Que el productor que está redefiniendo las reglas de la música de habla hispana sea un pibe que nunca tuvo que salir de su habitación para convertirse en lo que es (en los videos se aprecia el mismo empapelado en su cuarto desde que tiene 12 años) es una metáfora hermosa y contradictoria sobre el arte en tiempos de globalización. Que su mejor canción hasta la fecha (un tema que dan ganas de perrear, hacer picadas, prender un faso o salir a robar, o todo esto al mismo tiempo) no pueda ser bailada entre una masa sudorosa de gente queriendo revolear el rosquete es una tragedia igualmente hermosa y contradictoria que dice mucho del arte en tiempos de pandemia.

De alguna forma las dos cosas coinciden, y el nexo entre estos fenómenos y apreciaciones es Bizarrap (BZRP), el proyecto de Gonzalo Julián Conde, un pibe de Ramos Mejía que empezó remixando batallas de rap para después entrar a hacerlo con temas oficiales y más tarde grabar sesiones de freestyle en la intimidad de su cuarto.

Ya desde esa primera instancia, con un público no sólo extenso sino con una inédita sensación de pertenencia, esas sesiones en filmación casera acumularon una inusitada cantidad de visitas, hasta llegar a un punto paroxístico con el video de Trueno, que al día de hoy es el freestyle con más vistas mundiales en la historia. A partir de ahí, BZRP, de perpetua visera y lentes espejados, cabalgó en caballo ganador, metiendo un hit tras otro, convirtiéndose, con 11 millones de streams mensuales, en el artista argentino con más reproducciones de Spotify, consagrando a algunos músicos (como el caso de Trueno y Nicki Nicole) y aumentando la ola expansiva de fama de otros (el video con Nathy Peluso, con más de 225 millones de vistas).

Toda esta ola de datos numéricos parece antiartística, pero señala un fenómeno particular: tomadas las views y las escuchas como el criterio primordial para evaluar el éxito comercial, de golpe la globalización empezó a funcionar con las paradojas y extravagancias que siempre había prometido y nunca había cumplido; las radios y las ventas materiales ya no mueven la aguja, y las barreras nacionales se borran, porque una view vale igual en Estados Unidos que en Corea del Sur, Uruguay o Bután. En este sentido, BZRP es un fenómeno de nuestro tiempo, en el que el público intenso de un solo país puede hacer palidecer las escuchas de artistas de megadiscográficas, y donde el idioma cada vez es menos barrera.

Esto es lo que más interesa a los escuchas desconfiados: BZRP como fenómeno sociológico, más que musical. A ellos les gusta L-Gante simplemente por ser L-Gante, porque es un pibe que siendo así (la cara tatuada, la dentadura imperfecta, la cadencia de barrio) llegó a eso, aunque no es música que bailarían ni, mucho menos, que pensarían. Sin embargo, quedarse exclusivamente con este costado sociológico sería no sólo una injusticia hacia la gran creatividad y versatilidad de producción de BZRP, sino una forma un tanto miope de contemplar un cambio musical que les estalló en la cara.

En primera instancia, las sesiones de BZRP son el gran prontuario de un mundo de ritmos, estilos y subgéneros muchísimo más amplio que el mero rap. Incluso por fuera de lo genérico hay algo que se abre a la vista, que es una extrañísima y casi experimental multiplicidad de recursos vocales. A primera oída, muchos de ellos rompen con lo que bajo criterios musicales estrictos serían las mínimas reglas del decoro, y sin embargo todo suena nuevo, como si se estuviera inventando de cero. Ahí tenemos a Dillom, cuya voz de niño rata parece salida de un capítulo de Los Simpson hecho bajo el efecto de alucinógenos; a Cazzu, que supo conjugar como ninguna otra la tradición vocalística de la cumbia con una cadencia trapera, atmosférica y sensual; a Paco Amoroso, con un timbre de voz y una presencia escénica que alternan entre lo juguetonamente demoníaco y lo angelicalmente relajado; o a Nathy Peluso, que es un poco todas estas cosas que dijimos de todos, pero mezcladas en una maraña bizarrísima de tics, acentos y dialectos hispanos metida con pedregullo en una licuadora. El sueño húmedo de la globalización: un español que ya no es ni porteño ni caribeño ni chicano, un lenguaje híbrido y orgánico. Uno va pasando de canción en canción y lo que encuentra parece una liga de mutantes con voces más interesadas en componer personajes que en cantar bien, y que en su flagrante ruptura de las reglas a veces erran y a veces aciertan (y a veces ambas, las más interesantes). Escuchándolos se encuentra algo que el rock perdió en algún lugar y nunca recuperó, a cambio de una forma correcta de cantar que hace tiempo que no genera nada y a la que no se le puede creer del todo las reflexiones o historias que cuenta.

