Perseverar en el ejercicio de un oficio puede provocar los efectos buscados y también otros imprevistos, gracias a todas las cosas que pasan alrededor del tiempo y del espacio utilizados para el plan maestro. En el caso de Babasónicos, todo salió tal como alguna vez lo imaginaron.
La noche del sábado 20 de mayo en el Antel Arena, la banda porteña luce terriblemente decadente y trillada, como la peor versión de esos grupos norteamericanos que llegan a Latinoamérica con la propiedad intelectual de un nombre célebre, un integrante original y un resto acompañante anónimo y sospechoso. Aquí, en Montevideo, sobre el acotado espacio elegido y utilizado para actuar frente a una numerosa audiencia, delimitado y protegido por una fila de columnas que fragmentan imágenes en una decena de pantallas led, los argentinos son más o menos los mismos de siempre.
Su emblemático vocalista Adrián Dárgelos, vestido como un integrante del equipo Cobra de Karate Kid, tiene permitido el movimiento de un lado al otro del escenario y en el camino de una tarima extra, por la que puede meterse entre el público a poner en práctica alguno de sus mejores actos. El guitarrista Mariano Roger lo secunda en la primera fila, aunque sólo se limita a repetir clichés propios de los de su rubro.
El tercero con privilegios es Diego Uma; el duende luminoso pone en práctica buena parte de los artificios del sonido babasónico, como unos coros que podrían estar perfectamente programados y que canta en vivo con notable precisión.
El resto de los músicos permanece sobre sus espacios, a pocos centímetros de distancia; a lo sumo, en “Deléctrico” los largos brazos de Carca se estiran por los encantos de sus golpes de percusión.
Babasónicos hace un gran esfuerzo para que todo parezca una farsa, comenzando por el histórico y constante trabajo en canciones genuinas e irreprochables. Quizás sea esa la razón más lógica para explicar las eternas ojeras de Dargelos; siguiendo por su estudio obsesivo de la teatralidad y la simbología fetichista del rock, que vuelven a escurrir cada vez que se ponen a grabar un disco; y por último, reviviendo, cada vez que se suben a un escenario, su idea sobre cómo debe ser transmitida su música a otros, a partir de una militancia al ultranza por la fantasía.
Así, la primera parte del show, según gustos, podría ser perfectamente prescindible. Con un sonido saturado, lleno de pistas de efectos y ecos, tocan algunas de sus canciones más conocidas como “Y qué” y “Microdancing” y otras más nuevas, las mejores -maldición, sus más nuevas siempre son las mejores- como “Trinchera” y “La izquierda de la noche”.
Cuando apagan un rato las máquinas todo mejora y se permiten algo de verdad. El público confirma que la sintonía más sangrienta, y un sonido nítido de guitarra distorsionada, casi pelada, enciende el ritmo de “Sin mi diablo” que es el comienzo de una seguidilla por el camino menos pop de la banda. En “Desfachatados” se despejan todas las neblinas alrededor del corazón sonoro de los viejos forajidos: el baterista Diego Panza Castellano es una bestia al volante de sus tambores y platillos que acelera o detiene con precisión y fibra esperanzadoramente rockera.
El bloquecito con alma termina con “Pendejo” y se deshace con la sutileza lounge de “Viento y marea”, otra de las brillantes melodías incluidas en Trinchera, su disco editado en 2022 y que tocan casi por completo desperdigado a lo largo de la performance de esta noche.
Que sea a favor
Un show de Babasónicos es un espectáculo musical sin emociones. La mejor sátira de un show de rock. Dárgelos sólo dice: “Gracias, muchas gracias”, o “gracias por esta noche maravillosa”. No hay un lugar para complicidades explícitas o regionalismos, no hay guiños ni recuerdos de las miles de veces que tocaron antes por aquí. Hay miradas personalizadas para participar del show como actrices y actores; también hay un público odioso de buzo sobre los hombros que escucha las canciones, igual que el acompañamiento casual de lo que suena en el estéreo del auto, pero hay otra decena de perfiles encantados por los versos de Dárgelos: gordos vestidos de negro, mujeres prontas para el baile que sucederá más tarde, viejos rockeros con mucho aumento de lentes, entre otros.
Cuando el juego de luces se deja de jorobar un rato y sólo dejan un arco blanco apuntando hacia el cielo, podemos ver a la banda sin sombras y se parece a la de un casamiento de los años 70. Están viejos, eso es real. Dárgelo se rasca, muestra el ombligo, se ve hastiado como de costumbre, no deja de poner todo su empeño en cantar lo que escribió con la interpretación que su poesía le sigue exigiendo. Detrás de todas las capas de porquerías con las que encontraron la fórmula para vender muchos discos en México y Buenos Aires, siguen apareciendo grandes hallazgos semánticos y gramaticales hechos canciones para hinchadas de fútbol. Incluso, la molesta afición del grupo por la electrónica sigue aportando la magia.
Tocan otros grandes éxitos: “Yegua”, “La Lanza” y “Los Calientes”. Lo mejor, insisto, es lo más nuevo. En “Vacío”, otra oda revolucionaria y existencialista en el marco de la interminable debacle argentina, el Tony Clifton más talentoso de todos se suma a una melodía que recuerda a Bauhaus y Alberto Migré, y canta: “Si luchamos esta vez, que sea a favor. Si perdemos esta vez, que sea otra cosa. Si volvemos a luchar, no me lo digas”.