A 1.800 metros de profundidad en el mar argentino, el robot submarino ROV SuBastian alarga su brazo para tomar unas muestras de caracoles sobre una roca y se topa con una resistencia inesperada. Una langosta patagónica (Thymops birsteini) se abalanza sobre él en actitud defensiva y mueve el sedimento a su alrededor, dificultando la visibilidad.
La langosta no está defendiendo en realidad a los caracoles, sino a sus propias crías, que se encuentran refugiadas debajo de la roca, pero los científicos y científicas que relatan la transmisión se impresionan ante su respuesta instintiva.
La reacción del animal, como ha ocurrido con tantas otras interacciones generadas en Argentina y Uruguay por el buque de investigación Falkor R/V too, del Schmidt Ocean Institute, se viralizó pronto y disparó varios artículos de prensa.
También agitó otros debates que han formado parte de las repercusiones de esta expedición científica pionera, que tanto entusiasmo generó en el público y que abrió una increíble oportunidad para conocer la biodiversidad de las profundidades marinas en la región.
Esta campaña, que en nuestro país se realiza en el marco del programa de exploración marina Uruguay Sub200, se volvió un fenómeno de streaming y despertó una atención mediática poco usual para temas de biodiversidad. Muestras espectaculares y recientes de ello fueron las filmaciones de dos tiburones grises (Carcharhinus amblyrhynchos) en Cabo Polonio el miércoles, y la aparición del enorme pez luna (Mola mola) el jueves.
El ROV SuBastian ha permitido a los científicos y también al público observar en directo la vida diversa que prospera en el mar profundo, muy difícil de explorar sin este tipo de tecnología. No sólo filma con una calidad impresionante; también toma algunas muestras de aquello que filma. Y esto es lo que, dentro de un panorama de amplísimo apoyo a la comunidad científica en general y a este proyecto en particular, ha generado algo de ruido en una minoría del público y también en algunas organizaciones conservacionistas de Argentina y Uruguay, que han criticado a los investigadores por extraer organismos vivos del ambiente.
Foto: ROV SuBastian/Schmidt Ocean Institute
Esas reacciones críticas se pueden resumir en un par de preguntas reiteradas, que, si bien tienen como disparador al programa Uruguay Sub200, no aluden única o específicamente a él (se hacen expediciones y colectas de fauna y flora en muchos ambientes, con la diferencia de que nunca las vemos en vivo). Por ejemplo, se ha cuestionado por qué una investigación con fines de conocimiento necesita colectar animales, algo que implica su muerte, y por qué en este caso no basta con tener las imágenes de alta calidad que estamos viendo.
Son preguntas incómodas y que nos obligan a meternos en terrenos en los que abundan las paradojas, como suele ocurrir en las distintas facetas de nuestras relaciones con otros animales, ya sea la experimentación con organismos vivos, su uso para alimentación o la tenencia de mascotas, entre tantas otras. Son también una buena oportunidad para discutir estos temas, en especial la generación de conocimiento en las ciencias biológicas y su relación con la conservación en un mundo natural bajo asedio.
Eso es lo que hacen en esta nota los biólogos Lucía Ziegler y Gabriel Laufer. Lucía integra, en representación del Centro Universitario Regional (Cenur) Este, la Comisión Honoraria de Experimentación Animal (CHEA) de la Universidad de la República, organismo que establece protocolos de actuación para la manipulación de animales y aborda los problemas éticos que se derivan de ello.
Gabriel integra la organización Vida Silvestre y es parte del Área de Biodiversidad y Conservación del Museo Nacional de Historia Natural (MNHN). Forma parte, además, de la Comisión de Ética en el Uso de Animales (CEUA) del MNHN. Ha trabajado específicamente en invasiones biológicas en Uruguay, como la de la exótica rana toro (Aquarana catesbeiana), tema que lo ha enfrentado a un dilema ético que también es parte de esta discusión: la necesidad de eliminar algunas especies para que otras puedan vivir. Junto con ellos, nos sumergimos en las profundidades del desafiante mundo de la ética en el uso de animales.
En el mismo barco
Ambos están de acuerdo en que las preguntas planteadas por algunas de las organizaciones y espectadores de la transmisión son válidas y parten de una preocupación genuina que científicas y científicos comparten. En esto, aseguran, todos tiran para el mismo lado.
