Algo nos está pasando con la conectividad 24/7 y la dependencia emocional hacia los dispositivos: cada vez más gente está replanteándose –e intentando negociar– su relación con el mundo en línea, su presencia o no y los términos de esta. A más de una década de la publicación del libro que llevó al gran público esta discusión, The Shallows (Superficiales: ¿qué está haciendo Internet con nuestra mente?, Taurus, 2011), Nicholas Carr confirma que siempre que aparece una tecnología nueva nos vemos naturalmente atraídos hacia ella con entusiasmo, pero que es importante ser más escépticos en la evaluación y adopción. Un consejo que diez años después parece premonitorio, sobre todo viendo el impacto que innovaciones como las redes sociales o los teléfonos inteligentes produjeron en nuestra vida.
En su nuevo libro Superbloom: How Technologies of Connection Tear Us Apart, Carr sostiene que puede ser ya demasiado tarde para la regulación de las plataformas, ya que estas se consolidaron tan rápidamente, la gente está tan acostumbrada y los modos de uso tan internalizados, que los cambios son difíciles. Y, sin embargo, en el último tiempo más personas e iniciativas desde la sociedad civil están articulando en formas más o menos conscientes, organizadas y colectivas, ideas para bajar la actividad en línea y la dependencia a los dispositivos.
Desde tendencias populares que vienen vaticinando hace un buen rato la llamada “recesión de las redes sociales” debido al burnout generalizado, ya que son cada vez menos sociales y hay más contenido basura e irrelevante, con el crecimiento de cuentas con menos posteos (según un estudio estadounidense el 28% publica menos que hace un año) o sin posteos (“Grid Zero”), a otras movidas curiosas que buscan mayor control sobre la propia rutina digital, o bien actitudes y modos de estar que pueden ser leídos en clave de “protesta” o como posicionamiento más político.
“Hace tiempo que el problema dejó de ser cuánto tiempo pasamos en redes sociales y entendimos que también es qué es lo que resignamos: ¿Qué es lo que dejamos de hacer?, ¿dónde dejamos de estar por querer estar en todos lados? Las consecuencias a esta altura ya son evidentes: ansiedad, depresión, aislamiento, estrés. Estas decisiones, ¿extremas?, como método de “detox digital” no creo que sean parte de un capricho generacional. Es una respuesta humana, un mecanismo de defensa. Una reacción casi biológica al agotamiento cognitivo. Lo tomo como un síntoma saludable. De alguna manera (conscientemente o no), recordamos que nuestra atención no es un recurso infinito”, explica Florencia Barbeira, licenciada en comunicación, periodista y conductora.
¿Las redes ya fueron?
Si bien cada vez que se declara muerto algo aparece evidencia de lo contrario, lo cierto es que en los últimos años el debate público sobre el tema ha llegado a escalar al punto de que en 2023 el entonces cirujano general del Cuerpo Comisionado del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, Vivek Murthy, comparaba a las redes sociales con la comida chatarra y exigía una etiqueta de advertencia en las plataformas afirmando que estaban asociadas a importantes daños en la salud mental de los niños y adolescentes. Aunque en su momento fue tildado de exagerado, con la cantidad de evidencia que hoy manejamos y en vista de las prohibiciones más extremas, pero socialmente populares, en países como Australia, quizás no haya sido tan desacertado. De hecho, hoy en día se sigue discutiendo si los efectos nocivos de las redes sociales son más parecidos al tabaco o a la comida chatarra, y en varios lugares de Estados Unidos existen leyes o proyectos de ley para limitar el uso en menores.
En este contexto, hoy inflamado por la AI y su ubicuidad ineludible –también con riesgos y consecuencias para la salud mental–, y en el que son sabidas las tácticas de las empresas para que pasemos más tiempo en las plataformas o usando asistentes, los usuarios trazan sus propias estrategias y formas de hackear al sistema. Sumado a bajar la cantidad de posteos o no postear en absoluto, parece estar poniéndose de moda poner la intimidad al resguardo (con cuentas cerradas o paralelas, como ya hacían los adolescentes con sus “finstagrams” o falsos insta), las cuentas con pocos seguidores y el shit-posting, definido como el posteo anti marca personal, anticonsumo, sin producción y hasta aburrido. Tal vez suene meramente performativo, pero, como explica el especialista en tecnocultura Kyle Chayka en su artículo “Está bien no tener seguidores ahora”, “existe un cierto estatus que surge al ignorar las señales habituales del éxito en línea y una envidia inspirada por aquellos que pueden desarrollar una carrera sin la presión de actuar en las redes sociales”. Si todos pudiéramos irnos, entonces las redes sociales se quedarían sin negocio. O el voyerismo es más fuerte, reza el contraargumento. Sin embargo, se habla y se ve cada vez más esta contratendencia ante el exhibicionismo y la escenificación.
