Por la mañana en el Varela Varelita (Avenida Scalabrini Ortiz 2101) abundan las personas solas, aunque la proximidad entre las mesas mezcla inevitablemente las conversaciones. Excepto desde una mesa, la única hexagonal, escondida entre la columna y la barra. “La mesa de la trampa”, dice Javier Giménez, quien maneja el bar desde 2011. “La del gimnasta que jamás transpiró la camiseta”, agrega en alusión a un hombre que acudía vestido como para hacer deporte, pero siempre perfumado, a encontrarse con una oficinista.
Giménez es hoy uno de los dos dueños mayoritarios del bar, pero mucho antes de eso trabajó en el kiosco de flores que está en diagonal, en la pizzería de la esquina y descansó en el puesto de diarios lindero. Cuando llegó a Buenos Aires desde Corrientes, “en Palermo no había nada”, cuenta. “Lo que ahora se llama Plaza Armenia era un descampado oscuro por el que no se podía caminar”.
En el Varela Varelita empezó en 1992 como bachero y al poco tiempo quiso comprar por primera vez. “Yo sentía que el bar estaba desaprovechado, mal atendido”, dice Giménez. “De los cinco dueños, el único que trabajaba acá era un señor grande que ya estaba cansado”. En esa época se estilaba que los empleados compraran acciones para algún día convertirse en dueños; pero a Giménez no le alcanzó.
Tuvo que esperar casi veinte años para adquirir el 40% del negocio, gracias a la buena acción de uno de los dueños, Rogelio Pose. Antes de morirse, el gallego se casó con la paraguaya que lo había cuidado, “no para compartir cama ni nada de esas cosas, sino para dejarle todos sus bienes”. En 2011, la viuda le vendió a Giménez las acciones por una friolera, que igual representó un gran esfuerzo para él: “Le pedí plata a Dios y a María Santísima”.
Hoy el Varela Varelita es un refugio ante la modernidad que se lleva todo puesto. No hay pastelería foránea ni platitos refinados. La carta, sencilla, cabe entera en una página. Hay sándwiches que oscilan entre los 1.200 y 3.000 pesos argentinos: además del clásico pebete, se sirven de lomito y de milanesa, completos o simples, pero siempre cumplidores y abundantes. Por 1.300 pesos argentinos se desayunan medialunas, pastafrola o torta de ricota con café.
Aunque Giménez se las arregle para interpretar pedidos estrambóticos, el café en el Varela es con leche o en jarrito. Se sirve bien caliente y con dibujos imperfectos de colores que podrían leerse como una sátira del café de especialidad, pero son un mimo personalizado para el cliente —el mío tiene la bandera de Uruguay-.
La cerveza es de litro (Quilmes, Andes, Stella o Patagonia, 2300 pesos argentino) y otro gesto es el triolet que la acompaña: un abundante copetín de palitos, papitas y maní por el que Giménez tuvo que luchar. “Claro, en el mes te suma como 120 mil pesos”, explica. “Pero vos te sentís bien cuando te acompañan la cerveza con algo. Así que el día que mi socio me dijo que lo sacara, fui y compré el doble”.
Mientras los bares y restaurantes clásicos de Buenos Aires hace meses que no trabajan completos, el Varela Varelita crece: acaban de comprar el local aledaño para agrandar su salón. “Precios accesibles”, se mete Alberto desde otra mesa. “Aunque cuando pone la escalerita, sabés que hay que tener cuidado”. Lo que cuenta el habitué octogenario no es una metáfora: cada vez que actualiza los precios, Giménez coloca una escalera de pintor detrás del mostrador como un gesto de lealtad hacia su clientela.
“Acá vienen a trabajar, a tener reuniones o simplemente a juntarse”, dice Giménez. “La gente en el Varela se siente como en casa”. Igual los cinco empleados más antiguos, que de hecho compraron el 20% de las acciones minoritarias (como si en el Varela no hubiera cambiado el siglo).
Mientras Giménez habla desde la mesa de la trampa, el ex vicepresidente Carlos Alberto “Chacho“ Álvarez lee un libro sentado cerca del puesto de diarios. A Mariano Tenconi Blanco, dramaturgo del momento, lo carga: “Vos venís acá a robar letra, le digo”. César Aira, Gerardo Romano, Natalia Oreiro, el Pocho Lavezzi; es difícil precisar desde qué año el Varela Varelita es frecuentado por variopintos personajes, pero se sabe que adquiere su nombre en 1960 cuando lo compra un inmigrante de Galicia —Manuel Varela— y lo bautiza en honor a su hijo, Juan Carlos.
“Cuando estábamos nosotros era un bar de pintores de brocha gorda y borrachines del barrio”, dice Juan Carlos. “Mi mamá y mi papá trabajaban de sol a sol, todos los días menos los domingos. Los policías que hacían las rondan me llevaban de paseo por el barrio; tengo los mejores recuerdos”.
El bar todavía abre de 07.00 hasta entrada la madrugada, menos los domingos, y Juan Carlos todavía pasea por el barrio —ahora del brazo de su padre, que tiene 101 años y camina sin bastón. Todas las tardes, Varela y Varelita pasan por la puerta del bar que se llama como ellos. “La gente los saluda, pero nunca entran”, cuenta Giménez. “Dicen que les da mucha nostalgia”.