Hay que recorrer 50 kilómetros para unir estas dos ciudades, caminando por las playas de la costa sur del departamento de Colonia. Aunque en un principio no impresione esa distancia, téngase en cuenta que caminábamos -un amigo y yo-, generalmente, por la arena, bajo el intenso sol de enero. La travesía nos tomó dos días, con una parada intermedia en la playa de El Ensueño, donde pasamos la noche.
Hablamos de paisajes naturales variados y muchos de ellos pocas veces explorados: bahías de arenas blancas con sus pequeñas penínsulas rocosas, a veces con médanos, otras con barrancas, algunas con bosques nativos, otras con plantaciones de coníferas o eucaliptos. Una suma de imágenes que llenan la vista y, a riesgo de sonar cursi, también el corazón.
Salimos desde la Playa Ferrando, en Colonia del Sacramento, a las 8.30. Apenas tuvimos que mojarnos los pies para cruzar el Arroyo La Caballada, pasamos por las tierras de El Calabrés —tan promocionadas recientemente—, con su cantera, sus pinos y sus viejos caminos de pedregullo negro que nos dejaron en la Playa del Alambre.
Continuamos caminando hasta toparnos con el primer obstáculo: la escollera donde desemboca El Riachuelo. Con mi amigo discutíamos cómo nadar hasta la otra orilla sin que se mojen las mochilas, cuando Juan Pablo, un velerista argentino que se encontraba con su familia haciendo playa, se ofreció gentilmente a cruzarnos en su gomón. Ya del otro lado, avanzamos hasta la playa previa a Punta Piedra, donde nos sorprendió el intenso verde de una suerte de pequeño prado que crece sobre las rocas de la península que separa una bahía de otra. En los pastos, unos cinco o seis caballos sueltos; en el cielo, cientos de aves revoloteando en círculo. Al acercarnos y entrar en ese paraíso, vimos que las aves eran palomas y que, sobre ellas, planeando contra el viento, inmóviles como cometas en el cielo, había diez o quince cuervos cabeza roja (la versión criolla del buitre). Algunos revoltijos de plumas ensangrentadas, como de torcaza pichón, nos dieron a entender que los cuervos no sólo eran carroñeros. Cada tanto uno se alejaba de sus compañeros y se nos acercaba, planeaba sobre nosotros, observándonos, y volvía al grupo. “¿Esta gente qué hace acá?”, se preguntarían entre ellos, como más adelante lo harían caballos, vacas, ovejas, chajás, caranchos, lagartos, gaviotas y gaviotines.
Pasamos así por Playa Matamora, con sus humildes naufragios, donde aprovechamos una sombra para descansar y comer unas empanadas que traíamos en la mochila; ya iban cuatro horas de caminata. Atravesamos una suerte de túneles naturales que se abrían en la densa vegetación costera y arribamos a Puerto Platero, que nos recibió como un abuelo viejo de manos fuertes y callosas. Tras las obligadas fotos en las ruinas del viejo muelle de hormigón, que se adentra en el río y en el que se cargaba la arena que antiguamente era transportada a Buenos Aires, seguimos nuestro camino para, unos 5 kilómetros más adelante, llegar al balneario El Ensueño. Eran las 18.00 y decidimos pasar la noche allí. Un mate, unas tortas fritas y a descansar. Después, unas inesperadas pizzas a la parrilla en la casa de Ricardo y su familia, que amablemente nos invitaron a cenar. Ya comidos, volvimos a la playa a elegir algún recoveco reparado para tirar los sobres de dormir y pasar la noche. En las arenas blancas, al pie de las barrancas, encontramos la habitación perfecta, con un techo negro repleto de estrellas.
Amanece temprano, a las 5.30 aproximadamente, pero el cuerpo pide una hora más de descanso. Al despertarnos, vimos por las marcas en la arena que la marea había crecido por la noche casi hasta tocar nuestros pies, pero ya se había retirado lo suficiente como para poder caminar por la arena húmeda. Enrollamos los sobres y de nuevo a caminar. Ya la noche anterior, algunos en El Ensueño y en Santa Ana nos habían preguntado cómo pensábamos pasar más allá de Artilleros. Las piedras y los juncos hacen imposible el paso y ese día el río no estaba lo suficientemente bajo como para caminar por la arena. Mientras discutíamos qué camino seguir vimos a un muchacho entretenido con su detector de metales. Le pedimos consejo y nos explicó que, ya que estaba crecido y no se podía ir por la costa, el único camino era tomar la ruta que une Artilleros con Juan Lacaze y, más adelante, volver a bajar a la playa atravesando terrenos privados. Pero también nos advirtió, como ya otros lo habían hecho, que tuviéramos cuidado, porque esos pastizales estaban repletos de yaras. El muchacho se entusiasmaba al contarnos sobre la flora psamófila y los paisajes que nos esperaban; parecía saber de lo que hablaba. Sin embargo, decidimos buscar una segunda opinión, alguien de la zona, más baqueano. Así que le preguntamos a dos veteranos que estaban en la playa conversando. La respuesta fue la misma: el camino de la costa (que ese día parecía cerrado) o el camino de las yaras. Nos acordamos de los libros Elige tu propia aventura. Finalmente, las ganas de seguir disfrutando del paisaje costero -y también el miedo a las yaras- pesaron más y decidimos seguir por la costa.
