Uno ve lo que sabe

La escala del suceso es difícil de entender, porque no se puede percibir. Nos dicen que hay una pandemia, cierta cantidad de enfermos, algunos muertos. Casi nada, si se compara con los muertos de la guerra, del hambre y de las enfermedades provocadas por la industria del chocolate moldeado con grasas trans. Deducimos que la situación es grave porque los gobiernos mandan a apagar la llave general de los países.

Nuestra mente procesa imágenes que provienen de los sentidos; imágenes visuales, acústicas, hápticas. Pero no sólo los sentidos nos proveen de imágenes: también las palabras de una narración. Las imágenes mentales provocadas por las narraciones son las herramientas que permiten interesarnos por las ficciones. Aceptamos historias que sabemos inventadas porque se imponen en nuestra conciencia como imágenes. Muchas veces la presencia de esas imágenes es tan intensa como la presencia de las imágenes que provienen de nuestra experiencia.

La pandemia de covid-19 nos coloca en una situación extraña. No tenemos imágenes que provengan de la realidad y que nos ayuden a hacernos una idea de lo que verdaderamente está ocurriendo; esto nunca lo ha vivido la humanidad. Me dicen: “Suspendieron todos los vuelos internacionales”. Es una información que no me trae ninguna imagen. Si en cambio yo estuviera en un aeropuerto y viera que ningún avión despega –especialmente el que debe llevarme a casa–, entonces el cielo vacío sería una imagen intensa para mí.

El gobierno nos aconseja que nos comportemos como si se acercara el final de los tiempos. ¿Y cómo me convencen de hacer una cosa u otra? La información no sirve para nada; en cambio las imágenes son convincentes. Y todas las imágenes sobre lo que está ocurriendo se originan en ficciones. Vienen una y otra vez imágenes ficticias, provenientes de novelas y de películas.

Uno ve lo que sabe, y lo único que sabemos lo hemos aprendido de la ficción, y en concreto, de las películas sobre muertos vivientes.

Cuentos de cuentos

Los relatos de los historiadores de la antigüedad clásica dieron cuenta de pestes calamitosas que atribuyeron siempre a culpas humanas. No hay mucha diferencia con lo que se hace ahora, cuando se responsabiliza a los gobiernos de hacer las cosas mal. “Ez pod el gobiedno, ¿veddad?”, decía Guille, el hermano de Mafalda, un día agobiante de calor porteño; lo mismo que los más pueriles de los opositores de hoy.

El libro más interesante que usó una epidemia como cimiento fue El decamerón de Giovanni Boccaccio. El libro no cuenta, sin embargo, la peste florentina de la que el autor fue sobreviviente, sino que relata que durante la epidemia un grupo de muchachas y muchachos se retiraron a una casa de campo para escapar de la enfermedad, y para pasar los días sin aburrirse, entre otras cosas se contaban mutuamente historias, una cada día, cada uno de ellos. Diez días duró su reclusión, de modo que contaron en total cien historias.

El procedimiento de Boccaccio se insertaba en una tradición que venía desde la antigüedad, de orígenes orientales: un cuento que cuenta que alguien cuenta un cuento que alguien cuenta. Las mil y una noches sigue esa pauta, heredera de viejas tradiciones sánscritas, y a lo largo de la historia de las letras occidentales numerosas obras maestras usaron el mismo procedimiento.

Pero la epidemia de Boccaccio fue sólo un marco para contar otras historias. En El Decamerón no se cuenta ninguna historia de la peste, salvo la que sirve de marco para todas las historias.

Un experimento curioso, por su forma rara para la época, fue el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, publicado cuatro siglos más tarde que El Decamerón. Defoe fue un activista político, periodista, novelista (su Robinson Crusoe es la novela fundadora de las letras modernas inglesas), y su Diario es una muestra notable de su originalidad. El libro parece un auténtico diario, cuando en realidad es una ficción de cabo a rabo. Pero su construcción con tablas llenas de cifras, datos de barrios, fechas, nombres de lugares y personas, tiene el aspecto de un documento verídico. Construye una imagen realista de lo que había ocurrido, y deja la impresión de que los lectores fuimos testigos de un documento auténtico. No podemos vivir aquella plaga, pero al leer el Diario sentimos que estamos en presencia de un vestigio de aquel suceso: una imagen poderosa que nos convence de la verdad de los hechos.

