Según la literatura, el término desierto alimentario fue acuñado en 1995 por el Grupo de Trabajo sobre Nutrición de Escocia para referirse a un área geográfica que carece de acceso suficiente a tiendas de alimentos, generalmente en comunidades de bajos recursos. El concepto fue modificándose y se centró luego en la facilidad de acceso y disponibilidad en determinada zona, generalmente urbana, a alimentos saludables o nutritivos, es decir, frutas, verduras, carnes, huevos e ingredientes culinarios, en contraposición a aquellos que no lo son (refrescos, productos con exceso de grasa, azúcares, sal, aditivos, etcétera).

En Estados Unidos se viene reportando desde entonces que varios barrios de bajos ingresos de distintas ciudades están plagados de tiendas de conveniencia y de empresas de comida rápida que ofrecen productos o bien ultraprocesados o bien ya preparados y prontos para comer. Sin embargo, comprar allí frutas, verduras o carnes frescas es mucho más complicado, dada su baja oferta o la gran distancia que hay que recorrer para hacerse con ellas. Esos son los desiertos alimentarios, lugares donde se vende comida que espolea el surgimiento de las enfermedades no transmisibles –diabetes, hipertensión, cardiovasculares, obesidad, inflamación de diversos órganos, entre otras– y donde acceder a alimentos saludables es extremadamente difícil. Si bien hay mucho que masticar, están en un desierto porque el alimento de verdad escasea.

Estudiar los entornos alimentarios se vuelve importante a la hora de pensar políticas públicas de salud, alimentación y bienestar de la población. ¿Qué pasará con esto en nuestro país? ¿Tendremos desiertos alimentarios? ¿En caso de haberlos, estarán ubicados en mayor medida en barrios de bajos ingresos, como ya se ha reportado en la literatura científica internacional? ¿Cómo son los entornos alimentarios allí donde tenemos inseguridad alimentaria, es decir, donde la gente no logra acceder a alimentos nutritivos de forma regular y llega incluso a saltearse comidas enteras?

Parte de esas preguntas son abordadas por una fabulosa y reciente publicación. Titulado algo así como Una exploración con métodos mixtos del entorno alimentario minorista en una zona de bajos ingresos de Montevideo, Uruguay, el artículo lleva la firma de Gastón Ares, Florencia Alcaire y Leticia Vidal, del área de Sensometría y Ciencia del Consumidor del Instituto Polo Tecnológico de Pando de la Facultad de Química de la Universidad de la República (Udelar); Alejandra Girona y Gabriela Fajardo, de la Escuela de Nutrición de la Udelar; Gerónimo Brunet, del Espacio Interdisciplinario de la Udelar; y Carolina Paroli, Marcelo Amado y Viviana Santín, de la Intendencia de Montevideo.

El trabajo publicado es relevante por distintos motivos. Primero, cumple con la premisa de caracterizar el entorno alimentario de dos barrios de bajos ingresos de nuestra capital. Para seguir, es una investigación que surge de una demanda de la sociedad y que involucró a diversos actores, tanto de la sociedad civil (docentes de liceos) como del gobierno (Intendencia de Montevideo) y de grupos académicos de la Udelar (Programa Integral Metropolitano, Núcleo Interdisciplinario Alimentación y Bienestar, Observatorio del Derecho a la Alimentación, además de los ya mencionados en las filiaciones de los investigadores e investigadoras). Para rematar el asunto, el trabajo hace propuestas y brinda información valiosa a la hora de pensar políticas públicas para acabar –¡pidamos lo imposible!– con la inseguridad alimentaria en extensas zonas de la ciudad.

Así que, con todo esto, salimos disparados, más rápido que infante que corre a la mesa ante el olor de su comida favorita, al encuentro de Leticia Vidal, Alejandra Girona y Gastón Ares para hablar de desiertos alimentarios, el acceso a los alimentos en barrios carenciados y todo lo que se desprende de su investigación.

Nacido de una demanda de la sociedad

“Para el origen de este trabajo hay que remontarse a una demanda que los docentes de liceos y UTU de Bella Italia y Punta Rieles le hacen el Programa Integral Metropolitano de la Udelar en 2022”, señala Alejandra Girona. Según los profesores, sus gurises llegaban a clase diciendo que tenían hambre, que no habían desayunado o que no habían cenado el día anterior. “En su momento hubo un debate sobre si eso era verdad o si era una exageración de los docentes”, recuerda Alejandra sobre la puja entre datos y relatos que el gobierno tenía para justificar su desempeño en el despliegue de políticas sociales durante la pandemia. “Entonces el Programa Integral Metropolitano, el PIM de la Udelar, nos convocó para hacer un estudio sobre seguridad alimentaria”, dice Alejandra.