Como no había una pasada, hubo que meterse al río con el agua hasta la cintura y caminar así unos dos kilómetros y medio. A la izquierda. un monte impenetrable; al frente, juncos y rocas; a la derecha, el Río de la Plata. Caminábamos por el agua, pero con los championes puestos porque esa parte está llena de piedras. A veces había que meterse más hondo porque las rocas eran infranqueables, con el agua al cuello y las mochilas sobre las cabezas. Luego de unas tres o cuatro horas de caminata, por fin llegamos a una diminuta bahía con una hermosa playa. Pero tampoco había manera de pasar más allá por la costa. Entonces, descubrimos -lo descubrió Google Earth, en realidad- un trillo algo alejado de la playa, que nos permitió seguir con nuestro recorrido. Buscábamos un pueblito de pescadores, que sabíamos que tenía que estar cerca. El camino era muy arenoso, una mala noticia para nuestras piernas, que ya habían caminado unos 40 kilómetros desde el día anterior, con el peso de las mochilas y los sobres de dormir.
Era cerca del mediodía y el sol también se empezaba a hacer sentir. Caminamos sin hablar durante algo menos de una hora hasta que, finalmente, llegamos a “Lo Carretilla”, el pueblito de pescadores. Entre unos eucaliptus, seis o siete casitas, unos perros, chalanas, redes y un prolijo cartel de madera que decía: “Bienvenido a lo ‘Carretilla’. Este lugar lo descubrió el gran pescador Alberto Locher, apodado Carreta. Gracias a él, nosotros disfrutamos de este paraíso. Lo recordaremos por siempre”. Mientras leíamos el cartel uno de los pescadores nos salió a saludar y nos invitó a pasar a descansar. Tuvimos que rechazar la invitación porque queríamos llegar a Juan Lacaze cuanto antes para comer algo. Le contamos brevemente en qué andábamos y nos indicó qué camino seguir.
Así que dejamos el pueblito de pescadores y poco después volvimos a pisar la arena de la costa: una playa hermosa y casi virgen. Ahora sí, era todo playa hasta Juan Lacaze. Más de 15 kilómetros que comienzan con dunas gigantes, después barrancas de ocho metros, luego toscas llanas.
En el horizonte se veía la silueta industrial de la ciudad sabalera. Seguimos caminando. Nos llamó la atención un bulto fuera de lugar en la línea de la última creciente y nos acercamos a inspeccionar: eran los restos de una ballena de unos 3,5 metros de largo. Le mandamos fotos a la gente del grupo Colonia Nativa, que están abocados a la defensa y conservación del medio ambiente en Colonia. Ellos, a su vez, se comunicaron con otros biólogos, especialistas en cetáceos. Unos minutos después nos responden que se trata de un ballenato de la especie Sei, también conocida como ballena boba, que, de adultas, pueden llegar a medir 20 metros; también nos avisaron que coordinarían con Facultad de Ciencias para que recogieran el cráneo de ese animal.
Ya casi habíamos llegado a nuestro destino, después de 50 kilómetros, 19 horas de caminata y mucho sol. Cruzamos el arroyo Sauce con el agua en los tobillos, tomamos una senda que nos apartó de la costa, atravesamos el Parque de los Jubilados, bordeamos la planta de Ancap por un denso bosque de pinos cuya sombra agradecimos y, por fin, entramos a la ciudad de Juan Lacaze. Emmanuel, un amigo, con su hija, nos estaban esperando para llevarnos a almorzar. Son las cuatro de la tarde y los expedicionarios casi no hablan. Al fin, llegamos.
Con mucha de la gente con la que charlamos en el camino nos pasó algo curioso. Cuando les contábamos que habíamos venido caminando por la playa desde Colonia del Sacramento y que queríamos llegar a Juan Lacaze, nos preguntaban de inmediato: “¿Y por qué?”. La pregunta era tan obvia como desconcertante. Nos sonreíamos y seguíamos camino, pero lo cierto es que no teníamos una respuesta. Pero una vez terminada la travesía, creo poder responder: caminamos desde Colonia a Juan Lacaze porque era una excelente forma de contemplar el riquísimo paisaje costero que poseemos, porque descubrimos playas nuevas que ignorábamos, porque conocimos gente interesante en el camino. ¡Y todo eso ocurrió sin que nos picara ninguna víbora!