“Quienes estuvimos en la primera era de internet conocimos un espacio digital dominado por textos, ni tantas imágenes, mucho menos videos. Empezamos escribiendo blogs que después fueron textos largos en Instagram. La gente leía, las redes sociales eran ʻsociales’, había vínculos, una comunidad, una sensación de pertenencia y espacio seguro. Hoy tenés que ser editor de videos, y no cualquier video: necesitás capturar la atención con ganchos visuales y no hay paciencia, tenemos totalmente fragmentada la atención”, comenta Dafna Nudelman, comunicadora y activista ambiental que desde su cuenta @lalocadeltaper viene reflexionando sobre estos temas.
Poco más de diez años después del boom de las redes sociales, una generación de nativos digitales, pero también de jóvenes adultos, empieza a decir basta para recobrar sanidad, tiempo y sociabilidad dentro y fuera de la pantalla. Y tiene sentido: algunos expertos explican que todas las curvas sobre depresión, soledad y juventud comienzan a subir a partir de 2010, según relata el último documental del portal informativo Corta, protagonizado por Ofelia Fernández, Cómo ser Feliz, sobre la vida digital, la ansiedad y la búsqueda de compañía en tiempos de hiperconexión.
Tampoco sorprende que cuando llegamos a un clímax en la profesionalización de nuestras redes sociales y una curaduría excesiva, esto también genere cansancio y hasta desconfianza, que al final del día podría traducirse en más libertad o tiempo para otras cosas como socializar en la vida real. “Quizás ser deliberadamente discreto en Instagram refleja un tipo de esfuerzo diferente: el esfuerzo por escapar del atractivo de la pantalla y ganar influencia en espacios físicos”, cierra Kyle Chayka. Pareciera que ser menos esclavos del algoritmo y el like es una forma más amable de estar en línea, aun si uno decide permanecer o no puede darse el lujo de dejar de estarlo.
Esos nuevos-viejos teléfonos y encuentros
La idea de un dispositivo que haga una cosa y no absorba toda nuestra atención puede sonar tan atractiva como imposible, acostumbrados como estamos a nuestros teléfonos-agenda-despertadores-chats y más. Sin embargo, según cuenta una nota reciente de Vox, ya existen proyectos como Month Offline, que promueve el uso de estos teléfonos “bobos”, que no son otra que cosa que dispositivos más simples. Allí los participantes reciben un teléfono plegable y acceso a un grupo de apoyo para hablar sobre algoritmos, doomscrolling y por qué los teléfonos inteligentes nos hacen sentir tan solos. El movimiento arrancó en Washington y ahora se extiende por todo Estados Unidos.
Algunas compañías de teléfonos, atentas a las tendencias, han estado diseñando algunos teléfonos más despojados y abundan los programas para bloqueo y gestión de bienestar digital, como le dicen. Inclusive existen dispositivos físicos como Brick, un cuadrito gris imantado de 60 dólares, que impide acceder a las aplicaciones que se elija con un toque y que, al tener que estar físicamente cerca para activarse, convierte la pereza humana en un arma para nuestro propio beneficio.
A su vez hay diversas iniciativas de detox digital para lidiar con la adicción al teléfono que plantean newsletters, como el popular plan de cinco semanas del diario The Guardian, Reclaim your brain, o comunidades, como el Offline Club, que organiza eventos y retiros sin teléfono en toda Europa. Hasta existe un Día Mundial de la Desconexión (el primer viernes de marzo) y, no irónicamente, lo patrocina Verizon. Y es que el ideal de “domar al teléfono” aparece cada vez con más fuerza tanto como la necesidad de querer vincularse con los demás de otra manera.
