Todas las películas exitosas se parecen, pero las películas fracasadas lo son cada una a su modo, podría decirse, a riesgo de hartar una vez más con la paráfrasis del comienzo de Anna Karénina (1877), de León Tolstoi. Fracasos que pueden venir del delirio grandilocuente o de la humildad. Un ejemplo de lo primero es Waterworld (1995), de Kevin Costner, donde el galán consternado intentó su fantasía futurista. En el otro extremo está Copland (1997), ese honesto ejercicio de modestia que nos hizo amar para siempre a Sylvester Stallone.

Es verdad que los formatos digitales limaron un poco el filo de la navaja de la época heroica del cine. Sin embargo, en cada película siempre hay algo del aliento trágico de La película del rey (1996), de Carlos Sorín, o de El estado de las cosas (1982), de Wim Wenders. Esa pelea desigual, ya sea contra la naturaleza o contra los productores. Quizá, en ese sentido, la mejor forma de tomarse las cosas es como lo enseñó Jean-Luc Godard en 1963 en El desprecio: sabiendo que si de cine se trata, aunque seas Michel Piccoli y tengas de tu lado a Brigitte Bardot, al final del día siempre gana Jack Palance. Algo que, de creerle a Federico Fellini y su Jeque blanco (1962), ya existía desde la época de la fotonovela, en ese caso con un hombre objeto “a la Rodolfo Valentino” que demostró ser, como muchos personajes de Alberto Sordi, un verdadero pelele.

Hay, finalmente, otro tipo de fracasos. Son los más interesantes. Aquellos en los que el tema fagocita a su creador. Fue lo que le sucedió a Sergei Eisenstein con ¡Que viva México! (1930-...). Seducido para siempre por un “país Gorgona” que los convirtió en piedra a él y a su película. Como en un juego de matrioskas, México, después de despacharse a Eisenstein, todavía tuvo un estómago disponible para rumiar otro genio, devorando el intento de Peter Greenaway de filmar el intento: también Eisenstein en Guanajuato (2015) es un delicioso despropósito.

De este último tipo es El hombre que mató a Don Quijote (2018), de Terry Gilliam, ahora disponible en Netflix. Ya en 2017 se escribió en la diaria sobre el tramo final de un rodaje que había consumido 18 años, decenas de millones de euros y cuatro pares protagónicos de Quijote & Sancho.

Lo que se puede ver en Netflix son dos horas entretenidas, llenas de baches y malas decisiones. Las salva el personaje de Quijote, que es en sí mismo incombustible, pero también la interpretación que realiza Jonathan Pryce, quien ya fue Perón y ya fue el papa Francisco, pero sobre todo ya fue el distópico burócrata idealista Sam Lowry en Brazil (1985), quizá lo mejor de Terry Gilliam. El Quijote de Pryce es tan convincente que, incluso, alcanza para que el desenlace fallido se vuelva lo mejor de la película: el previsible e inverosímil “contagio” de quijotez que provoca en su renuente escudero. En este rol de Sancho Panza aparece un siempre sólido Adam Driver, mucho mejor para el papel que los anteriores candidatos (Johnny Depp y Ewan McGregor), lo que demuestra que, por más que Gilliam lo haya pagado con sangre, nuestras abuelas estaban en lo cierto cuando sentenciaban de que no hay mal que por bien no venga. Lo del título. Véala, disfrútela, perdónela.