L-Gante - BZRP Music Sessions

L-Gante - BZRP Music Sessions

Keloké

En esta línea, el tema más glorioso de BZRP es la canción hecha con L-Gante. Se puede hablar de Elian Ángel Valenzuela y de cómo su carisma y presencia ya lo catapultaron a ícono turro, pero estaríamos esquivando hablar de la música y de por qué Villarap es un tema tan bueno. En primera instancia, el mérito lo lleva BZRP: la base es una mezcla entre cumbia villera y reguetón lograda a un nivel de perfección inusual, como si ambos géneros se continuaran uno al otro cual doble hélice de una cadena de ADN. El elemento que los aglutina es el RKT, una suerte de subgénero del reguetón nacido en un boliche de la localidad bonaerense de San Martín, que tiene esta mixtura con sonidos de la cumbia colombiana que tanto pegaba en las villas. Así, en el RKT no sólo aparecían a menudo elementos de la cumbia, como ciertas líneas de teclados o güiros: también presentaba un insigne desfasaje en el beat reguetonero ‒sobre todo en los redoblantes‒ que le daba un tono aún más sincopado y pastoso.

De todo esto se nutre BZRP a la hora de hacer la base: un curioso estilo de beat a base de tresillos en el que predomina este tono más pastoso del RKT que vuelve a lo reguetonero algo menos gimnástico y más sensual y sórdido. Una base curiosísima que se siente tan festiva como opresiva, con las pulsaciones de un oscuro sonido distorsionado que parece la boca de un pez gigantesco que se va a devorar todo hasta que vuelve a cerrarla, entremezclada con las incursiones en el puente de unas cuerdas metálicas que, por momentos, suenan a sitares o a un cordófono desafinado de la China.

Sin embargo, nada de eso tendría el efecto que tiene sin L-Gante. Su tono monocorde es todo menos aburrido, generando una extraña capa que acompaña y a veces se adelanta a la base, como si fuera una moto con caño de escape recortado que zigzaguea alrededor de un tanque de guerra. Esto es casi la definición de flow: el rapeo de L-Gante tiene la curiosa virtud de barnizar toda la canción de principio a fin, y nunca parece estancarse. Más bien lo contrario: hay un crescendo que nunca se detiene y que usa los estribillos como para recobrar impulso. Quizás la clave está cuando aprieta los versos en “Nos cruzamos por las redes, pero nos fuimos al garete / Mi combete siempre activo, amigo, 24/7 / Siempre donde no hay testigos sigo metiendo caliente”, y uno piensa que va a dejar aire para la canción, pero de golpe engancha con otro bloque de distinta cadencia y se lo siente como una patinadora que, tras un triple axel, cae grácilmente en el filo de su cuchilla.

La gente podría hablar de las letras, algunos para aplaudir el glosario de lunfardo rocho y otros para quejarse de la poca sustancia o de los valores decadentes. Yo les diría que no es muy diferente a muchos temas festivos que han formado parte de la historia del rock, y que en el rap, como en la vida misma, lo filosófico y lo abstracto, cuando no es esgrimido por gente brillante, no es más que atroz. Pero más que nada Villarap es como la versión más acabada, casi definitiva, de un subgénero nuevísimo, una canción que, en tiempos en que sólo pudimos bailar en la cocina de nuestras casas, volvió de golpe todo más divertido y festivamente peligroso.