Federico Anastasiadis (batería y voz), Santiago Bondoni (guitarra y voz) y Guillermo Madeiro (bajo) son cómplices en una trama humana y artística que los mantiene juntos y orgullosos desde hace 17 años. Quienes los han visto alguna vez en vivo –sus mejores actuaciones fueron en un mínimo escenario de sótano viejo– saben que la música de ORO no quiere nada de matices, así que al escuchar Máquina del alma, su nuevo disco, podrán decir que es el más alejado de la ruta original de la banda y que, sin embargo, no traiciona el purismo asumido y venerado desde el comienzo de su carrera.

La atracción por el rock marcial, en la tradición de AC/DC, Motörhead y ZZ Top, quedó registrada en ORO, el debut discográfico del grupo en 2011. Dos años después, en Blues pesado, el trío soltó sus mejores talentos para rendir tributo a Pappo’s Blues, Riff y Días de Blues con un sonido fresco y contagioso. Que así sea, su tercer LP, puede catalogarse como la síntesis de los dos primeros y un testimonio de tres muy buenos músicos uruguayos interesados, casi hasta la obsesión, en lograr una fórmula digna de los oídos de los más grandes bluseros muertos.

Para este, su cuarto trabajo de estudio, es evidente que hizo falta un poco de glam, sólo un poco, y algo de psicodelia, al estilo de Blue Öyster Cult, para contar una historia que –adelanto– no termina bien. En las notas de un piano recién estrenado, en un coro, o en unos acordes de guitarra inusualmente alargados, el oyente atento también podrá descubrir los rostros de Mick y Keith recién desparramados en la resaca de los 70, las ínfulas de Bowie y Marc Bolan, y un disco todavía duerme en la cabeza de Josh Homme.

Máquina del alma fue producido por Ignacio Echeverría (también conocido por el alias de su proyecto El hombre avispa, y por su labor como parte de Buenos Muchachos y las bandas de Mandrake Wolf) y grabado en ocho días (cuatro de diciembre de 2021 y cuatro de abril de 2022) en Cuarto Tavella por Martín Tavella y Gino Maiuri. Como en cada disco de ORO, los tres músicos entraron juntos al estudio para tocar sus instrumentos al mismo tiempo y a pocos metros de distancia. De la masterización se encargó el argentino Maximiliano Leivas, un ingeniero de sonido que trabajó para otros nostálgicos como Las Sombras y Ambassador.

El resultado es un álbum que, al igual que muchos de los mejores discos de rock grabados durante los años 70, remite a imágenes entre lujosas y decadentes, hijas de un sonido sofisticado –sobre todo en la última mitad del disco– y de una poética urbana de derrota. Con el correr de los capítulos (las canciones) la criatura protagonista de esta historia se vuelve vieja y torpe hasta el descarte, pero, así y todo, su llanto de blues tiene luces de esperanza, y nunca le falta un buen ritmo para seguir esta película tan triste como fatalmente atractiva.

Foto del artículo 'Brillo, espesor y una historia de vagabundos: el nuevo disco de ORO'

En el arranque, Anastasiadis canta “Pájaro de noche”, una reminiscencia que dice que ORO volvió como siempre. El personaje comienza otra jornada, olvidado de toda dificultad y dispuesto a otra vuelta de tragos y festejo, aunque este nuevo sonido del grupo no pierde tiempo y clava la incógnita por el resto de los giros de la placa. “Por hablar así” es una postal paranoica que avisa con una armónica y un bajo del oeste.

“¿Qué vas a hacer hoy?” inicia una serie de riffs perturbadores. De repente, el paisaje cambia de la ciudad al desierto debido a una droga que pegó muy mal, no pegó o, peor aún, ya no pega más. En este mojón comienza a dejarse escuchar la genialidad de Phil Lynott y los Thin Lizzy, quizás la mejor banda de rock de todos los tiempos. La sonoridad de los bajos y las baterías es pesada y multidimensional, y, de todas formas, le otorga un brillo que envidiarán los más fanáticos de la alta resolución. Sigue “Los cigarros de mi padre”, una melodía instalada en un dolor de apariencia inofensiva y pasajera. “Mundo esquivo” da asco de lo bien que quedó: canta Bondoni y tiene un riff asesino; alguien pregunta por una calle, y la canción termina en la forma de un abismo.

En “Autómata” la secuencia sónica se fragmenta para relatar una posible y única salida para seguir adelante. “Juego podrido” es la mejor canción del disco. Es clásica y tiene una letra especialmente inspirada. La guitarra y el bajo avanzan en un contrapunto de tradición y se separan en el momento en que la historia parece concluir hacia uno de los destinos posibles.

En la última parte del disco, con “A la sombra”, “Pantallas en el espacio” y “Creí que vos lo sabías”, la banda deja saber que alguien sigue con vida y dispuesto a volver a caerse. Aparece un amigo y la oportunidad de una nueva trifulca. “Sólo consigo correr sin parar”, confiesa el sujeto, y desaparece la electricidad.

Máquina del alma, de ORO. Little Butterfly Records, 2023. En plataformas digitales.