Una gran desgracia simbólica ha caído sobre mí y los míos

Hasta el siglo XX el fin de los tiempos no era un tema que interesara, salvo a las iglesias. Hubo, sí, personajes acosados por una enfermedad mortal, siempre como imagen de un padecimiento moral, como en La muerte de Iván Illich, de León Tolstói, pero la enfermedad era siempre un asunto individual, una manera de situar al personaje frente a un destino ineludible.

El romanticismo, con su característico gusto por el disfraz (es decir, por el énfasis en la alegoría y el simbolismo), hizo uso de la peste en “La máscara de la muerte roja”, de Edgar Allan Poe, un breve y precario cuento publicado en 1842 que consoladoramente postula que los ricos y poderosos también están sentenciados a morir. La muerte, aquí, es ya un asunto social, o más bien de clase, y la epidemia tiene el mismo sentido que el diluvio que ordenó Jehová en otro libro. En los mismos meses Alessando Manzoni daría Los novios, una novela central de las letras italianas, en la que la epidemia (la acción ocurre en el norte de Italia en el siglo XVII) es un escenario imprescindible para hacer insoportables las calamidades de los enamorados, un simbolismo más elegante y sutil que el atropello alegórico de Poe.

La cumbre del alcance simbólico de la epidemia llegaría con La muerte en Venecia, de Thomas Mann, un poderoso relato en el que la fuerza del amor –provocado por la belleza de un adolescente que ve en la playa y con el que no tiene ningún contacto– impide al protagonista ver la muerte que lo rodea. La epidemia adquiere un poder simbólico de tanta plasticidad que multiplica los sentidos de la historia, de modo que la obra se renueva a cada lectura, y los cambios en los usos sociales, las nuevas libertades y censuras no hacen sino resignificarla una y otra vez. (Mann usaría de nuevo la enfermedad, esta vez endémica –la tuberculosis– para la enorme arquitectura de su gran novela La montaña mágica, donde el contagio adquiere un significado que deja muy atrás el azar de los bacilos y la responsabilidad o la inconsciencia de los afectados, y la enfermedad termina representando algo parecido a simplemente estar vivo). La muerte en Venecia se publicó en 1912, un año clave en la historia del matrimonio de las letras y la peste. Sin embargo, sigue siendo un uso individual y simbólico del contexto pestilente, y regala pocas imágenes para entender lo que ocurre durante una epidemia.

Microbios, ideologías, parábolas, cruzas

La primera epidemia politizada ocurrió en 1901, cuando los marcianos invadieron la Tierra. Curiosamente La guerra de los mundos, de Herbert Wells, publicada en 1898, cuenta que la humanidad escapa del exterminio, en el primer año del siglo XX, gracias a un virus que ataca a los espantosos invasores. Es una idea notable, que aniquila la usual exaltación del heroísmo bélico y convierte en ridícula la idea de dar la vida por la patria. En efecto, el organismo más insignificante del planeta es capaz de hacer lo que la gran inteligencia y el enorme poderío de la civilización humana no pueden lograr.

En 1912 (el año de La muerte en Venecia) Jack London publicó una novela corta que fundó un género, La peste escarlata. El tema del libro de London no es la enfermedad sino sus consecuencias: la pérdida completa de los logros de la civilización. La especie no se extingue; la civilización, sí. La acción se desarrolla muchos años después de la catástrofe, ocurrida en 2013.

El fin de la civilización a causa de un germen ya había sido anticipado, pero sin consecuencias en la historia de la literatura. La inglesa Mary Shelley, autora de Frankenstein (otro libro pionero) había escrito 100 años antes que London una historia posapocalíptica, El último hombre. Su tiempo no entendió su visión y el libro no fue bien recibido. Su pesado romanticismo, su insistente reclamo moralizante y su reparto descabellado lo hacen ilegible hoy, aunque ha comenzado a reeditarse desde hace algunas décadas, a partir de otros auges apocalípticos, especialmente los relacionados con la guerra nuclear.

