Pone como ejemplo a algunos peces pulmonados, aunque hay otros organismos más emblemáticos que pueden entrar en esta categoría, como los cocodrilos, los árboles ginkgo (como el conocido Ginkgo biloba), los cangrejos herradura o los pejelagartos, un tipo de pez primitivo que permanece casi incambiado hasta el día de hoy.

Sin profundizar demasiado en el tema, Darwin señalaba ya que este tipo de organismos “han resistido hasta hoy por haber vivido en regiones confinadas y por haber estado expuestos a competencia menos variada y, por consiguiente, menos severa”. Si la evolución es cambio, en estos ejemplos parecía haber faltado a la cita.

Pero el animal que ejemplifica más espectacularmente el concepto de fósil viviente es el celacanto, un pez que se originó hace unos 400 millones de años y de cuya existencia supimos gracias a los fósiles hallados a partir del siglo XIX en varias partes del mundo (incluyendo Uruguay). Todo indicaba que el celacanto se había extinguido aproximadamente al mismo tiempo que los dinosaurios y muchas otras formas de vida, hace unos 66 millones de años, una noticia de la que los propios celacantos sin dudas no se enteraron. En 1938 un grupo de pescadores capturó uno vivo en el sur de África, para fascinación e intriga del mundo entero. En 1998 otra especie de celacanto fue pescada en Indonesia, a 10.000 kilómetros de distancia de la primera.

A este tipo de organismos que reaparecen cuando se los creía extintos se les llama “especies Lázaro”, aunque, como veremos a continuación, quizá no sea el nombre más apropiado para discutir con quienes piensan que la Biblia es la mejor explicación para esta reaparición misteriosa.

Paleozombi

Este sorprendente retorno del celacanto al mundo de los vivos, como si fuera un paleozombi, presentaba más de un misterio para los biólogos. Por un lado, era muy curioso que reapareciera luego de casi 70 millones de años de ausencia en el registro fósil, período en el que no hay evidencias de su existencia. Por el otro, planteaba el mismo desafío que otros fósiles vivientes: entender por qué algunos organismos permanecen prácticamente iguales por millones de años mientras la mayoría pasa por cambios a menudo drásticos para adaptarse al ambiente en el que viven. Algunas personas, sin embargo, encontraron una respuesta muy sencilla.

Entran en escena los neocreacionistas, un grupo que intenta revivir el mismísimo creacionismo que se enfrentó a Darwin en el siglo XIX, pero dándoles un aire seudocientífico a sus postulados para hacerlos más apetecibles a los nuevos tiempos. Su columna vertebral son dos organizaciones estadounidenses de muchos recursos, The Institute for Creation Research y, especialmente, Answers in Genesis, que incluso posee un enorme parque temático llamado El Encuentro del Arca y un moderno Museo de la Creación (si se perdona el oxímoron) que muestra a dinosaurios y humanos conviviendo en la misma época.

Ambas han repetido una y otra vez que la historia del celacanto y el concepto de fósiles vivientes son la prueba que refuta la evolución darwinista. Se aferran a ella como si fuera el arcá de Noé en pleno diluvio universal. La “explicación lógica” de que los organismos vivos se parezcan tanto a los fosilizados, aseguran, es que ambos se crearon recientemente; es decir, hace menos de 10.000 años, tal cual indica la Biblia. Puede parecer una excentricidad de un grupo muy marginal, teniendo en cuenta la evidencia científica acumulada que respalda a Darwin y lo perimido que parece este “debate”, pero cerca de dos millones de personas visitan anualmente los museos que defienden esta idea en forma tan persistente.

Cada nuevo estudio que los biólogos realizan sobre fósiles vivientes no tiene como objetivo responder a los dogmáticos sino entender mejor el lugar de estos organismos en el puzle de la evolución. Un ejemplo de ello es un trabajo reciente que describe una nueva especie de fósil viviente en aguas de Uruguay y Brasil, que ha cambiado muy poco en 100 millones de años. Antes de sumergirse en ello, sin embargo, es necesario hacer un desvío para comprender mejor los misterios de los fósiles vivientes y aclarar un poco las aguas.

¡Estás igualito!