Así que comenzar a estudiar el tema de la alimentación en esos dos barrios empezaba por una demanda que la sociedad le hacía a la academia. De yapa, los barrios que demandaban conocimiento tenían otra ventaja a su favor: “Eran barrios interesantes para estudiar dada la cantidad de adolescentes que tenían según el censo anterior”, puntualiza Alejandra.

Así las cosas, desde el Observatorio del Derecho a la Alimentación de la Escuela de Nutrición, el Núcleo Interdisciplinario Alimentación y Bienestar y el PIM realizaron un estudio seleccionando hogares donde hubiera adolescentes. “Hicimos un trabajo de campo arduo, de ir casa por casa, para identificar los niveles de seguridad alimentaria, los niveles de consumo de grupos de alimentos y algunas cuestiones vinculadas al crecimiento de los y las adolescentes”, dice Alejandra. Y entonces, dato descuartizó relato.

“Allí surgió algo que veníamos diciendo con los compañeros del núcleo desde hace tiempo. En los territorios donde se concentra la pobreza, la inseguridad alimentaria es mucho mayor que la de los datos nacionales”, dice Alejandra.

Los datos de un informe sobre seguridad alimentaria realizado por el Instituto Nacional de Estadística y los ministerios de Desarrollo Social y de Salud Pública, publicado en 2022, sostenían que la inseguridad alimentaria moderada y grave en nuestro país era de 15%. El informe del PIM del que habla Alejandra, y que fue dado a conocer en 2023, arrojaba que en los hogares en los que viven adolescentes de los barrios Bella Italia y Punta de Rieles la cifra ascendía a 39,7%.

Volviendo al trabajo dado a conocer en 2023, Alejandra cuenta que vieron que en los hogares había problemas en el consumo de frutas, verduras y carnes. “A partir de la preocupación que surge de ese trabajo y en relación con el consumo de estos alimentos, la División Salud de la Intendencia de Montevideo se interesa por conocer qué pasaba con la oferta de alimentos y le traslada esa inquietud al Observatorio de Derecho a la Alimentación”, señala Gastón Ares. Entonces se propusieron caracterizar el entorno alimentario para ver si esto tenía que ver con el acceso físico a los alimentos en esos lugares, es decir, si están disponibles, si son suficientes y de calidad, o si pasaban otras cosas. Y entonces comenzó una segunda parte del proyecto que calzaba a la perfección con la línea que venía desarrollando Leticia Vidal sobre los entornos alimentarios.

Estudiando entornos y desiertos alimentarios en Uruguay

“Cuando llega ese pedido de la intendencia nosotros justo estábamos arrancando un proyecto financiado por la ANII [Agencia Nacional de Investigación e Innovación] que buscaba caracterizar el entorno alimentario minorista en el departamento de Montevideo”, completa Leticia Vidal, que participará poco en la entrevista porque su pequeña criatura entiende que, más que hablar de alimentos, es mejor que se los suministre. “La idea era poder tener información sobre la disponibilidad de distintos puntos de venta de alimentos en el departamento y qué tan accesibles estaban a los hogares”, retoma Leticia tras algunos berrinches (¡de su criatura, no de ella!).

“Disponibilidad y accesibilidad son dos dimensiones relevantes. Por un lado, ver cuáles son los puntos de venta que ofrecen los alimentos considerados saludables; por otro, cuánto les cuesta a las personas, en términos de distancia, de dinero y de tiempo, llegar a esos puntos de venta”, explica Leticia y señala que todo eso tiene que ver con el acceso físico a los alimentos. “Ese es un requisito mínimo. Antes de que las personas puedan comprar un alimento, necesitan que esté disponible y que esté accesible”, dice con toda lógica.

Para ese proyecto comenzaron trabajando, como se hace en otras partes del globo, con lo que llaman fuentes de datos secundarias. “Trabajamos con registros administrativos, tanto de las empresas que están registradas en el Servicio de Regulación Alimentaria de la Intendencia de Montevideo –que son datos abiertos que se pueden descargar– como de las carnicerías registradas en el INAC [Instituto Nacional de la Carna], las ferias, y también con un registro de farmacias, porque hoy en día las farmacias también venden alimentos”, explica Leticia. Geolocalizaron todo y luego fueron al territorio para ver si era viable sacar conclusiones sobre cómo es el acceso físico en el territorio a los alimentos a partir de este tipo de datos. Y no.

De ese trabajo previo se desprendieron dos hechos relevantes para la investigación que aquí nos convoca. Por un lado, que los registros de comercios no alcanzan para cubrir todos los lugares de expendio de alimentos que hay en un territorio. En parte por la informalidad, en parte por ciertas inercias en los registros. “Vimos que no se podía confiar en las bases secundarias”, dice Leticia. “Entonces, para esta investigación en Bella Italia y Punta de Rieles tuvimos que recorrer todo el territorio, cuadra por cuadra, para poder sacar la información de los locales”, agrega.