En países como Argentina florecen las propuestas para encuentros con desconocidos cara a cara, saliendo de la rutina de las apps en línea –cuyo uso viene bajando desde el fin de la pandemia–, desde juntadas para comer en grupo o en pareja organizadas por sitios como Time Left, que también llegó a Uruguay el año pasado, a clubes de fitness y socialrunning para hacer entrenamiento al aire libre y conocer gente nueva; las opciones se multiplican con la apuesta a lo presencial sobre la virtual.
“Estamos empezando a ver con más claridad algo que venimos sintiendo hace años: la hiperconectividad crónica no es neutra y tiene un costo, no sólo en nuestro tiempo, sino en nuestra disponibilidad mental. Ese ritmo es incompatible con algo tan básico como descansar, pensar y tener una vida fuera de la pantalla. Las tendencias de ʻminimalismo digital’, los teléfonos con pocas funciones o las cuentas sin posteos no aparecen porque sí. Son una reacción lógica a un ecosistema que nos entrena para no frenar nunca. Las plataformas están diseñadas para capturar tiempo y atención, y lo logran muy bien. Entonces, más que modas, estos movimientos expresan un deseo de recuperar soberanía sobre nuestra vida cotidiana”, contextualiza Carolina Martínez Elebi, docente de la UBA e investigadora que se especializa en el impacto de las TIC en la sociedad y los derechos humanos.
Un mundo con más fricción
“Empezamos a tomar conciencia de estos efectos ahora, cuando ya es demasiado tarde. No podemos decir que no lo sabíamos. Siempre supimos que ʻsi algo es gratis, el producto somos nosotros’. Pero en ese momento no lo veíamos, no era tangible ni podíamos entender cuál era el costo que estábamos pagando en la década de 2010, cuando nos hacíamos una cuenta gratis en Facebook, Twitter o Instagram. Y lo que no van a hacer es dar marcha atrás con las funcionalidades clave como el scroll infinito, la reproducción automática, el algoritmo de recomendación, las notificaciones intermitentes, los contadores de likes y vistas”, advierte Nudelman con preocupación.
El problema, según Carr, es que vivimos en un mundo casi sin fricciones, lo que nos condiciona negativamente, y por eso nos cuesta tanto tener paciencia y no frustrarnos, esforzarnos para conseguir ciertas cosas e, incluso, aburrirnos. Todos procesos que son necesarios y formativos, nos proveen de rituales y sentido. Y por eso cuando se piensa en reformar las redes sociales, Carr habla del concepto de diseño friccional como estrategia: el sistema tecnológico actual debe ser desmantelado y reconstruido de una forma humanista, saboteando las plataformas de redes sociales y reintroduciendo la fricción en sus operaciones cotidianas.
“No me parece casual, aunque suene un tanto contradictorio, que una tendencia en Tiktok sea ʻrawdogging boredom’, algo así como experimentar el aburrimiento en su estado puro y estar 15 minutos en silencio, inmóviles. Un ejercicio de desconexión, que se da en la misma plataforma de entretenimiento, para hacer visible una problemática que atraviesa a todas las generaciones y cada una la canaliza de la forma que puede o conoce”, apunta Barbeira.
Ivana Mondelo, comunicadora hackfeminista, marca una diferenciación entre habitar y usar, haciendo referencia a que habitar es el modo en que nos relacionamos con el mundo, negociando límites, marcando territorio, reorganizando la vida sin limitarnos a usar las plataformas como fueron diseñadas.
Pero no todo puede quedar librado a la responsabilidad individual, advierte Elebi: “Silenciar notificaciones no alcanza si del otro lado hay una cultura –laboral y social– que exige disponibilidad 24/7. Por eso es tan importante el derecho a la desconexión: no como una práctica de bienestar, sino como una garantía para proteger la salud mental, el descanso y las relaciones afectivas. También hay algo más profundo: para pensar y tener imaginación política, para escribir, crear o simplemente sentirnos sujetos de nuestra propia vida, necesitamos tiempo y silencio. Por eso creo que estos movimientos pendulares son un intento de recuperar agencia y también una invitación política para pensar qué calidad de vida queremos y qué condiciones necesitamos como sociedad”.