“Crecí en una casa donde siempre hubo una discoteca y una biblioteca muy grandes”, dice el cantante, multiinstrumentista y disc jockey, ubicado cerca de una estufa salamandra en su living. Una psicodelia liviana y, más tarde, los golpes de batería de Ringo Starr, son la única música de una tarde de té.

“En buena medida esa discoteca la heredé”, agrega para empezar un relato de típica tradición familiar, cuya resolución más habitual incluye recuerdos vagos y cierto desdén de ajenidad.

Buscaglia sostiene que “los discos perfectos” no tienen más de 12 temas. Su discoteca personal, acondicionada con esmero entre dos parlantes grandes de reciente adquisición, siguió creciendo mientras se hacía músico y “rastrillando Tristán Narvaja” durante décadas. “Hubo un momento en qué empecé a achicarla hasta que la bajé a la mitad, entre los míos y los heredados. Empecé a regalar, vender, canjear”, relata. Su memoria, sin embargo, puede recrear cada surco y sus posibles ramificaciones.

“Siempre tuve un interés por los géneros musicales y las movidas, más allá de los artistas, pero en algún punto me di cuenta de que estaba acumulando demasiado y decidí quedarme con lo fundamental”, cuenta.

Foto del artículo 'Una monja australiana, John Lennon, Gilberto Gil y Urbano Moraes: fetiches e imprescindibles de Martín Buscaglia'

Otras dos decisiones recientes involucran su música: dejar de pasar discos en boliches y fiestas para retirarse en un buen momento –“los vinilos pesan demasiado”– y retomar su programa La Casa del Transformador para una cuarta temporada que comenzará en setiembre (hay otras tres, a las que se puede acceder en su página de Instagram).

“No me considero ni ahí coleccionista”, aclara el artista, convocado por la diaria a seleccionar algunos de los discos fundamentales de su vida y otros que ameritan su destaque, en categorías tan suyas como “discos que te hacen bien a vos”. La lista que sigue se completa con menciones especiales para la cantante británica Sade y la francesa Jeanne Moreau, el disco Calypso Is Like So..., del actor Robert Mitchum, y “Kronto”, un simple del grupo surinamés Happy Boys, entre muchas otras.

“Yo soy músico y mi enrosque pasa por aprender. Viste que una canción enseguida te lleva a otra, ¿no?”, advierte, y vuelve hacia el tocadiscos.

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Fire of God’s Love, de Sister Irene O’Connor (Philips, 1973)

Uno de mis fetiches más nuevos es el de los discos de monjas: un género con pocas joyas, pero las que hay refulgen. La hermana Irene O’Connor es australiana. Aquí la acompaña la hermana Marimil, filipina, que le pone unos efectos de voz y unas máquinas de ritmo.

Esto suena a una película de David Lynch.

¿Cómo llegaste a esto?

La cosa religiosa en el arte de la música siempre me interesó. Esto de la hermana Irene es una psicodelia por sobredosis de azúcar. Como la psicodelia de los Beach Boys, que eran tan palomas que se volvían locos y cada vez más extravagantes por el solo hecho de experimentar.

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Gil e Jorge, de Jorge Ben y Gilberto Gil (Philips, 1975)

Este disco lo grabaron en una noche en un estudio de Río de Janeiro. Son ellos dos con dos guitarras. Hay un percusionista y un bajista que suenan bien bajito en la mezcla. O sea, esos son los mejores músicos, los que no te das cuenta de que están tocando. Y si hacés música, los mejores son los que te hacen tocar mejor a vos.

Martín Ibarburu es un ejemplo de eso: cualquiera que toque con él saca su mejor versión, y eso te muestra que él es un crack.

¿Cuándo apareció este disco?

Estaba en casa en su versión simple. Este es el disco con el que más cuenta me doy de que aprendí a tocar la guitarra. Lo tengo re junado: el orden de los temas, todo lo que pasa, cuándo entra cada músico.

Tanto Gil como Ben están en un nivel de inspiración notable. Lo grabaron con herramientas que confluyen en un lugar, siendo músicos diferentes. Gil es mucho más sofisticado en los arreglos de voz y en cómo toca la viola, Ben es más intuitivo y es el rey de sacarle jugo a la escala pentatónica. Esto no es para todo el mundo, pero si entrás, es como una película: pasan cosas todo el tiempo. Son temas con muy pocos acordes, en un ámbito muy propicio para la improvisación, un género en el que podés hacer una brillantez o un embole. Gil tiene toda la cosa más jazzera y de la bossa nova, y Ben es más brutal pero las clava todas al ángulo.

Hay un disco mío, Somos libres [Bizarro, 2014], que lo grabé solo con guitarra eléctrica y también de forma medio espontánea, que está dedicado a Gil e Jorge. Este tipo de discos tienen una inteligencia que viene del cuerpo. De hecho, en el librito de Somos libres agregué un epígrafe de Clarice Lispector que dice: “Sólo me interesa lo que no se puede pensar, lo que se puede pensar es demasiado poco para mí”.

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Foto: Mara Quintero

Con este tipo de trabajos siempre me pregunto si los músicos piensan en términos de riesgo o si no lo tienen en cuenta para nada.

Para mí, no. Confían en la música. Si hay un lugar donde la vergüenza no puede tener cabida es en la cosa artística. El vergonzoso es el que se cree demasiado. Eso se ve, especialmente, en las expresiones artísticas que implican subirse a un escenario, como el teatro, la danza y la música. Al escritor nunca lo ves. La música se hace y se rehace cada día, y nunca es exactamente igual.

