A algunos artistas les cuesta soltar el pasado, se aferran a la gloria colgada en la pared y no saben cuándo retirarse, transformándose en una caricatura de sí mismos, haciendo carne y hueso la nostalgia de haber sido y la vergüenza (ajena) de ya no ser. Y más allá de todo eso están los Rolling Stones, que hace al menos tres décadas –la mitad de su carrera– se burlan del abrasivo avance del tiempo, digno de algún pacto con el diablo hecho en una lluviosa esquina de Londres, expandiendo hasta límites de ciencia ficción la vida útil de un grupo de rock.
Hace una semana, y con una campaña de expectativa previa bien invasiva, los Stones publicaron en todos los formatos posibles Hackney Diamonds, su primer disco de estudio con material original en 18 años, tras A Bigger Bang (2005). Obviamente, es el lapso más largo de sequía discográfica de Mick Jagger, Keith Richards y compañía (Ronnie Wood). Leído así, puede parecer que andaban perdidos o alejados de los focos, en un monasterio zen a lo Leonard Cohen, pero en realidad es el regreso de los que nunca se fueron, porque en todo este tiempo los legendarios británicos no pararon de girar, ya que siempre fue su modus vivendi (en 2016 vinieron a este país, incluso).
El disco se grabó entre diciembre y enero pasados, sin horas para perder, y no contó con Don Was, el compinche de los Stones en la producción desde la década de 1990, sino con el joven Andrew Watt, de 33 años, que podría ser nieto de Jagger y Richards –que andan por los 80–, pero ya tiene un lindo prontuario con dinosaurios del rock: viene de producir el último disco de Iggy Pop. A juzgar por los resultados, fue una más que acertada elección, y es evidente que Watt se metió de lleno en el asunto, porque hasta comparte créditos de composición en las tres primeras canciones del disco, metió coros y tocó algunos instrumentos (bajo, guitarra y más).
Después de añares, era una gran incógnita cómo sonaría un nuevo disco de los Stones, sobre todo porque otrora han tenido algún desliz, queriendo pintar su música con un barniz “moderno”, como en Bridges to Babylon (1997) (las chucherías electrónicas de “Might as Well Get Juiced” son un gran ejemplo). Pero como el fuego del tiempo ya quemó bastantes hectáreas del terreno stone, ya no hay espacio para cosas raras.
Por eso se mandaron un disco que suena mayormente setentero en la distorsión de las guitarras, la mezcla y la atmósfera, pero con una pequeña actualización, gracias al filtro cavernoso en la voz de Jagger, que le da una atemporalidad actual –si se permite el oxímoron–. Musicalmente resume la esencia de la banda y les recuerda a los legos del rock clásico por qué los Rolling Stones son los Rolling Stones desde hace más de seis décadas.
Todo en su lugar
“Angry”, la que abre el disco, fue también el primer corte de difusión y es el arquetipo de la canción de rock más estadiosa de los Stones, con el riff rasgueado en etapas, que deja espacios, y la coda acumuladora de intensidades con coro compartible. Se entiende como puerta de entrada, por ser algo más obvio, y si bien está lejos de ser la mejor del álbum, muestra desde el arranque que la casa está en orden.
Hackney Diamonds marca el debut en estudio con los Stones del baterista Steve Jordan, en remplazo de Charlie Watts, que falleció en 2021. Jordan es el secuaz de Richards solista de todas las horas, por eso era el sustituto cantado, aunque los oídos entrenados podrán notar la diferencia, ya que es dueño de un toque menos “suelto” y de un sonido más denso que el del finado canoso. De cualquier manera, sabe lo que hace, y en la segunda del disco, “Get Close”, le da los cimientos que precisa una canción de pulso funk y guitarras entrecortadas (reminiscencias de la mítica “Can’t You Hear Me Knocking?”), y termina de demostrar que en el imperio stone sigue todo en su lugar, con solo de saxo incluido.