Sobre la idea de London, expandiéndola con sencilla firmeza narrativa, George Stewart publicó en 1949 La Tierra permanece. Allí la civilización, víctima de un microbio transportado por los modernos medios de transporte, queda virtualmente terminada, de modo que la naturaleza se apropia de las cosas y es inútil intentar que las pequeñas comunidades acosadas por el día a día aprovechen el saber que había acumulado la comunidad humana. Un libro simple y directo, con el tono exacto para consolar a quienes quisieran que la realidad fuera diferente y sueñan con que los desastres actuales se terminen de una vez.

Los lectores de tradición humanística suelen aborrecer los géneros populares, de modo que es esperable que recomienden La peste, de Albert Camus, antes que Soy leyenda, de Richard Matheson. El libro de Camus, editado en 1947, es una novela con algunos puntos altos (la muerte de un niño, el giro brusco que desenmascara al narrador), pero en el fondo hay que aceptar que no dice nada nuevo. La enfermedad es apenas el marco para establecer una situación de encierro donde poner de manifiesto algunos caracteres.

En cambio el libro de Matheson, publicado en 1954, produjo una serie de cambios en la industria del relato popular y ha sido mucho más fructífero para la proliferación de textos. Soy leyenda es una historia de vampiros, y uno comienza a leer su prosa lisa sin demasiado interés. Es un poco raro que haya muchos vampiros y no uno solo, pero a eso parece limitarse la novedad. Y de pronto el texto lo obliga a uno a salir del género fantástico, porque se explica que el vampirismo es una afección provocada por un bacilo. Así que uno debe, en medio del relato, cambiar de género, reajustar su mecanismo de suspensión de la incredulidad, porque ya no está en un mundo fantástico descendiente de John William Polidori y de Bram Stoker, sino en el terreno firme de la ciencia.

Los vampiros de Matheson se confunden a veces con otra horda, la de los muertos vivientes, nacidos una década más tarde. La noche de los muertos vivientes, película de George Romero estrenada en 1968, funda el único género cinematográfico que no tiene antecedentes literarios.

Siguiendo lo que Matheson había hecho 30 años antes, en 1985 Dan O’Bannon hace responsable de la creación de los muertos vivientes a un agente químico desarrollado por la industria militar, en El regreso de los muertos vivientes, una comedia perfecta, con un hermoso papel de la musa erótica del horror gore, Linnea Quigley.

Esa es la fecha que nos suministra las imágenes de la pandemia de hoy. Imágenes concretas: en nuestro futuro próximo hay una quinceañera de vestido blanco manchado de sangre coagulada, cuyo ojo derecho se bambolea sobre su mejilla, colgando del nervio óptico, que avanza, con la mirada estrábica fija en nosotros, arrastrando, en el extremo de una pierna dislocada a la que se le ve el blanco del fémur, un pie ya desprovisto de piel de tanto raspar el hormigón de las calles desiertas de la ciudad, en medio de ansiosos y fatigados gruñidos broncos y un intenso olor a carne podrida. Nos quiere comer el cerebro y lo va a lograr tarde o temprano.

El muerto viviente es la imagen ubicua de la pandemia. Una enfermedad tan mortal que no sólo nos mata, sino que nos convierte en muertos. No en cualquier clase de muertos, sino en muertos vivientes, que como se sabe son los muertos más peligrosos.

En una plaga común y corriente, por más espeluznante que sea –por ejemplo, una de esas enfermedades con vistosas fiebres hemorrágicas–, el contagiado enferma, agoniza y muere, y después de la muerte, en lo que hace a su utilidad narrativa, ya no sirve para nada; en cambio, en tanto símbolos, los zombis son notablemente económicos: visiblemente repulsivo, un contagiado sirve de enfermo, de muerto y luego de agente transmisor.

En esta pandemia estamos convirtiendo a nuestros conciudadanos en zombis, las mejores imágenes disponibles para explicar lo que nos está pasando.

Algunos libros y películas citados en este artículo

El Decamerón, de Giovanni Boccaccio (1353)

La muerte en Venecia, de Thomas Mann (1912)

La peste escarlata, de Jack London (1912)

La Tierra permanece, de George Stewart (1949)

Soy leyenda, de Richard Matheson (1954)

La noche de los muertos vivientes, película de George Romero (1968)

El regreso de los muertos vivientes, película de Dan O’Bannon (1985)