¿Cómo se hace para salir de lo que tenés incorporado?

Depende del músico que seas. Si sos un músico más libre, tal vez te haga falta meterte en una estructura, y en el caso inverso precisás encontrar la forma de romper eso que aprendiste. Creo que son cosas que no se pueden enseñar mucho. Ahora hay un auge de los talleres de composición. Tal vez algún día haga uno, pero la verdad es que hay una mentira ahí. Es imposible. No podés enseñarle nada a nadie de todo esto. Lo que se puede es ayudar a ver qué le falta y qué le sobra al músico.

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Caminar detrás, de Urbano Moraes (Perro Andaluz, 1992)

Esto es impresionante. El lado B de este casete es una joya gigantesca: Urbano en Búzios con el guitarrista Quique Azambuya. Tiene esto que no se aprende en ningún lado. Lo que pasa es que Urbano es un fuera de serie. Hay quienes creen, de forma errónea, que se pasa de no saber algo a saber algo, que ese es el trayecto en el arte. Y no. Después de que aprendiste a tocar un instrumento, o a cantar, ahí arranca la cosa y es cuando se pone bueno. Cuando tenés lo básico, ahí aparecen los mil matices de qué sendero tomar cada vez, ya sea tocar con total desparpajo o muy metido en una composición, hasta con quién hacer música.

Te podés estirar como un chicle, pero siempre volvés a tu esencia. De vos no te podés ir nunca, la cuestión es mantenerte conectado a esa esencia. Hay algo del despojo que a mí me llama mucho, te diría que cada vez más. Y estoy probando qué pasa.

John Lennon/Plastic Ono Band, de John Lennon (Apple, 1970)

John, Yoko Ono, Ringo Starr y el productor Phil Spector. O sea, con un combo pequeño daban en la misma diana que con una orquesta entera grabada en Abbey Road. Este es otro disco que me marcó. Minimalismo en su mejor expresión.

Me consta que hay muchos beatlemaníacos talibanes que tal vez no coincidan, pero para mí este es el único disco de un exbeatle que está al mismo nivel que Sgt. Pepper’s, Revolver, Abbey Road, Rubber Soul y el Álbum blanco.

Acá tenés “Mother”: Lennon grabó piano y guitarra, Ringo es una bestia y está Klaus Voormann en el bajo.

Que me demuestren qué otro disco de un exbeatle alcanza este nivel, y está hecho con la nada. Y ahí retomo lo del despojo.

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Foto: Mara Quintero

Decías que estabas probando.

Con mi música sentí esa necesidad más claramente cuando empecé a tocar con más gente, fue como salir de mí. Después hice ese disco solo con la guitarra, grabé otro con Antolín [Experiencias musicales, Los Años Luz, 2015], que fue como ponerme al servicio de otro, y ahora lo que estoy haciendo es girar sin guitarra.

Ya lo probé en España y en Argentina. Llego a los lugares y pido una guitarra, me presento, toco, devuelvo el instrumento y me voy con las manos en los bolsillos. Es muy fuerte lo que te pasa, es como una disciplina.

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Varios nombres, de Hugo Fattoruso (Orfeo, 1986)

De los mejores discos de la música uruguaya. Siempre tuve una gran afinidad con los instrumentistas y con esa forma de acercarse a la música. En este disco Hugo canta muchas canciones y usa unos arreglos muy sui generis. Es otro ejemplo claro, como el de Gil y Ben y el de Lennon, de cómo podés hacer una canción sofisticada que también sirva para cantarla en la ducha.

Esta es una época fascinante, marcada, entre otras cosas, por el regreso al país de Hugo y Osvaldo y por otros discos, como los de Pippo Spera. Jaime [Roos] siempre habla de lo que tocó Hugo en “Pirucho” [de Mediocampo, Orfeo, 1984) y que lo hizo en la toma cero. Pero eso Hugo lo hacía todo el tiempo en ese momento. Y acá te das cuenta de que también es un letrista increíble. Las palabras son las que tienen que ir con esas melodías. Hay una magia poética.

Lo que significó este disco para los músicos de esa época… Para mi generación fue Homework [Big World Music, 1997], otro disco de Hugo, que sacó diez años después.

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A tábua de esmeralda, de Jorge Ben (Philips, 1974)

Una cosa son los discos cruciales en tu vida. En mi caso, el de Gil y Jorge, por ejemplo, pero no es que lo escuche todo el tiempo, porque es muy intenso. Después están los que te acompañan siempre. Este es uno de esos discos.

Ben toca guitarra acústica acá, es un trabajo muy místico. Lo ponés para despertarte y arrancar el día, o cuando vas a salir de noche a agitar. Si estás triste, lo escuchás y funciona; y si estás feliz, también. No hay tantos de estos.

A mí me encantaría grabar discos así. Es una de mis aspiraciones. Discos profundos y livianos a la misma vez. Lo que pasa es que no alcanza con que te lo propongas. ¿Qué hago? No sé, tengo que ser yo lo más posible y distraerme de ese objetivo para dar en la diana. Creo que es la única manera. Pero se puede lograr. Es música, no matemáticas.

Martín Buscaglia. Este sábado a las 20.00 en el teatro Solís. Entradas desde $ 650 a $ 1.500 en Tickantel.