“Depending On You” es la primera cima con la que nos topamos: balada seudofolk, de guitarras acústicas y arreglos de cuerdas, con un Jagger a pleno, cantando como nunca –o sea, como siempre– a un amor que se fue: “Yo inventé el juego pero perdí como un bobo, / ahora soy demasiado joven para morir y demasiado viejo para perder, / porque dependía de vos”.
“Bite My Head Off” es de las más apuradas de la carrera de los Stones, cerca de las rápidas de Some Girls (1978), pero más densa, con ese dispositivo tan insistente y adictivo de que las guitarras acompañen la melodía, como para taladrarnos la cabeza. El bajo está a cargo de un tal Paul McCartney, que a priori nadie esperaría que tocara en una canción como esta (quizás los Stones le marcaron la cancha a propósito), pero da en el clavo, sobre todo con el solo de efecto podrido que se manda luego de que Jagger lo deja: “Come on, Paul, let’s hear some bass!”.
McCartney podría haber tocado sin problemas en la que sigue, “Whole Wide World”, porque es de las más poperas del disco –no es que haya nada de malo en eso–. Otra cima, con algo de efecto flanger en las guitarras –de sonido más noventero–, que dan vida a un rock & roll de esos bien a lo Jagger, por el estribillo melancólicamente pop –es decir, alegremente triste–, gracias a una bajada a acordes menores, cuando parece que el mundo entero está contra vos. El cantante describe lugares de Inglaterra que ya no son lo que eran y cómo se inunda de recuerdos: “Las tristes calles de Londres nunca prometieron mucho, / un trabajo sin futuro a ninguna parte / y tus sueños se hacen pedazos”.
La primera mitad del disco termina con una especie de descanso, “Dreamy Skies”, un ejercicio country-blues típico de los Stones más filoestadounidenses (con una referencia explícita a Hank Williams, por si quedan dudas), como para que cantemos todos merodeando un fogón. La canción es dueña de esas melodías vocales que suenan conocidas de tantos lados pero al final no son de ninguno; y de yapa está la guitarra slide, que es marca de la casa, que sigue en orden.
Don Carlos
Que Hackney Diamonds sea lo primero que publican los Stones sin Charlie Watts vivo no fue obstáculo para que el baterista apareciera en el disco; y no, por suerte no fue gracias a algún invento raro de ciencia ficción sino porque usaron material de unas sesiones anteriores (de 2019 y 2020). La segunda mitad del álbum no en vano arranca con “Mess It Up” y Charlie dándole el irresistible ritmo bailable –casi disco– a una canción que remite a los Stones de fines de los 70 y principios de los 80, con los clásicos coros de Jagger en plan falsete. A partir del minuto 2.20, cuando las guitarras se ponen deliciosamente funkies (una es la del productor), la canción puede servir para detectar rastros de vida, porque si no te mueven, sos Bruce Willis en Sexto sentido.
Pero eso no es todo, porque en “Live by the Sword” no sólo está Watts sino también Bill Wyman, el bajista original del grupo (nacido en 1936, es el más veterano de los veteranos). Este dato pega de lleno en la estadística, porque Wyman se fue de la banda hace 30 años (harto de sus compañeros, pero sobre todo de las giras y los aviones), por lo que el último material de estudio lanzado con la base rítmica clásica había sido la dupla de canciones “Highwire” y “Sex drive”, que están al final del disco en vivo Flashpoint (1991).
El resultado es una de las mejores canciones del álbum, que debería tener un octógono con la advertencia “exceso de Rolling Stones”, porque es una concentración de la quintaesencia de la banda, acorde a lo que merece el canto del cisne del quinteto oficial más estable que tuvo el grupo (Jagger, Richards, Watts, Wyman y Wood): los eternos tres acordes, sin contar el puente, un zigzagueante riff de cuatro notas, guitarras machaconas, solo sucio y desprolijo, con muchas chirriantes notas dobles y así. Con Jagger en plan macho alfa, altanero y amenazante, desparramando la lascivia inmortal en el estirado estribillo y deslizando versos con frases juguetonas, jaggerianas a morir, como “if you live like a whore better be hardcore”, que al traducirla pierde gracia y ritmo.