“Eso es algo que se nota en la empatía que están generando los investigadores a bordo del barco en quienes observan la transmisión. Los científicos también se cuestionan cosas y está bien que eso ocurra, porque son personas con los mismos intereses que los conservacionistas y los espectadores sensibles, que es poder conservar lo que están observando. Estos investigadores son especialistas con muchísima capacidad que podrían estar tranquilamente viviendo de otra cosa, pero dedicaron su vida a esto porque sienten una auténtica pasión por la biodiversidad y la conservación. Es gente que, si mañana hay planes de prospecciones en busca de minerales o petróleo que amenacen con destruir estos ecosistemas, va a estar de tu lado y va a tener la información que se necesita para defender eso”, dice Gabriel.
“La presión social en su justa medida es buena, porque sirve para llegar a mejores lugares, para hacer investigaciones o ensayos que sean respetuosos con los animales y usar métodos alternativos cuando se pueda, pero hay que entender que la razón detrás de investigaciones como esta no son los caprichos de científicos que sólo quieren colectar por colectar. Hay una motivación sana y buena de entender la diversidad, la biología y el funcionamiento de los sistemas naturales”, acota Lucía.
Anémona en el fondo marino uruguayo.
Foto: ROV SuBastian/Schmidt Ocean Institute
Lo que más preocupa a quienes hacen este tipo de estudios “es que ese tesoro, que es lo más preciado que ellos están descubriendo en ese momento, y que gracias a la transmisión estamos descubriendo juntos, pueda mantenerse para generaciones futuras”, agrega Gabriel.
“Si entendemos eso, podemos sentarnos a hablar de por qué, para lograr eso, en el medio hay que hacer otras cosas. Pero lo primero es comprender que los investigadores no son el enemigo, sino todo lo contrario”, dice.
De hecho, esta clase de reparos ha ayudado a reducir y mejorar algunas prácticas de colecta en las últimas décadas. Hace tan sólo 30 años, no había en Uruguay protocolos como los que están vigentes hoy en día, ni instituciones dedicadas a regular la manipulación animal, ni estaba naturalizada la necesidad de tener permisos de colecta, apunta Lucía.
Principio requieren las cosas. Antes de meternos en profundidad en algunas de las preguntas que han quedado planteadas, conviene justamente aclarar que las colectas como las que hace el proyecto Uruguay Sub200 o cualquier otra campaña científica en el país no están libradas a la voluntad de quien las realiza. Deben seguir pautas que tienen en cuenta varios de los dilemas éticos planteados en este artículo.
¿Cómo se colectan animales en Uruguay?
Lo primero a considerar es que para retirar animales de su ambiente en Uruguay es necesario tener un permiso de colecta científica, que debe justificarse y solicitarse bajo el paraguas de una institución responsable frente al Ministerio de Ambiente. Y que no se obtiene con facilidad, como pueden atestiguar las decenas de investigadores que tienen trámites de permiso demorados o trancados.
Si bien en nuestro país sólo existen hasta el momento protocolos de manipulación animal para vertebrados –que no son el foco de estudio de la campaña Uruguay Sub200, por ejemplo–, para todos rige el principio rector de las tres R (reemplazo, reducción y refinamiento) propuesto en 1959 por los biólogos ingleses Bill Russell y Rex Burch.
¿Qué significan estas tres R? “Reemplazo significa que siempre que podamos trabajar con un modelo no animal, como puede ser el uso de tejidos, simulaciones o modelos matemáticos, debemos hacerlo. Si esto no es posible, entra la segunda R, la de reducción, que es reducir al mínimo la cantidad de individuos que se utiliza, y por último está la tercera R, refinamiento, que implica usar procedimientos cada vez mejores para ocasionar el menor estrés y sufrimiento posible a los animales”, cuenta Lucía.
El problema es que, para investigaciones básicas de biodiversidad como la de Uruguay Sub200 y tantas otras, el reemplazo no es posible (como ampliaremos más adelante). Entonces, “los métodos apuntan a colectar el mínimo imprescindible para que el esfuerzo tenga sentido sin comprometer las poblaciones de las especies”, dice Lucía
A la hora de decidir si se colectan ejemplares de una especie y cuáles son los procedimientos que deben usarse, entran en juego muchos factores, incluyendo los sesgos humanos.
¿Se hacen diferencias según la clase de organismos a estudiar?
Las colectas de animales no son indiscriminadas ni se hacen con cualquier método, explican ambos investigadores. Ningún científico haría hoy en día una colecta masiva de una especie amenazada de delfín, por ejemplo, o saldría escopeta en mano a matar felinos en riesgo de extinción para sumarlos a las colecciones de los museos.
