Disney lleva varios años filmando adaptaciones de sus clásicos, en los que reemplaza a los personajes humanos con actores de carne y hueso, y a los animales animados de manera tradicional con otros animados por computadora. Los espectadores han respondido en buena forma y todavía quedan películas para transformar, así que es de esperar que la racha continúe.

Eso en cuanto a la cantidad. La calidad ha sido despareja, quizás por la fuerza de los clásicos originales, que se convierten en referencias demasiado fuertes para los cineastas que toman la posta. Hay escenas y canciones que están impresas con tanta fuerza en los cerebros de la audiencia, que ignorarlas podría ser un pecado capital.

Entonces, los únicos momentos para innovar (y hasta para crecer) están en los espacios negativos dejados por las películas. Cuando Jon Favreau estrenó su versión de El libro de la selva en 2016, funcionó en cuanto amplió la sencilla anécdota de la versión de 1967, que contaba todo en 78 minutos, además de tener a la mitología de Rudyard Kipling para llenar esos huecos.

Tres años después, Favreau repitió con otra gran adaptación repleta de animales. Pero la perfección de El rey león original no dejaba mucho lugar para crecer, ni para alejarse del guion de 1994. La película hizo explotar la taquilla, sin justificar su existencia.

La sirenita, estrenada en 1989, dio el puntapié inicial a la última gran era de animaciones tradicionales de Disney (1989-1999), después de algunos pasos en falso. Y lo logró en base a una historia sencilla, con gran diseño de personajes, y una premiada banda sonora que quedó para la historia. Menudo desafío tenía Rob Marshall, que en 2018 resucitó a Mary Poppins en una secuela que olía demasiado a remake.

El resultado final parece obedecer a lo planteado algunos párrafos atrás: funciona cuando tiene algo nuevo que decir y queda por el camino cuando intenta emular algo que ya se había hecho demasiado bien.

Los peores temores se manifiestan en los primeros minutos. La presentación del príncipe Eric (Jonah Hauer-King) y su tripulación no compite con lo que hemos visto en la saga de Piratas del Caribe, y Marshall lo sabe porque dirigió la cuarta entrega. Si hasta series como Nuestra bandera es de muerte han logrado darle más personalidad a un barco navegando el Mar Caribe. Claro que en ese momento todos estamos esperando la representación del fondo del mar.

La vida submarina está bien realizada, se ve más colorida de lo que mostraban algunos avances, aunque debe luchar contra dos competidores temibles: la secuela de Avatar y (especialmente) el mundo submarino de aquella La sirenita. La decisión repetida de presentar a los animales en forma fotorrealista elimina la mayoría de las emociones que presentaban los rostros de los personajes originales, que intentan suplirlo mediante la voz. Cuando el nuevo cangrejo Sebastián (Daveed Diggs en la versión en inglés) canta la archiconocida “Bajo el mar”, no hay fauna marina tocando instrumentos musicales. Es simpática la coreografía de baile que se ve en pantalla, pero dan ganas de entrar a Disney+ y ver aquello que nos conquistó hace décadas.

Del Tritón de Javier Bardem y de la gaviota con la voz (en inglés) de Awkwafina no hay mucho para decir. Uno tiene pocas ganas de actuar y la otra parece salida de una película diferente.

Lo que parecía imposible de revertir, como cuando Cenicienta queda encerrada en su casa la noche del baile, tiene una redención. Dependerá del espectador el determinar si es suficiente para salvar la historia.

En primer lugar está Halle Bailey como la protagonista. Más allá de indignaciones teledirigidas en las redes sociales, la joven construye a una sirena con un poco más de temperamento que la original, algo que se siente desde el comienzo pero que se aprovecha en la segunda parte, en la que había mucho para crecer.

El romance de la película animada (que duraba 83 minutos frente a estos 135) estaba desarrollado de manera bastante apurada. Aquel Eric se enamoraba de aquella Ariel tan rápido como solamente se pueden enamorar las personas hegemónicas, y la película sufría por ello. En este caso hay tiempo para que los dos jóvenes disfruten el tiempo en común y construyan un sentimiento entre ambos. Que sean lindos los dos por supuesto que ayuda... aunque él es un poco pancho para mi gusto.

Ese coqueteo se da en el hermoso marco del reino de Eric, que en esta versión es una colorida isla caribeña. Allí es donde se dan las mayores innovaciones y donde la historia se atreve a competir y darle pelea a su antecesora.

Detrás de todo eso, por si no lo recuerdan, está la bruja Úrsula y su hechizo para darle piernas a Ariel a cambio de su voz. Melissa McCarthy no está tan mal en su papel, aunque le falta un poco de aquella energía malévola, eso que los yanquis llaman pizzazz. Y, para la cantidad de minutos de historia que se agregaron, la resolución de su conflicto podría haberse desarrollado algo más.

Es difícil pedirle riesgos a algo que funcionó tan bien. Marshall solamente puede mejorar aquello que era mejorable, y eso solamente ocurre por encima de la superficie del agua. Bajo el mar, mientras tanto, tendremos que contener la respiración y no pensar en comparaciones odiosas.

La sirenita, de Rob Marshall. 135 minutos. En cines.