Pero el encanto de “Live by the Sword” está en lo de siempre con esta gente, esa sensación, tan difícil de bajar al lenguaje de la palabra, llamada groove, el swing que une todas las piezas, el pulso suelto, de zapada, donde nada parece medido ni bajo control, que logra que unos viejos millonarios que ya le dieron mil vueltas a la vida suenen con el entusiasmo de unos guachos rebeldes que tienen todo por delante. Encima, se le agrega el piano en clave cincuentera de Elton John, completando cuatro minutos que son la respuesta a “¿qué es el rock & roll?” para darle a alguno de esos extraterrestres que se supone que nos visitan de vez en cuando.
En “Driving Me Too Hard” las guitarras llegan al punto caramelo del sonido stone y es de esas en las que cuesta diferenciar cuál es la de Richards y cuál la de Wood. Perfectamente podría haber sido el primer corte de difusión, porque no tiene nada que envidiarle a “Angry” como rock stone de manual. Y las cantadas por Richards nunca suelen ser las más publicitadas, pero hay un mundo paralelo, y mejor, en el que canciones como “Tell Me Straight”, que están dentro de este disco, con la oscura luminosidad del viejo pirata, son omnipresentes.
“Sweet Sounds of Heaven” fue el segundo corte de difusión y es el tour de force del disco, para ir cerrándolo: más de siete minutos en plan balada pianera soul con pizcas de góspel, que crece cada vez más hasta alcanzar la épica, entrelazando un dueto vocal de Jagger y Lady Gaga. La canción tiene un gran despliegue de instrumentos –las guitarras hacen de todo–, pero son los brillosos vientos (trompeta y saxo) los que se llevan el premio. Además, está Stevie Wonder, en piano y sintetizadores (Rhodes y Moog), porque el disco venía flojito de invitados...
El final infinito
Por cuestiones inherentes a la biología y no al arte, podía pasar que un nuevo disco de los Stones fuera como esa escena de El irlandés (2019), de Martin Scorsese, en la que un octogenario Robert De Niro, digitalizado como joven, le pega a un tipo que está en el piso, a pura patada, pero sus movimientos no dejan de ser los de un veterano, por más efectos que le pongan, y daba cosita verlo.
Pero no, los Stones acaban de romper los límites de su propio mito. Hackney Diamonds es, sin duda, su mejor álbum desde Tattoo You (1981); parece un disparate de tiempo, pero en realidad entre aquel y este sólo pasaron seis discos (sin contar el de versiones de blues, de 2016). La diferencia radica en que Voodoo Lounge (1994), Bridges to Babylon y A Bigger Bang, por ejemplo, fueron publicados en la época de oro del CD, cuando era normal llenar los discos con más de una hora de canciones, mientras que Hackney Diamonds fue pensado como vinilo –lo dijo Richards en las entrevistas que dio recién–, y sus 48 minutos y seis canciones de cada lado lo transforman en una obra mucho más redonda: en ningún compás da la sensación de que haya saldos.
El disco cierra con “Rolling Stone Blues”, a solas entre la voz de Jagger, con su armónica, y la guitarra de Richards, bajo un filtro de atmósfera pantanosa. La elección no es arbitraria, ya que, según la mitobiografía de la banda, en los albores de 1962, Brian Jones –el malogrado guitarrista principal y fundador del grupo– estaba arreglando el primer toque por teléfono, le preguntaron cómo se llamaban y tiró The Rolling Stones, porque el single de ese blues de Muddy Waters estaba tirado en el piso. Así las cosas, si Hackney Diamonds fuera el cierre de la discografía de estos muchachos sería perfecto, con la vuelta al principio, por lo simbólico, pero sobre todo por la música. Aunque, nunca se sabe, porque desde hace más de tres décadas que cada cosa que hacen los Rolling Stones es “la última”.
Hackney Diamonds, de The Rolling Stones. Polydor Records, 2023. En plataformas digitales, CD y vinilo.