“Los primeros que no quieren colectar animales que están en peligro son los mismos investigadores”, dice Gabriel. Tal cual aclaran ambos, en cada caso debe analizarse la abundancia, la longevidad y la tasa de recambio generacional, entre otros aspectos.
Estrella de mar colectada en el fondo marino uruguayo.
Foto: ROV SuBastian/Schmidt Ocean Institute
“No es lo mismo quitar uno o dos individuos de una población estable de elefantes que hacer lo mismo con poblaciones abundantes de invertebrados con ciclos de vida muy cortos y que están expuestos continuamente a la depredación”, apunta.
A la hora de realizar una colecta, y sobre todo a la hora de considerar cómo se hace, también se tiene en cuenta si los animales a estudiar poseen un sistema nervioso desarrollado y si, por lo tanto, pueden experimentar sufrimiento tal cual nosotros lo conocemos. De ahí a que existan protocolos para eutanasiar peces, por citar un ejemplo de animales marinos, pero no para la mayoría de los invertebrados.
Es una verdad incómoda, pero a la hora de considerar estos temas hacemos diferencias entre los animales, del mismo modo que las hacemos en nuestra vida diaria. La enorme mayoría de nosotros no dudaría a la hora de matar los piojos que habitan en las cabezas de nuestros hijos, desparasitar las pulgas de nuestras mascotas o eliminar las cucarachas de la cocina, pero nos horrorizaríamos ante la idea de aplicar veneno en forma análoga a perros, gatos o aves.
Eso, sin embargo, no significa que los investigadores sean indiferentes a los animales que estudian. “Por lo general, el que trabaja con invertebrados no tiene más facilidad para sacrificar un invertebrado para analizarlo. Hay un respeto por los sujetos de estudio, porque sabemos que no estamos trabajando con un material inerte, y también hay toda una regulación interna para eso, tanto entre los investigadores como en las revistas científicas cuando uno publica los artículos”, apunta Gabriel.
En este tipo de campañas se colecta un número bajo de muestras que no afecta “la diversidad ni la viabilidad de los ecosistemas”, apunta Lucía. Para el individuo colectado, claro está, eso no hace diferencia y su destino es el mismo, pero los investigadores llaman a poner esto en escala. “La cantidad es ínfima en comparación con otros usos que hace el ser humano de la naturaleza –como algunos modelos de desarrollo agrícola y pesquero–, para los que muchas veces no hay ningún tipo de manejo, pero el conocimiento que se genera de ese modo es necesario, justamente, para mejorar y minimizar el impacto de esos usos”, dice Gabriel. Hay que entenderlo como “un mal necesario” que hay que minimizar todo lo posible, agrega.
Dicho de otro modo, plantar una hectárea de soja en el campo o usar una red de arrastre en el mar mata muchísimos más animales que los que podría recoger un investigador en su vida.
Dejando de lado estas consideraciones, igualmente quedan por responder las preguntas que dieron origen a este artículo: ¿por qué no basta con ver a los animales, fotografiarlos o filmarlos, para estudiarlos y hacer conservación? Es hora de meterse en el fondo de este asunto.
¿Es necesario colectar animales hoy en día?
Para responder esta pregunta, hay que dedicar antes un par de párrafos a algo que parece evidente, pero no lo es tanto, o no tiene por qué serlo para todo el mundo: la taxonomía, que es la ciencia que clasifica, nombra y describe a los seres vivos. Para identificar un organismo como una especie, y por lo tanto como una entidad distinta a otras, es necesario realizar una descripción integral de ese ser vivo, lo que incluye analizar su aspecto físico (la morfología), su composición genética, los ambientes en que vive y su comportamiento, entre otros aspectos.
Para realizar una descripción de este tipo es necesario contar con un ejemplar físico del organismo en cuestión (o al menos parte del ejemplar, como suele ocurrir con los fósiles de seres extintos). Ese ejemplar se colecta, preserva y deposita en una colección científica (como un museo, por ejemplo) para que sirva como evidencia y también como referencia para otros investigadores. Este sistema nos ha permitido estudiar en forma ordenada la impresionante variedad de la vida en la Tierra.
Pero con las posibilidades que da la tecnología hoy en día, ¿es necesario seguir con este sistema? ¿Tiene sentido continuar colectando ejemplares de referencia?