Por otro, en ese trabajo previo bajaron a nuestra realidad montevideana qué quiere decir tener acceso a alimentos saludables, idea que está por detrás del concepto de desierto alimentario. En el trabajo lo definieron así: “Un punto del territorio tiene acceso limitado a alimentos recomendados si no tiene acceso a un punto de venta de al menos uno de los siguientes tipos de alimentos a una distancia máxima de 600 metros: frutas y verduras, carnes, huevos, leche, ingredientes culinarios”.

Zona donde se realizó el estudio en Bella Italia y Punta de Rieles. En azul zona urbanizada, en amarillo asentamientos. Imagen Ares _et al_, 2024.

Zona donde se realizó el estudio en Bella Italia y Punta de Rieles. En azul zona urbanizada, en amarillo asentamientos. Imagen Ares et al, 2024.

“Este tema en América Latina no está demasiado abordado. Y lo que sucede es que cuando uno toma los conceptos que fueron desarrollados en otros lugares, empiezan a surgir dificultades, como esto de que los registros administrativos de los comercios, sobre todo en territorios de nivel socioeconómico bajo, no sean suficientes”, apunta Gastón. “Otra complejidad tiene que ver con esto de qué es un desierto desde el punto de vista de la realidad local”, agrega.

“Si vas a la literatura de Estados Unidos, te hablan de hipermercados, y entonces, si no tenés un hipermercado cerca, vivís en un desierto alimentario. La idea es la misma: la de la dificultad, en términos de tiempo, distancia y dinero, de llegar al punto de venta donde te venden alimentos saludables. Pero ellos usan, en algunos casos, umbrales que no son los nuestros. Asumen que la gente tiene auto, o hablan del acceso a un hipermercado”, remarca Gastón. “Lo que vimos en ese trabajo previo es que en Uruguay eso no es real dado el tipo de comercios que hay y los patrones de compra de las personas. El supermercado no es el lugar central donde compramos frutas y verduras. En Uruguay las ferias todavía son un punto de venta muy relevante. Por otro lado, tenemos cada vez más fruterías y verdulerías. Y sobre todo, en algunas partes de la ciudad, siguen siendo muy relevantes los almacenes de barrio”, cuenta entonces.

“Eso implica otra complejidad. Ya no es tan simple como agarrar una lista de comercios o ver si hay un hipermercado cerca. Hay que recorrer el territorio y ver qué tipo de alimentos venden los distintos comercios. No todos los almacenes venden todos los alimentos. Hay almacenes que venden fruta, carne, ingredientes y más, y hay otros que básicamente funcionan como un quiosco. Hay mucha heterogeneidad, y esa es una característica muy propia de nuestro entorno alimentario minorista que no se ve en otros lugares”, puntualiza Gastón. Y si es una característica nuestra, o del sur al menos, seguro no está abordada como corresponde en la literatura científica.

“Este trabajo es la primera prueba de ese concepto bajado más a la realidad, por lo menos de Montevideo, de cómo funcionarían esos 600 metros en esos barrios en particular, para ver si el acceso físico es un problema”, resume Gastón.

Y así llegamos al trabajo que realizaron (ver recuadro).

Claves de esta investigación

  • Se buscó caracterizar el entorno alimentario de los barrios Bella Italia y Punta de Rieles.
  • Entre noviembre de 2023 y febrero de 2024 los investigadores recorrieron un área total de 10,76 km2 de los que 3,6 km² estaban urbanizados formalmente y 0,97 km² se repartían en 28 asentamientos.
  • Registraron todo tipo de comercio que vendiera alimentos (almacenes, panaderías, bares, carros de comida, carnicerías, ferias, pescaderías, verdulerías, heladerías, kioscos, pollerías, vendedores ambulantes, venta de huevos, autoservicios, supermercados, otros).
  • En cada uno de ellos anotaron qué tipos de alimentos se ofrecían: frutas, verduras, carne, pescado, leche, huevos, ingredientes culinarios (todos estos alimentos saludables o recomendados para una dieta sana), ultraprocesados, comida procesada y comida pronta para comer.
  • Calcularon para cada hogar si podía acceder a las categorías recomendables (frutas y verduras, carnes, huevos, leche, ingredientes culinarios) en una distancia de 600 metros.
  • También realizaron un trabajo cualitativo entrevistando tanto a clientes como a almaceneros para conocer su relación con la oferta y demanda de productos.
  • El relevamiento arrojó que en Bella Italia y Punta de Rieles había 415 comercios que ofrecían alimentos. Predominaron los almacenes de barrio (200), seguidos por kioscos (35) y supermercados o autoservicios (33). Las verdulerías y fruterías fueron 24, las carnicerías sólo 5, y las pollerías y las ferias sólo 2.
  • Los almacenes concentraban 80% de la oferta de leche en la zona, 78% de la de ingredientes culinarios, 71% de la de huevos, 67% de la de carne y 65% de la de fruta y verdura.
  • La densidad de comercios (cantidad por km²) fue mayor en los asentamientos que en la zona formalmente urbanizada poniendo a disposición todos los tipos de alimentos.
  • Los hogares de las zonas urbanizadas (formal y asentamientos) tenían en un radio de 600 metros todos los tipos de alimentos saludables, por lo que no habría allí "desierto alimentario".
  • Si bien los distintos alimentos saludables estaban accesibles físicamente, compradoras y compradores señalaron problemas con la variedad, calidad y su elevado costo.
  • Los almaceneros y almaceneras también resaltaron dificultades para acceder a variedad de productos frescos para vender a precios razonables.
  • Los resultados apuntan entonces a que allí hay una "jungla" o "llanura de inequidad alimentaria": los alimentos están pero no hay variedad, calidad ni son accesibles por problemas económicos y del sistema de distribución.
  • Los autores proponen que acortar el largo de la cadena de intermediarios en el suministro de alimentos saludables sería una medida efectiva para reducir parte de las inequidades observadas.