El paleontólogo Pablo Toriño está especialmente calificado para hablar de fósiles vivientes, sobre todo de celacantos. Pasó varios años junto a sus colegas Daniel Perea y Matías Soto reconstruyendo y estudiando el cráneo de un celacanto de 150 millones de años hallado en Tacuarembó, de la especie Mawsonia gigas.

“El concepto de fósil viviente ha cambiado bastante desde tiempos de Darwin, aunque no hay consenso aún en la comunidad científica. Hoy en día diríamos que son básicamente organismos que a lo largo de su historia evolutiva no presentan una tasa alta de cambio en comparación con otros”, explica Pablo.

Parte de la respuesta al supuesto enigma queda ya planteada en su frase. No es que los fósiles vivientes queden exonerados de la selección natural. Cambian, pero lo hacen mucho más lentamente o de formas que no son apreciables a simple vista.

“La evolución no deja de operar, aunque los creacionistas se agarren del celacanto como un ejemplo que muestra que la teoría falla. Todos los organismos evolucionan, pero algunos lo hacen a ritmos diferentes. Los mamíferos como nosotros, por ejemplo, lo hacemos a una tasa rapidísima”, agrega Pablo.

Digamos que si las distintas especies de animales concurriéramos a una “reunión de exalumnos”, millones de años después de haber compartido ambiente, nadie reconocería a los mamíferos. Los celacantos y otros animales, sin embargo, serían la sensación de la fiesta por conservarse tan bien y haber cambiado tan poco.

Un trabajo recientemente publicado sobre los ya mencionados pejelagartos, también considerados fósiles vivientes, arroja luz sobre este punto. Los investigadores mostraron que estos animales tienen una tasa de evolución molecular muy baja (la menor entre todos los vertebrados con mandíbula estudiados), lo que significa que su genoma cambia muy lentamente.

“No sólo tienen tasas de mutación muy bajas, sino que además parecen tener muy buenos mecanismos reparadores del ADN, lo que hace que su ADN se mantenga estable. O sea, combinan esas dos cosas: generan pocos cambios y esos pocos son reparados enseguida por sus maquinarias celulares, por decirlo de algún modo, cosa que no ocurre en otros vertebrados como nosotros”, señala Pablo. Eso tiene sus ventajas y desventajas.

No es el único factor que explica cómo y por qué los fósiles vivientes parecen desafiar la evolución. Tienden a vivir en ambientes muy estables, que se modifican poco. En el caso de los celacantos, apunta Pablo, viven en cuevas que se forman en aguas profundas debajo de islas volcánicas, un ambiente muy específico. Es probable que, si esos sitios se perturban, los celacantos estén poco preparados para adaptarse a los cambios.

“Por alguna razón, esos ambientes no fueron alterados en el gran evento de extinción que se llevó a los dinosaurios y un montón de otras formas de vida; los celacantos encontraron allí un nicho en el cual se mantuvieron estables”, agrega.

Su ausencia en el registro fósil por casi 70 millones de años quizá no sea tampoco tan enigmática. Tal cual explica Pablo, es muy complejo explorar el fondo marino en busca de fósiles de vertebrados, que es además un ambiente en el que la fosilización es difícil. “Pueden estar jugando muchos factores en contra, lo que no impide que el día de mañana se encuentren fósiles de celacanto que ayuden a empezar a llenar ese lapso. Pero por ahora ese es el gran misterio”, concluye.

Parecido no es lo mismo

Hay más argumentos para poner sobre la mesa y que ayudan a explicar las “formas anómalas” de las que hablaba Darwin. Por lo general, suele ocurrir que los fósiles vivientes son organismos de grupos que solían ser muy diversos. “Los que quedan son los sobrevivientes”, comenta Pablo. Son, quizá, los poquitos que tuvieron suerte.

Además, que algunos animales mantengan las mismas características físicas que sus ancestros de hace millones de años no significa que las especies sean las mismas. “Los celacantos del género Latimeria que viven hoy no tienen representantes fósiles, sino primos o hermanos en su árbol evolutivo. Como grupo pueden ser considerados fósiles vivientes, pero las especies son distintas”, dice Pablo.