“Sólo la foto o un video no nos va a permitir conocer la diversidad de un ambiente o el organismo que se está registrando”, responde Gabriel. “Lo que podemos observar a simple vista es solamente una muy pequeña parte de la información de los organismos. En principio, podemos pensar que se trata de un organismo determinado, pero ocurre que al examinar el ejemplar nos damos cuenta de que es otro, o una variante muy particular de esa especie”, dice Lucía.
Camarón filmado por el ROV SuBastian.
Foto: ROV SuBastian/Schmidt Ocean Institute
Como ambos aclaran, hay muchas especies que se ven muy parecidas y tienen diferencias pequeñas, pero pueden ser muy distintas e incluso no estar siquiera cercanamente emparentadas. “Es necesario tener los ejemplares para poder medirlos y analizarlos. Tenés que acceder a un montón de información que no te da una foto para poder identificar las especies, e identificar las especies es muy importante”, dice Gabriel.
¿Por qué es importante diferenciar especies?
Primero, por algo básico, que es “conocer la diversidad de la vida”. “La vida en el mundo tiene una variedad enorme en tamaños, formas, hábitos, pero incluso cuando los organismos parecen lo mismo pueden tener funciones distintas en el ecosistema, características diferentes, historias evolutivas distintas, y conocer toda esa diversidad en los distintos niveles nos permite entender cómo se adaptan los animales al entorno, o cómo y por qué han evolucionado de esa forma”, dice Lucía.
Sin las muestras, agrega, es imposible entender cabalmente cómo funcionan los ecosistemas, cuáles son sus componentes, cómo interactúan entre sí. “Si no sabemos bien con qué organismos estamos trabajando, ¿qué vamos a entender?”, reflexiona.
Para Gabriel, trabajar en biodiversidad sin el estudio físico de los ejemplares sería tan inútil como “aprender a hacer matemáticas sin tener el concepto de lo que es una unidad”. Entrar en el ambiente casi desconocido del fondo marino y negarse a tomar muestras sería equiparable a intentar conocer un mundo nuevo con los ojos tapados, asegura.
“No es lo mismo saber que en ese fondo marino hay dos especies de pulpo que siete especies de pulpo. Quizá son parecidas y no se distinguen a simple vista, pero por algo no son la misma especie. Hay mecanismos detrás que explican esa diversidad, y conocerlos es muy valioso”, opina Lucía.
Negarse a colectar ejemplares de aquí en más, sea en forma oportunista o intencionalmente, implicaría “pensar que las especies son estáticas y que lo que hay ahora es lo mismo que va a haber dentro de 100 años o es lo mismo que hubo hace 5.000 años”, dice.
“Puede parecer poco relevante identificar especies distintas de aspecto parecido, pero es súper importante. Yo puedo, más o menos, mirar videos o fotos de un lugar y decir: acá hay muchas cosas o acá hay pocas cosas. Pero si yo quiero saber cuántas y qué son, necesito la parte de taxonomía, para la que debo poder remitirme a ejemplares. Eso tiene un valor enorme, porque después, cuando surge un problema en un ambiente determinado, los argumentos con los que hay que defenderlo tienen que ver muchas veces con la diversidad que hay allí, que es básicamente el número de especies”, dice Gabriel.
Eso nos lleva a otro de los puntos discutidos. Es claro que colectar animales permite a la humanidad conocer más, pero ¿permite también conservar especies, algo que a priori suena paradójico?
¿Matar para conservar?
“No se puede hacer conservación cabalmente sin taxonomía, y no se puede hacer taxonomía sin tener ejemplares. Si no conocés con lo que trabajás, no podés; eso es lo básico”, responde Lucía.
Por ejemplo, las colecciones de ejemplares han servido para estudiar la evolución de contaminantes en los ambientes, demostrar el declive de algunas especies y tomar medidas para protegerlas (como pasó con los abejorros del género Bombus en Estados Unidos), mostrar los cambios producidos por el calentamiento global, el efecto de parásitos en determinados animales o las modificaciones de tamaño de algunas poblaciones de especies, por citar algunos ejemplos relacionados con la conservación.
Hace unos diez años, un grupo de 60 científicos y científicas de todos los continentes elaboró un artículo para defender la importancia de las colecciones científicas, en respuesta a otro trabajo publicado en Estados Unidos que llamaba a buscar métodos alternativos y dejar de lado la colecta de ejemplares.