Más densidad de almacenes y comercios... en los asentamientos

Uno de los datos que llaman la atención en el trabajo es que en los asentamientos había una mayor densidad de comercios, es decir, más cantidad de comercios por kilómetro cuadrado (km²), que en las zonas formalmente urbanizadas. Mientras que en la zona de asentamientos registraron 136 comercios por km², en las formalmente urbanizadas ese número bajaba a 77. Además, la densidad de comercios que ofrecían los distintos tipos de alimentos también fue mayor en los asentamientos. Por ejemplo, mientras que apenas 21 comercios por km² ofrecían frutas y verduras en la zona residencial, 67 comercios por km² lo hacían en los asentamientos. Eso pasó con la carne (10/km² contra 44/km²), la leche (23/km² contra 82/km²) y todos los demás grupos (salvo el pescado, que fue el único alimento que escaseaba en toda la zona, algo que, según los investigadores, también sucede en barrios de mayor nivel adquisitivo de Montevideo).

“La venta de alimentos en los contextos de pobreza es un espacio generador de ingresos y generador de alimento para la familia. Son espacios muy poco estudiados en Uruguay, pero que generan mucho movimiento dentro de las comunidades, en particular dentro de los asentamientos que recorrimos”, comenta Alejandra.

“En los asentamientos quizás en una cuadra tenés tres espacios de venta de alimentos con características particulares que no son quizás las que vemos habitualmente cuando pensamos en un supermercado o almacén. Son espacios relevantes por lo que generan para quienes venden en contextos de economías muy pobres, en donde hoy están y capaz que dentro de un mes cerraron, en donde la disponibilidad de alimentos es poca y en donde todavía existe la venta fraccionada. Estamos hablando de barrios de Montevideo que están a 25 minutos del centro. Este tipo de comercios, con estas características, es un fenómeno bien interesante de estudiar y que no aparece cuando uno lee sobre este tipo de temas”, sostiene Alejandra.

Como el trabajo tiene la virtud de combinar lo cuantitativo con lo cualitativo, en él los pobladores y pobladoras de Punta de Rieles y Bella Italia también tienen voz. “Ahora están vendiendo fraccionado. Como que había desaparecido eso del fraccionamiento. Ahora está volviendo”, dice una persona entrevistada. “En lo de este hombre uno va con 20 pesos y puede comprar. Te vende 20 pesos de azúcar o 20 pesos de yerba”, dice otra. Otras hablan de la importancia de que les fíen.

A eso se suma el dilema de quienes están frente a estos negocios, que tienen que comprar aquellos alimentos que saben que van a vender, con una billetera ajustada que no les permite acceder a todo y menos llenar las estanterías. El trabajo abre ventanas que permiten ver más allá. “Sería más fácil si repartieran. Con el tema de la delincuencia, de que para estos lados de acá se puso tan complicado, dejaron el reparto. La fruta y la verdura son los más complicados, con los otros me manejo con corredores o tengo para traer a la pasada. Lo único que no tengo para traerme a la pasada es la fruta y la verdura, es lo que más tiempo me lleva ir a buscar”, dice alguien de un almacén.

“Creo que fue súper interesante, más allá de la geolocalización de los negocios, traer esto de las vivencias y de tener los relatos de las dos partes, de quien compra y de quien vende”, comenta Gastón.