Esto nos lleva al dilema del aspecto físico. Es posible que un animal permanezca aparentemente igual por millones de años pero haya cambiado en aspectos que no son fáciles de percibir. Algunas bacterias son un ejemplo extremo. Morfológicamente no han cambiado en miles de millones de años, pero genéticamente sí se modificaron muchísimo.

“Entonces también hay un desafío muy grande con respecto a lo que llamamos fósil viviente y lo que nos dice la evidencia molecular. Porque a veces no vemos cambios a lo largo del tiempo, pero quizás a nivel genético sí se produjeron”, agrega. Algunas de estas modificaciones genéticas pueden no reflejarse en el aspecto físico pero ser determinantes para que una especie se adapte y sobreviva.

En el fondo de nuestras aguas también habita un fósil viviente que ha cambiado muy poco físicamente pero que muestra variación genética. Gracias a ello, un grupo de investigadores brasileños descubrió que se trata en realidad de una nueva especie para la ciencia.

Antiguo y barbudo

Los barbudos son peces que habitan en las profundidades del mar en regiones templadas y tropicales, cuyo nombre se debe a sus barbas, dos largos órganos sensoriales que usan para detectar en el sedimento a los pequeños crustáceos y pececitos de los que se alimentan. Alcanzan longitudes cercanas a los 25 centímetros y tienen un color plateado con tonos azulados.

Cuentan con abundantes registros fósiles desde el Cretácico Tardío, de los que sobrevive únicamente un género, Polymixia. A juzgar por el análisis de los fósiles –que siguen apareciendo–, han cambiado poco desde que aparecieron las primeras formas hace unos 100 millones de años, pero pequeñas variaciones de los barbudos que todavía persisten han permitido diferenciarlos en una decena de especies.

En Uruguay tenemos citada una sola especie, Polymixia lowei, o eso al menos es lo que creíamos. Un equipo de biólogos integrado por Heloísa de Cia Caixeta y Marcelo Souto de Melo, del Instituto Oceanográfico de la Universidad de San Pablo, y Cláudio Oliveira, del Instituto de Biociencias de la Universidad Estadual Paulista, colectó varios ejemplares a bordo del barco de investigación Alpha Crucis durante sus recorridos por aguas del sur brasileño.

Además, analizó también 373 especímenes del género Polymixia guardados en las colecciones de museos de San Pablo, Río de Janeiro y el Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian Institute de Washington, Estados Unidos.

Luego de un minucioso análisis morfológico y genético, publicaron un artículo en el que concluyen que la especie de Polymixia que habita en las aguas de Uruguay y del sur de Brasil es en realidad nueva para la ciencia. Tiene algunas peculiaridades físicas propias, como el número de espinas anales y branquiales, la forma del opérculo y otras características. Además, posee una identidad genética suficientemente distintiva como para que se la considere una especie aparte. Por lo tanto, los investigadores le dieron un nuevo nombre: Polymixia carmenae, en honor a la ictióloga brasileña Carmen Lúcia del Bianco.

Mapa de lugares donde se obtuvieron muestras.
Imagen: Cia Caixeta

Mapa de lugares donde se obtuvieron muestras. Imagen: Cia Caixeta

Las cosas por su nombre

Esta nueva especie de barbudo está presente en aguas que van desde Bahía (Brasil) a Uruguay, en profundidades de entre 160 y 600 metros. “Aunque no es objetivo de la industria pesquera, ocupa el mismo hábitat que otras que sí tienen interés comercial”, advierte el artículo.

Por más que este animal no sea codiciado por la pesca, las posibilidades de comerse un fósil viviente fundamental para la ciencia son más altas de las que uno creería. Los celacantos son nuevamente un buen ejemplo: se han capturado poquísimos ejemplares, pero dos de ellos aparecieron a la venta en mercados. Uno fue el de 1998, reconocido por un biólogo que estaba de luna de miel con su esposa en la isla Sulawesi, en Indonesia. Otro caso de 2018 es peor: científicos indonesios descubrieron uno en otro mercado de pesca, pero lamentablemente no antes de que fuera fileteado y consumido por un grupo de clientes. Hubo que recuperar los restos de los platos para hacer los exámenes de ADN.

