En el reciente Festival de Punta del Este se exhibió la española Entre dos aguas, de Isaki Lacuesta, una película de ficción casi documental, en el sentido de que las personas de la vida real interpretaban sus propias versiones ficticias, improvisaban sus diálogos, contribuían a guiar al director por situaciones verosímiles de sus propias vidas. La película se enfocaba en un personaje de una comunidad gitana de una zona pobre de Cádiz, que recurría eventualmente a actividades ilegales para sobrevivir. El filme retomaba, con esa misma técnica, a un grupo de personas/personajes que había aparecido en una obra anterior del director, La leyenda del tiempo (2006).

Casi todos los elementos de esta descripción se aplican a La Ciambra, que tuvo una visibilidad internacional mayor de lo habitual por cuenta de que el director, Jonas Carpignano, es neoyorquino (de origen italiano) y uno de los productores de Martin Scorsese, y esta fue la película que Italia postuló a los Oscar. Aquí, en vez del sur de España se trata del sur de Italia: en el pueblo de Gioia Tauro, Ciambra es un barrio gitano. La película anterior de Carpignano, Mediterránea (2015), aquí sólo se exhibió en el Festival de Cinemateca de 2016, y tenía como antecedente un cortometraje llamado igual que este largo, A Ciambra (2014). Si el protagonista de Mediterránea era el refugiado burkinés Ayiva, aquí el centro se desplaza a su amiguito Pio, aunque Ayiva tiene un rol importante.

Es interesante constatar, en ambos filmes, la vigencia de una tendencia neorrealista mucho más radical que el neorrealismo original en la adhesión a sus premisas: no actores, verosimilitud, narrativa independiente de modelos clásicos, estética de la pobreza y de lo no bello.

La Ciambra tiene una estructura narrativa más convencional que la película de Lacuesta, y es una historia de coming of age. Pio tiene 14, admira a su hermano mayor Cosimo y quiere ser aceptado por él y sus compinches como un igual, y como alguien capaz de contribuir en los robos que perpetran. Todo el mundo, sin embargo, lo trata como a un niño. Pio trata de ostentar hombría de distintas maneras: fuma, bebe, tiene una –casi– novia, se cuela en los operativos delictivos sin ser llamado (con resultados no siempre buenos). De pronto, Cosimo y su padre van en cana, y entonces la alternativa de la familia pasa a ser que Pio se encargue de llevar algo de plata a la casa. Y él muestra estar preparado para ello.

El panorama es crudo. Los gitanos son discriminados por los “italianos” y reaccionan de maneras que retroalimentan la discriminación. El abuelo Emiliano recuerda nostálgico la vida nómada que llevaba cuando joven, seguramente más linda que vivir confinados en ese complejo habitacional deteriorado y sin gracia en un barrio mugriento. Emiliano le recuerda a Pio la premisa tribal: “Nosotros contra el mundo”, y Pio la repite, como si fuera una obviedad. Los carabinieri, con su trato prepotente y antipático hacia los gitanos, contribuyen a esa sensación de aislamiento. Pero, al momento en que esos gitanos encuentran un sector aun más desvalido que ellos, es decir, los refugiados africanos que abundan en el sur de Italia, los tratan como escoria, refiriéndose a ellos con términos crasamente racistas.

La amistad de Pio con Ayiva es una excepción entre la comunidad gitana, pero es también algo único en la vida de Pio, porque Ayiva es, quizá, su único amigo verdadero, su único vínculo realmente cálido. Esto va a conducir, hacia el final, a un dilema muy amargo para Pio: terminar de crecer implica abandonar esa “debilidad”, la fidelidad tribal implicará una traición de valores que –una parte suya lo siente, y nosotros lo sentimos con fuerza– se deberían preponderar.

Imágenes imperfectas

Desde hace unas décadas se estableció como una característica del realismo cinematográfico la filmación con cámara en mano, que se aúna con sus asuntos (pobreza, marginalidad) con la textura temblorosa, imperfecta. En películas como esta, basadas en improvisaciones, se trata de una lógica opción práctica, porque es la manera más ágil de ir persiguiendo los acontecimientos. Pero aquí se optó por la versión más extrema y manierista de la cámara en mano: la imagen está tomada con teleobjetivo, con el foco muy corto, y tanto el encuadre como el foco tienen que ajustarse al más mínimo movimiento frente a cámara. Esto genera una sensación medio estresante de que el encuadre siempre está persiguiendo, nervioso, lo que debería filmar. La sensación es vertiginosa y un poco claustrofóbica, porque siempre vemos detalles y casi nunca panoramas, ya que los grandes planos generales del conjunto habitacional son una excepción.

Si hay una escena de montaje alternado (como en el último encuentro de Pio con Ayiva), hay que poner toda nuestra atención para distinguir qué está ocurriendo, a cuál de los dos cursos de acción corresponde ese rostro mal iluminado, esa mano, esa puerta que se cierra. A ello se suma un montaje entrecortado de una serie de diálogos en los que los personajes hablan todos al mismo tiempo y manejan códigos de comportamiento que no siempre entendemos, para generar un relato que parece regodearse en una cierta confusión. El espectador ajeno a la pequeña comunidad en que se ubica el relato se acerca a un paracaidista que aterriza en medio de esas situaciones sin saber muy bien quién es quién, por qué hace lo que hace, por qué reacciona de tal manera ante tal estímulo. La comprensión de la anécdota se da en líneas generales y por cuenta del acostumbramiento a medida que avanza el metraje. Es fácil empatizar con Ayiva, ese hombre bonito, bueno, simpático, de mirada profunda y curtida. Pio, en cambio, es un personaje más complicado, pero su rostro y expresión son impresionantes.

La textura predominante de la película tiene respiros en los momentos en que suena la música incidental misteriosa y energética de Dan Romer, y en unos interludios mágicos (uno de ellos en cámara lenta) en que aparece un personaje que no entendemos si es real, imaginado o alegórico: el gitano con el caballo blanco, que evoca la ancestralidad romaní y la libertad itinerante perdida, como el fantasma de la identidad.

La Ciambra (A Ciambra). Dirigida por Jonas Carpignano. Con Pio Amato, Koudous Seihon, Damiano Amato. Italia/Estados Unidos (con aportes de diversos otros países), 2017. En Cinemateca.