“Lo que vemos acá no son desiertos, sino que vemos otras dimensiones que muchas veces no están en estos trabajos sobre disponibilidad de alimentos, como a qué precio están los productos o qué variedad pueden vender. Es claro que un almacén que tiene restricciones a la mercadería a la que puede acceder, tanto en variedad como en cantidad, no va a ofrecer toda la variedad posible de frutas, verduras y demás. Entonces, ¿qué va a vender? Seguramente, zanahoria, papa, boniato, cebolla y no mucho más. Con las frutas pasó algo similar, la variedad que se ofrece es restringida”, dice Gastón. La gente lo respalda.

“Hay muchos almacenes, pero venden pocos productos. Cuando querés productos específicos tenés que ir al supermercado de Punta de Rieles, ir a alguno en 8 de Octubre o a algún lado de esos”, dice un comprador anónimo. “Tenés lo básico. No vas a encontrar un kiwi. Vas a encontrar manzana, banana y papas”, dice otro. “Acá en la vuelta te limitás a lo que el almacenero tenga en la heladera”, dice una voz de esas que no están mucho en los artículos científicos.

“Y después emerge el tema del precio”, tira Gastón. Así que vamos a eso.

Densidad de comercios ofreciendo los distintos productos. Imagen de Ares _et al._, 2024.

Densidad de comercios ofreciendo los distintos productos. Imagen de Ares et al., 2024.

Querer no es poder

“Yo digo que vivimos como si fuéramos un barrio de gente adinerada. Para comprar acá, tenés que ser adinerada. El barrio es caro”, dice alguien en una de las entrevistas anónimas del trabajo. “El almacén de barrio lo que tiene es que es mucho más caro, en general. Tiene esa comodidad de que lo tengo al lado, pero nada más”, expresa otra.

“Sí, la gente dice que los precios son como si allí viviera gente de una zona más rica. Y que al comparar los precios de los almacenes con los de las grandes superficies, dicen que son más altos. Y entonces ahí hay que ver por qué son más altos”, retoma Gastón.

“Al hablar con los almaceneros queda claro que ellos también tienen una serie de dificultades para comprar los alimentos. Ahí aparece esta idea de las cadenas cortas. Cuanto más larga sea una cadena, cuantos más intermediarios haya, más altos serán los precios. Y allí aparecen también esas estrategias de fraccionar, por ejemplo, del almacenero que le compra a la carnicería y luego vende esa carne fraccionada”, cuenta Gastón. “Esto abre toda otra complejidad que tiene que ver con una realidad que muchas veces queda invisibilizada. No es que el almacenero quiera estafar a sus clientes, sino que tiene que ver con cómo logra comprar los alimentos que vende. Y el fiar también le implica un riesgo, porque hay gente que no le va a pagar y tiene que buscar cómo hacer”, sostiene.

Respecto de eso, hay más. “Tengo algunos distribuidores que entran a la zona, pero son pocos”, dice un almacenero. “Lo único que conseguí que me traigan es el pan y la leche. Después lo voy a buscar todo yo”, dice otro. “La fruta y la verdura la compro ahí en Aparicio Saravia, en un mayorista. Es el más cerca, porque si no tendría que ir a la UAM, que queda muy lejos”, comenta un tercero.

“Al pensar cómo poder abordar esa situación aparecen distintas dimensiones que le agregan complejidad. No es una cuestión de que haya zonas que no ofrecen alimentos recomendados. Uno ve que en otros trabajos, por ejemplo, de Estados Unidos, el tema está abordado de una forma mucho más superficial, fijándose solamente en la distancia que hay entre la gente y un hipermercado”, dice Gastón.

“Yo destaco siempre en el equipo esto de poder analizar, escribir, pero también de ir al campo y ver. Pero estábamos presentes cuando las personas entraban a los almacenes de los asentamientos a comprar. Y veíamos que la gente compraba de a 30 gramos”, comenta Alejandra. “Lo que alguien puede comprar fraccionado no son todos los alimentos, son algunos, como los fideos, el arroz, la polenta. Y eso incide en lo que están comiendo”, agrega.

“Lo que vimos es que hay una diversidad alimentaria muy pobre en los adolescentes del barrio. Y obviamente eso tiene que ver con lo que está disponible. Y lo que está disponible es justamente esto que ves en el trabajo cualitativo, de que los almaceneros tampoco tienen capacidad para tener remolacha, berenjena, espinaca o la verdura que sea de acuerdo a la estacionalidad. Lo seguro para vender va a ser lo que pueda fraccionar más y lo que forma parte de los hábitos, con los que se hacen las comidas de olla: la papa, la zanahoria, la cebolla, el boniato”, sostiene Alejandra.