Otras amenazas adicionales acechan a esta especie de barbudo, entre ellas las actividades en busca de petróleo y gas en las cuencas costeras de Campos y Santos, en el sur de Brasil. “Durante las expediciones, los ejemplares fueron colectados junto a una considerable cantidad de basura marina, como plástico y metales, que indican la coexistencia con la polución plástica y la posibilidad de contaminación por microplásticos”, reportan los investigadores, aunque concluyen que no hay suficiente información para evaluar su estado de conservación.

Es probable que la situación en Uruguay sea similar, pero el artículo no da pistas al respecto. Pese a que los autores informan que esta especie nueva para la ciencia está en nuestras aguas y que analizaron ejemplares hallados en el país –uno de ellos es citado expresamente para explicar las variaciones entre especies de este género–, lamentablemente las muestras se encuentran en el extranjero y no hay científicos uruguayos que participen en el trabajo.

En el contexto de los problemas de soberanía alimentaria de Uruguay, con incidentes reiterados de pesca ilegal por parte de barcos brasileños en nuestras aguas, no viene mal recordar que en materia de soberanía científica también arrastramos problemas. No es la primera vez que se describen especies nuevas para la ciencia con ayuda de ejemplares colectados aquí pero que ya no están en el país.

En este caso, las muestras uruguayas citadas en el artículo se encuentran en el Museo de Zoología de la Universidad de San Pablo. Figuraban como Polymixia lowei, pero ahora se las reclasificó con el nuevo nombre.

Fueron recolectadas en nuestras aguas en 1997 como parte del programa Revizee, un proyecto brasileño con fondos del gobierno de ese país y Petrobras, que hizo un inventario de recursos vivos de la Zona Económica Exclusiva Brasileña, aunque, como ya vimos, también se terminó llevando ejemplares uruguayos. Paradójicamente, entonces, tenemos una nueva especie para Uruguay pero los especímenes que comprueban su existencia en nuestras aguas se encuentran en Brasil.

Los datos de esas dos muestras presentan además una contradicción con la información que aporta el artículo. Sus coordenadas están más al sur que el rango de distribución adjudicado a la especie, por lo que no queda claro de dónde salen las latitudes del extremo más austral del rango.

“Es bastante común que buques oceanográficos brasileños o argentinos, incluso en campañas conjuntas, ingresen a aguas uruguayas, colecten muestras y las lleven a universidades o museos de sus países sin que los científicos uruguayos se enteren. Esto se arrastra desde épocas de los viejos naturalistas, pero que en estos tiempos siga sucediendo es muy cuestionable”, sostiene el biólogo marino Martín Laporta.

No se trata de casos aislados. Buscando en bases de datos internacionales, como GBIF, Martín se topó en varias ocasiones con registros de organismos colectados en Uruguay que figuran en instituciones extranjeras.

Más allá de las inconsistencias mencionadas y de la pena de que no haya participación uruguaya en la descripción de una nueva especie que también habita en nuestro país, el trabajo es minucioso y suma “otra pieza al puzle de los fósiles vivientes”, como bien dice el título del artículo.

Identificar las variaciones de esta especie de pez primitivo puede dar claves adicionales para acomodar mejor algunas ramitas en el árbol de la vida, ya que se trata de “un grupo clave para entender la evolución de los acantomorfos (peces con aletas espinosas), que se encuentran entre los primeros grupos de peces con espinas auténticas que aparecen en el registro fósil”. Son más que unas ramitas, ya que los acantomorfos representan la mitad de los peces existentes y un cuarto de los vertebrados del mundo.

Probablemente eso no será suficiente para convencer a quienes piensan que el barbudo más importante de esta historia es Noé y no Polymixia carmenae, pero eso ya es parte de otro relato que también se resiste a la extinción.

Artículo: Another piece of the living fossil puzzle: A new species of Polymixia lowei, 1836 (Polymixiiformes: Polymixiidae) from the western South Atlantic
Publicación: Deep-sea research Part I (febrero de 2024)
Autores: Heloísa de Cia Caixeta, Cláudio Oliveira y Marcelo Souto de Melo.