Los codirectores de la segunda película más taquillera de la historia acaban de estrenar una de las películas más caras de la historia, pero no está en ninguna sala de cine. Como ocurrió con De vuelta a la acción, la aventura protagonizada por Cameron Díaz y Jamie Foxx, la apuesta de Netflix por mantener o aumentar su cantidad de suscriptores hace que ciertos títulos estén exclusivamente en su catálogo, incluso después de haber desembolsado 320 millones de dólares.

De todas maneras, al mirar Estado eléctrico (The Electric State) uno no siente que haya perdido la oportunidad de pasar un buen momento fuera de casa. Porque la más reciente creación de Joe y Anthony Russo es un revoltijo de nostalgia retrofuturista con una historia inspirada en muchísimas cosas que ya vimos, pero sin ningún elemento original que la vuelva ineludible, dentro de lo “ineludible” que puede ser un entretenimiento de estas características.

Todo comienza en una versión de los años noventa agitada luego de una cruel batalla entre los humanos y los robots con inteligencia artificial. Que, en uno de los toques más interesantes de la trama, “descienden” de los animatrónicos de los parques de Walt Disney, así que son construcciones humanoides, muchas veces relacionadas a empresas y facciones de supuesta simpatía que recuerdan a los robots de, bueno, Robots, la película animada de 2005 dirigida por Chris Wedge, el mismo de La era de hielo (2002).

De ese enfrentamiento veremos muy poco, porque la acción transcurre a posteriori. Pero son tan particulares las características de este universo (el lore, que le dicen), que será necesaria una extensa explicación, una explicatón, para entender cómo se llegó hasta ahí. La victoria humana, por ejemplo, se basó en drones humanoides comandados a distancia, que luego se popularizaron y llevaron a que las personas dejaran las labores físicas a cargo de estas máquinas. Que, además, si no entendí mal, permiten tener una segunda actividad (mental) en ese rato, como un Severance de gente tirada en un sofá con casco de realidad virtual en la cabeza.

Esta tecnología tiene pocos opositores, entre ellos Michelle (Millie Bobby Brown), una adolescente que perdió a su familia en un accidente de tránsito, incluyendo a su hermano menor Christopher. El desencadenante de la historia será la aparición de un robot simpaticón modelo Cosmo, que habla con pedacitos de audios pregrabados como el Bumblebee de Transformers. El alma, o los impulsos eléctricos (dependiendo de tu cosmovisión) del joven Christopher, parece estar dentro de ese autómata, y la misión de su hermana será reencontrarlo con su cuerpo.

Si Stranger Things convertía la nostalgia en género, acá no alcanza con Millie Bobby Brown para obtener ese efecto. Hay citas a E.T. el extraterrestre (el primer encuentro entre Michelle y Cosmo), un granuja con corazón de oro que recuerda a Han Solo (Chris Pratt, contrabandista de chaleco negro) y una fascinación por los ochenta que solamente compite con Ready Player One. La otra gran referencia podría ser Tales from the Loop, pero aquí la conexión es obvia: la película y aquella serie de ciencia ficción están inspiradas en las creaciones de Simon Stålenhag. Todo queda en la superficie, y temáticas bien actuales como la libertad y los prejuicios son tratadas de forma de no ofender a ningún espectador de extrema derecha.

Las historias formulaicas se apoyan en la química entre los protagonistas, pero Pratt parece estar jugando de memoria a hacer del personaje que tantas veces le vimos interpretar, y la joven actriz que movía objetos con la mente en Hawkins, Indiana, no parece estar nunca a la altura de las circunstancias. Del lado del mal, Giancarlo Esposito sigue facturando con el malo calculador que vimos tanto o más que el granuja de Pratt, y Stanley Tucci sólo parece estar pensando en el cheque que cobrará cuando todo termine, si es que no cobró por adelantado.

Volviendo (justamente) al tema del presupuesto, se nota en la factura técnica del mundo de los robots, tanto en los diseños individuales como en los espacios que habitan. No así los drones humanoides, que recuerdan a Halo y a una cantidad de ficciones sobre exploración espacial. Es una pena que con todos estos elementos la fotografía de Stephen F Windon no logre elevarse sobre otras creaciones costeadas por bolsillos muchísimo más pequeños.

Como es costumbre en la era de los titulares listillos y vendedores, muchos de los comentarios acerca de Estado eléctrico refieren a la falta de vida de esta historia. Es difícil no darles la razón y uno extraña cada vez más a los hermanos Russo del mecanismo de relojería de Capitán América y el Soldado del Invierno o al menos los que nos manipulaban para emocionarnos al final de Avengers: Endgame. ¿Seguro que fueron estos dos?

Estado eléctrico. 128 minutos. En Netflix.