Allí entra también en juego la vida útil de determinadas frutas y verduras. La papa se echa a perder mucho más lento que, por ejemplo, una espinaca. Los fideos, la harina y el arroz duran bastante. De hecho, un testimonio de un almacenero dice que no vende carne porque de noche apaga el freezer.

“Los mensajes de las políticas públicas pasan por decir ‘consuma frutas y verduras’. Y cuando encuestás a las personas, y lo que te nombran es papa, boniato y zanahoria, manzana y banana, decimos que los uruguayos somos un desastre porque no comemos variedad de frutas y verduras. Pero no hay un análisis mucho más profundo del sistema, de por qué una cosa lleva a la otra. No basta con decirle a la gente que tiene que comer frutas, verduras y pescado, si no que tenemos mejorar los espacios para que accedamos todos a frutas, verduras y pescado”, lanza entonces Alejandra.

La importancia de la red de almacenes de barrio

Otro de los emergentes del trabajo es que la mayor oferta de los distintos tipos de alimentos está en los pequeños almacenes de barrio. Uno piensa entonces que una política de acceso a los alimentos saludables que no contemple esta pequeña red minorista está condenada al fracaso. Incluso debiera incorporar los negocios que están en diversos grados de informalidad. Por ejemplo, si a alguien se le ocurriera exonerar el IVA en las grandes superficies, estaríamos tirando la plata de los contribuyentes, porque eso no iría a la población que realmente está sufriendo problemas para enfrentar su alimentación.

“Sí, esta es información relevante para pensar la política pública. Si uno tiene en cuenta todos los programas de transferencias, se debería lograr que estos lugares acepten esas formas de pago”, dice Gastón. “Es relevante ver cómo dialoga, por ejemplo, la disponibilidad de alimentos, dónde se venden, qué variedad, con las políticas de transferencias u otras que se puedan implementar, como la reducción de IVA y demás”, afirma.

“Las políticas públicas tienen que contemplar que hay problemas alimentarios que tienen que ser abordados territorialmente. Eso es un reto que tienen las autoridades para los próximos años y que tienen que empezar ya. Eso implica estar en el territorio y pensar estrategias a medida, al menos para algunos lugares”, enfatiza Alejandra. “Las ferias son un espacio en donde se podría facilitar que las personas compren frutas y verduras. Pero hay que pensar una logística de las ferias que permita que más gente pueda acceder a ellas. Pensemos el horario en que funcionan. Si la feria del barrio es los miércoles a las dos de la tarde y la persona trabaja, seguramente no va a poder comprar allí”, dice entonces a modo de ejemplo.

“Luego hay que ver cómo pueden comprar allí. ¿Le aceptarían las transferencias del Plan ABC, por ejemplo?”, sigue pensando Alejandra. “Si queremos solucionar el tema de la anemia infantil en Uruguay, ¿tenemos una red de carnicerías en el territorio donde hay que actuar que acepten esas formas de pago? Esas son las cosas que hay que pensar en red y con mirada territorial. De lo contrario, vamos a seguir sacando guías alimentarias hermosas, súper coloridas, para una parte de la población, que es importante, pero que no tienen efecto en donde tenemos los problemas de malnutrición en la infancia, la anemia y la inseguridad alimentaria”, reflexiona Alejandra.

Incluso entre ellos, han pensado algunas cosas que van más allá de acortar las cadenas de suministro, que es lo que dicen en el artículo. “Tal vez se pueda implementar algo similar a la vieja Subsistencias, que en algún momento se creó por ley en Uruguay. No estamos diciendo que sea el mismo modelo, pero sí creemos que hay que pensar en mercados internos en los barrios que faciliten la circulación de alimentos saludables”, adelanta Alejandra. “Eso es lo primero que tenemos que hacer. Pero, en particular en los asentamientos, también hay que pensar que estas familias necesitan seguir vendiendo alimentos. Estas personas ponen almacenes en su casa porque no tienen trabajo. Y eso nos muestra que indudablemente las políticas alimentarias están vinculadas al empleo, a mejorar la pobreza y el acceso a la vivienda”, redondea.

“El último dato de 2019 dice que el 27% de los niños menores de dos años tiene anemia. Eso nos está diciendo mucho del acceso a alimentos fuente de hierro. ¿Cómo vamos a mejorar el acceso a la compra de alimentos fuente de hierro? Fortalecer la presencia de carnicerías en los barrios podría ser una forma”, dice luego Alejandra, y lo que dice suena cien veces más triste en un país ganadero.

