Alguien postea que Darklands, el segundo disco de The Jesus and Mary Chain, está cumpliendo 34 años. Desde la insignificancia de un aniversario que ni siquiera es redondo me zambullo en esas diez canciones que me acompañan desde entonces. Una fiesta para mí, a tono con un veranillo que permite ventanal abierto el último día de agosto.

A mi casa, desde Peperina, de Serú Girán, con aquella muchacha de pelo largo y ojos oscuros que miraba desde la portada, cuchara de ensopado en mano, los discos llegaban porque los compraba mi hermano. Sólo un puñado –los prohibidos por la dictadura, tres de The Beatles que eran de uno de mis tíos, y los de María Elena Walsh y Canciones para No Dormir la Siesta que solíamos escuchar de chicos en el pasadiscos portátil azul– eran anteriores al criterio y la elección tempranos de Gabriel.

Había un desfasaje significativo entre lo que ocurría en el resto del mundo y lo que llegaba a Montevideo. Ese lapso, a veces un agujero, generaba un destiempo alucinado que permitía que en 1987 escucharas el London Calling como recién estrenado y te dejaras sorprender por ese sonido mestizo como si no tuviera ya ocho años. Conseguir discos era un camino largo, que implicaba investigación, intuición, asesoramiento, y que según el caso incluía el encargo, vía disquerías especializadas, a España, Inglaterra o donde fuera. Salía caro, pero un disco era un trofeo.

Desde el principio supe, por supuesto, que Psychocandy era del 85 y Darklands del 87 (datos elementales que se explicitan en los créditos). Pero me impresiona el tiempo transcurrido, que no hace otra cosa que enrostrarme la seca conciencia de mi propia edad. A la vez, me asombra la velocidad con que llegó a casa, no mucho después de que se pusiera a la venta en la lejana Escocia. 1987 no es un año cualquiera. Es el tiempo mismo de mi adolescencia: mis 16. Intensidad y tristeza. Vino suelto, poesía, punk, el primer porro en la canchita del Cabezón, amores imposibles, amigos eternos, desengaños asesinos, Bakunin y Kropotkin.

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Living de mi casa paterna. Las cortinas con trama en distintos tonos de marrón nos aíslan –nos protegen– de la vista de los adultos. Ocupamos los sillones de pantasote verde oscuro y apoyamos los pies enfundados en championes All Star negros sobre la mesa de mármol. Bajo la ventana por la que se ve el palo borracho, el viejo equipo Sony, una belleza que suena espectacular (un pequeño lujo que debemos agradecer a que la familia de una amiga de mi hermana mayor se iba del país y lo vendía a un precio accesible). Los discos se escuchan de un lado y de otro, con exacta conciencia de los surcos, de las vueltas de la bandeja, de qué canción abre el lado A y el lado B.

Cuando llegó Darklands a casa ya había pasado ese año en que escuchaba Montevideo agoniza sin parar y repitiendo varias veces “Bailando en la oscuridad”. Acababa de morir Luca Prodan y yo, que me había perdido a Sumo en Montevideo rock, me prometía no faltar a ningún recital más. Nos repartíamos entre los Clash, los Smiths y los primeros discos de La Polla Records.

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Pantalón negro y buzo a rayas finitas negras y blancas, championes negros. Rulos indomables. Darklands y Psychocandy eran los dos lados de un casete que iba y venía conmigo a todas partes en el walkman. Ya había pasado de un intenso y fugaz romance con Los Redondos, que terminó después del cuarto disco. Ya había pasado el 16 de abril de 1989, y el tono de la época era gris desesperanza. Primeros años 90. La tristeza profunda, el desgano de la voz de Jim Reid, las guitarras –distorsionadas de un lado, elegantes y limpias del otro– y las letras oscuras envueltas en melodías suavemente engañosas eran mi banda musical perfecta. “Take me to the dark / oh God I get down on my knees /and I feel like I could die / by the river of disease”.

Con los Jesus comenzaba un amor duradero. Es una de las pocas bandas de las que seguí toda la discografía, o casi (un propósito pertinaz que incluyó el encargo del Barbed Wire Kisses (B Sides and More) a mi hermana Andrea cuando hizo el viaje de Arquitectura, un disco que no fue precisamente una compañía amable de carretera en la camioneta en la que recorrían Europa, y que me convertía en la que había hecho pedidos más molestos, al sumarse a aquel ladrillo que me compró ni bien pisó España: la Semántica de Lyons, que años después presté y no me devolvieron). Una broma habitual con mi hermano era jurar que sólo escucharía escoceses: la melancolía de las Highlands. “Sometimes in the summer sunshine / the sky falls down on me. / Always in the dead of darkdays / somone’s after me”. Los Jesus iban conmigo porque yo era un poco ellos. Eran mi propia herida cantada, gritada, mascullada, chillada, susurrada.

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Llego a Tres Cruces y voy lo más rápido que puedo a encontrarme con mi madre en la esquina de Las Heras y Belgrano para seguir camino con mi hijo hacia la escuela. Es mayo de 2014 y acabo de volver de Buenos Aires, donde por fin vi a los Jesus en vivo. No fue un gran concierto. Vi unos cuantos mejores. Pero es un sueño hecho realidad: la emoción intacta, la promesa juvenil cumplida en la medida de lo posible. Atrás quedaron el día lluvioso y la ansiedad, la espera en un boliche pasando la plaza Italia, la multitud de gente vestida de negro, los desencuentros con mi amigo Tito porque me había olvidado del celular en el hotel. Me miro los pies: championes iguales a los de 1987. Como ahora mismo. Le doy un beso a Feli, enseguida busco en Youtube “Happy when it rains” y vuelvo caminando a casa.