En su respuesta, los investigadores enumeraron varios casos para ilustrar cómo las colecciones científicas son esenciales para la conservación. Por ejemplo, citaron estudios basados en ejemplares que fueron esenciales para entender el avance del hongo quitridio –una de las mayores amenazas para anfibios en el mundo–, otros que posibilitaron la prohibición del contaminante DDT y otros que permitieron la creación de áreas protegidas eficientes al identificar especies endémicas de algunas regiones, por mencionar algunos ejemplos.
“Yo entiendo que hacer conservación integralmente sin taxonomía no es posible”, opina Gabriel Laufer. “Saber que estamos perdiendo biodiversidad es esencial para hacer conservación, y la biodiversidad es el número de especies. O sea, no tenés forma de darte cuenta de que estás perdiendo cosas si ni siquiera las tenés definidas, y para definirlas hay que poseer ejemplares”, agrega.
“Si voy a hacer un trabajo de ecología para ver cómo podemos mejorar la conservación de un ambiente, tengo que trabajar sobre esas entidades que son las especies. No puedo trabajar sobre fotos para entender bien el número de especies que tengo, más allá de que no me guste tener que colectar o acceder a algunos animales”, dice.
En su propio trabajo abundan ejemplos de cómo las muestras de ejemplares son esenciales para hacer conservación. Gracias al análisis de sapos y ranas colectados en el área protegida Esteros de Farrapos, pudo determinar que allí existe un porcentaje alarmante de anfibios con anormalidades, probablemente debido al uso de agroquímicos.
En Uruguay hay muchos ejemplos para elegir. Gracias a las colecciones del MNHN sabemos que las franciscanas se han ido exponiendo progresivamente a más contaminantes en el Río de la Plata. Gracias al análisis de ejemplares colectados de tutu-tucus, indistinguibles de otros a simple vista, sabemos que en Río Negro vive una especie casi endémica y muy amenazada de estos roedores, Ctenomys rionegrensis, declarada de interés departamental hace poco.
Sin la existencia de colecciones, dice Gabriel, “el concepto de conservación y bienestar animal seguramente sería muy diferente hoy”.
¿Qué ves cuando me ves?
El proyecto Uruguay Sub200 abrió una ventana increíble al subexplorado fondo del mar uruguayo y permitió disfrutar esa experiencia en vivo y en directo. Quizá por eso surgieron varias de estas preguntas, porque el ROV SuBastian permitió observar en vivo por primera vez el proceso de colecta que forma parte de la generación de conocimiento. Sentirse maravillado en las transmisiones y hacerse al mismo tiempo preguntas incómodas no sólo es válido, sino también necesario.
Que los espectadores, los conservacionistas y los propios científicos tengan sentimientos encontrados es natural, porque nuestras relaciones con otros animales son paradójicas y nos obligan a reflexionar sobre lo que hacemos con ellos, a cuestionar nuestras prácticas y, por ende, a mejorarlas.
Aunque estas preocupaciones son genuinas, también es cierto que buena parte de la movida contra las colectas de ejemplares es impulsada desde países del hemisferio norte –como sucedió con el artículo mencionado párrafos arriba–, que ya muestrearon casi todos sus ambientes con colectas no precisamente moderadas y ahora presionan a investigadores del hemisferio sur. “Ellos tienen la comodidad de haberlo hecho ya, pero muchos países del sur no conocemos cabalmente nuestra biodiversidad y no podemos saltearnos el paso de investigarla y catalogarla para, de ese modo, protegerla”, comenta Gabriel.
Para ambos investigadores, si queremos enfrentar la crisis de biodiversidad que hoy sacude al planeta no podemos dejar de conocer lo que nos rodea, y colectar es una de las herramientas de que disponemos para eso. “Sabemos que hay una crisis de biodiversidad justamente porque se generó conocimiento sobre las especies a través de las colecciones científicas. Sin ellas, ni siquiera nos daríamos cuenta de que se están perdiendo especies”, afirman.
“Ya alteramos todos los ecosistemas del mundo y lo seguimos haciendo: cambiamos la composición de especies en muchos ambientes, introducimos especies invasoras, extinguimos un montón de organismos, sometemos a los animales a un montón de desafíos, reducimos sus hábitats, les imponemos la presencia de animales domésticos… Tenemos que hacer algo sí o sí, pero no podemos hacerlo sin saber lo que estamos conservando”, asegura Gabriel.
En esa estacada, en la que se juega el futuro de la biodiversidad y el de nuestra propia especie, ambos tienen algo en claro: investigadores y conservacionistas son parte del mismo equipo.