Territorios de inequidad alimentaria

El trabajo entonces nos muestra que en estos dos barrios no habría desiertos alimentarios ni pantanos alimentarios, término que se usa para definir lugares donde lo único que se puede conseguir son productos ultraprocesados y tiendas de comida rápida poco saludable. Aquí lo que tenemos son dificultades económicas para acceder a los alimentos o a variedad de ellos. Tanto de los que los compran como de los que los venden en esos territorios. Hacen falta, entonces, otros términos que den cuenta de esto (más allá del evidente, que es la pobreza). La literatura internacional no lo tiene y, una vez más, queda en evidencia la relevancia de tener ciencia propia. ¿Cómo llamar a estos lugares donde no hay una oferta adecuada, no hay un acceso adecuado y encima la gente no tiene poder de compra?

“Hay familias en Uruguay que viven en una crisis alimentaria por generaciones. Podemos hablar de la crisis que generó la covid-19, de la crisis del 2000, pero hay generaciones de familias que viven en crisis y para las que acceder al alimento es el centro de su vida. Eso es algo que hay que asumir como país”, comenta Alejandra. “Cuando entrevistábamos a las familias en el primer estudio que hicimos, veíamos el estrés que genera vivir pensando si mañana vas a comer, qué vas a comprar, cómo, si vas a tener plata, si te va a prestar plata un familiar, si vas a cobrar la transferencia, si vas a caminar las 25 cuadras para buscar los alimentos. Imaginemos eso en nuestras vidas, todos los días”.

Alejandra dice que cómo definir esto que pasa aquí seguro sea algo que se le va a ocurrir a Gastón o a Leticia. “Los dos estudios lo que nos muestran es que si no tengo dinero, no compro alimentos. No hay otra cosa, es simple. El alimento hoy no es un bien común, es un bien al que acceden algunos y otros no. Aun si caminaran 20 cuadras, hay familias que no van a poder acceder a los alimentos a los que habitualmente el resto de los uruguayos accedemos”, ensaya entonces. “No podemos seguir forzando a estas familias a vivir en el estrés constante de no saber qué van a comer, además del estrés que generan otros factores, como la violencia, que también surge en el estudio”, señala.

“Tras la idea de los desiertos alimentarios está el punto de ver cuál es el esfuerzo que las personas tienen que hacer para comer saludablemente, si se tienen que desplazar, etcétera. Pero este estrés de no saber si vas a comer, o qué, o cómo, es un esfuerzo adicional a todos los esfuerzos que muchos tienen que hacer, porque está el problema de que no tienen plata”, señala Gastón.

“No sé cómo llamarle a esto. Hay algunos autores que están planteando el asunto en términos parecidos al decir que no basta con pensar solamente en la distancia, sino que hay que incorporar otras dimensiones. Está bien, tiene que haber un punto de venta cerca, pero hay que ver qué variedad de alimentos ofrece, si vende a un precio razonable para esas personas, etcétera. Todo eso implica un abordaje que es más complejo al pensar los entornos alimentarios. Al menos en nuestra realidad, no alcanza con una lista de comercios y mirar a qué distancia están de las personas. Si no reconocemos todas esas otras dimensiones, lo que digamos no va a reflejar las barreras que las personas tienen que sortear para poder no solamente comer, sino además comer de una forma saludable”, reflexiona Gastón.

Les digo entonces que, pensando en todo esto, aquí podríamos hablar de desiertos de dinero o desiertos de bienestar, ya que el acceso a una alimentación es parte de un conjunto de problemas mayor.

“Sí, es un aspecto de muchos tantos, pero esto genera situaciones de desigualdad desde el día uno de vida. Tenemos que pensar en esto en términos de las trayectorias de vida de los niños y niñas. Después nos asombramos con determinados scores educativos que tiene Uruguay, pero la trayectoria educativa empieza el día uno. Uruguay no puede darse el lujo de perder un día más de estos gurises. Los niños, niñas y adolescentes son pocos y nos damos el lujo de perderlos. Hay que resolver el comer para después hablar de todo lo otro”, enfatiza Alejandra.

“Tenemos mucho este discurso de que la gente no come frutas y verduras porque no sabe, y que la forma de solucionar los problemas es educar para que la gente se alimente mejor. Pero, en realidad, si no resolvemos los problemas de fondo nunca se va a poder tener una alimentación saludable en toda la población”, comenta Gastón.

“Tiene que haber una relación entre distintas políticas y sectores. La solución de los problemas alimentarios tiene que dialogar con la solución de los aspectos vinculados con el trabajo, los ingresos y la violencia. Porque en estos territorios esos no son problemas aislados, están todos los problemas concentrados en los mismos sectores de la población”, dice luego.

Por ese lado venía lo de “desiertos de bienestar”. Zonas del territorio donde diversos factores comprometen la calidad de vida de la gente. Y entonces Alejandra, que había dicho que no se tenía fe para acuñar un término para describir el fenómeno, sale con uno. “Son desiertos de injusticia alimentaria”, lanza. Dado que lo de desierto viene más por el lado de la ausencia, le retoco un poco la idea. Siguiendo la lógica de nombrar el fenómeno usando un bioma, podríamos hablar entonces de junglas de injusticia alimentaria. O llanuras de injusticia alimentaria. Algo por allí.

En realidad, el nombre es lo de menos. Lo importante es que aquí hubo ciencia nacional en respuesta a demandas de la sociedad, que no sólo vuelve a demostrar la importancia de investigar los fenómenos a escala local, sino que además aporta valiosa evidencia para poder transformar la realidad.

La ciencia que patenta y mueve la economía puede ser interesante para aumentar el valor agregado, como sostienen muchos que hablan del papel de la ciencia en el futuro de nuestro país y que sueñan una “economía del conocimiento”. Pero hay toda otra ciencia que no patenta y que agrega un valor agregado incalculable para ayudar a resolver problemas graves de nuestra sociedad. Gracias, Gastón, Alejandra, Gerónimo, Florencia, Gabriela, Carolina, Marcelo, Viviana y Leticia, por hacernos soñar con una sociedad del conocimiento.

Artículo: A mixed-methods exploration of the food retail environment of a low-income area of Montevideo, Uruguay.
Resumen en español: Caracterización del entorno alimentario minorista de los barrios Bella Italia y Punta de Rieles
Publicación: Health Promotion International (febrero de 2025)
Autores: Gastón Ares, Alejandra Girona, Gerónimo Brunet, Florencia Alcaire, Gabriela Fajardo, Carolina Paroli, Marcelo Amado, Viviana Santín y Leticia Vidal.

¿Qué comercios había en Bella Italia y Punta de Rieles?

  • 200 eran almacenes
  • 35 eran salones o kioscos
  • 33 eran autoservicios o supermercados
  • 31 eran panaderías, confiterías o rotiserías
  • 24 eran verdulerías
  • 23 eran bares, cafeterías, cantinas o restaurantes
  • 19 eran carros de venta de alimentos
  • 18 eran heladerías
  • 10 eran vendedores ambulantes de alimentos
  • 5 eran carnicerías
  • 4 eran lugares de venta de huevos
  • 4 eran farmacias
  • 4 eran otro tipo de local (por ejemplo, pañaleras)
  • 2 eran pollerías
  • 2 eran ferias
  • 1 era un lugar de venta de bebidas (alcohólicas y refrescos)

¿Qué vendían los comercios?

  • Venta de ultraprocesados: 87% (361 de los 415 comercios)
  • Venta de comida procesada: 61% (255 de los 415 comercios)
  • Venta de ingredientes culinarios: 55% (228 de los 415 comercios)
  • Venta de leche: 49% (204 de los 415 comercios)
  • Venta de huevos: 41% (169 de los 415 comercios)
  • Venta de frutas y vegetales: 34% (142 de los 415 comercios)
  • Venta de comida pronta para comer: 30% (125 de los 415 comercios)
  • Venta de carne: 19% (78 de los 415 comercios)
  • Venta de pescado: 1% (6 de los 415 comercios)

¿Dónde se vendían los distintos tipos de alimentos?

  • 80% de la oferta de leche en la zona era ofrecida en almacenes
  • 78% de la oferta de ingredientes culinarios en la zona era ofrecida en almacenes
  • 73% de la oferta de productos procesados en la zona era ofrecida en almacenes
  • 71% de la oferta de huevos en la zona era ofrecida en almacenes
  • 67% de la oferta de carne en la zona era ofrecida en almacenes
  • 65% de la oferta de fruta y verdura en la zona era ofrecida en almacenes
  • 52% de la oferta de productos ultraprocesados en la zona era ofrecida en almacenes
  • 50% de la oferta de comida pronta en la zona era ofrecida en almacenes
  • 33% de la oferta de pescado en la zona era ofrecida en supermercados y otro 33% en ferias

Densidad de locales de venta por productos en zonas residenciales formales y zonas con asentamientos

Frutas y vegetales
21 comercios/km² en zonas residenciales
67 comercios/km² en zona de asentamientos

Carne
10 comercios/km² en zonas residenciales
44 comercios/km² en zona de asentamientos

Leche
34 comercios/km² en zonas residenciales
82 comercios/km² en zona de asentamientos

Huevos
27 comercios/km² en zonas residenciales
73 comercios/km² en zona de asentamientos

Ingredientes culinarios
38 comercios/km² en zonas residenciales
92 comercios/km² en zona de asentamientos

Productos procesados
44 comercios/km² en zonas residenciales
96 comercios/km² en zona de asentamientos

Productos ultraprocesados
57 comercios/km² en zonas residenciales
114 comercios/km² en zona de asentamientos

Todos los comercios
77 comercios/km² en zonas residenciales
136 comercios/km² en zona de asentamientos.

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