El estreno en julio de 2016 de la primera temporada de Stranger Things a través de Netflix disparó el ochenterómetro hacia valores nunca antes alcanzados. Medio mundo se enganchó con la ficción sobrenatural de los hermanos Duffer, mientras que la otra mitad se quejó de que estaba sobrevalorada, como de costumbre.

La historia de unos jovencitos que se topan con seres de otra dimensión y una niña superpoderosa no solamente estaba ambientada en los ochenta, sino que homenajeaba a diestra y siniestra a varias producciones fundamentales de la época, desde las películas de Steven Spielberg hasta las historias de Stephen King, todo musicalizado con los éxitos de aquellos tiempos.

Su éxito no hubiera sido tan masivo sin la ayuda de millennials y baby boomers, pero quedaba claro el público objetivo: nostalgiosos de treinta y largos, que ya no necesitan esperar el dinero de la mesada o vender limonada en la vereda para acceder al entretenimiento.

Claro que Matt y Ross Duffer (nacidos en 1984, por supuesto) no son los reyes de la originalidad. No solamente por la cantidad de referencias en su obra, sino porque ni siquiera fueron los primeros en ordeñar el ochenterismo en los últimos tiempos.

Una gran cantidad de propiedades intelectuales de aquella época llegaron al cine con resultados decepcionantes de crítica y en ocasiones de público, como Transformers, G.I. Joe o Jem. Curiosamente, estas tres series cosechan halagos (aunque muchísimos dólares menos) en el mundo del cómic. Entre aquellos que se reinventaron para las nuevas generaciones en la televisión está la nueva serie de Mi Pequeño Pony y la remake de Patoaventuras.

Como la segunda temporada de Stranger Things no logró repetir el suceso de la primera, el ochentómetro estuvo en calma hasta la semana pasada, cuando su agujita volvió a picar bien alto gracias a uno de los referentes de aquella era: Steven Spielberg (tal vez lo conozcan por películas como Indiana Jones y los cazadores del arca perdida y E.T. el extraterrestre).

Lo que el rey Midas del cine se traía entre manos era Ready Player One, la adaptación de la novela homónima de Ernest Cline, quien podría ser acusado de subirse al tren de la nostalgia, de no ser porque la editó en 2011.

La historia de Cline enganchó desde el primer momento en el papel: en un futuro cercano, los seres humanos dedican largas horas del día a interactuar con otros seres humanos a través de una comunidad virtual. No se llama Facebook sino OASIS y no consiste en fotografías de gatitos y textos reaccionarios, sino que uno se pone los lentes de realidad virtual y se sumerge en uno de tantos infinitos mundos en los que podrá bailar, practicar deportes de riesgo y sí, también intercambiar fotografías de gatitos y textos reaccionarios. Pero ese no es el punto.

El Mark Zuckerberg de OASIS se llamaba James Halliday. En su testamento reveló que aquel universo digital escondía una serie de pistas para llegar a un tesoro: las llaves de la empresa que controla OASIS. El problema es que Halliday era fanático de las aventuras gráficas y los RPG de su niñez, que eran demasiado complicados para la gente del 2040. Así que pasaron los años y el mundo se olvidó de aquel desafío.

La película y el libro comienzan un tiempo después, cuando el joven Wade Watts (Tye Sheridan) descubre cómo superar el primer desafío y espabila a aliados y a villanos, como el poderoso y ochentosamente malvado Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn).

Spielberg combina su maestría como director de cine con las nuevas tecnologías para crear un OASIS tan plausible como trepidante, incluyendo escenas de acción que dejarán al espectador aferrado a la butaca del cine. Y los avatares de los protagonistas zafan con mucha calidad del “valle inquietante” (ese escozor que nos da cuando un robot o un personaje animado es demasiado parecido a un humano y a nuestro cerebro no le gusta). Cuesta un poquito más acostumbrarse a las actuaciones en el mundo real, sobre todo la del protagonista. Por suerte, cada vez que se calce el traje especial todo volverá a estar bien.

Parte del gancho del texto original, y que años más tarde se volvería en su contra, es la forma en la que la historia está plagada de referencias a los ochenta. Cline tiene la excusa perfecta dentro del libro: Halliday recuerda su infancia como el período más feliz de su vida y por ello quedó un pelín obsesionado con esa década (¿les suena?). El conocimiento enciclopédico de aquellos años será fundamental para resolver las pistas que dejó. La película incorpora alguna cosita de los noventa, pues desde 2011 hasta ahora muchos noventeros también lograron la independencia económica.

Si la acción nos abraza (y nos abrasa) los ojos, y la aventura funciona como lo haría en Los Goonies, hay un elemento que la película no logra rescatar del texto original y que hubiera sido muy difícil de hacerlo en menos de dos horas. Los desafíos de Halliday se desarrollan en la novela al ritmo de los juegos de computadora que nos consumían durante tardes enteras. Aquí, más que una aventura gráfica al estilo LucasArts, tenemos una cacería del tesoro como las que hacían en los campamentos un sábado de tardecita.

Aprovechen para ver a Spielberg haciendo de las suyas en una pantalla lo más grande posible, fíjense si los engancha lo suficiente como para leerse una novela de aventuras y diviértanse encontrando a los personajes conocidos que aparecen a diestra y siniestra. No es ni más ni menos que la gracia de la historia.

¿Dónde está Wally?

Algunos cameos serán más fáciles de encontrar que otros. Una escena entera gira alrededor de una icónica película de 1980, mientras que Wade Watts conduce uno de los vehículos más famosos para viajar en el tiempo y se topa con un par de criaturas gigantes muy conocidas del séptimo arte. Sin embargo, aquellos que estén más atentos podrán descubrir participaciones especiales de personajes de videojuegos, películas de terror y cómics de superhéroes (al tratarse de una película de Warner Bros., los íconos de DC Comics están bien representados). Y hasta habrá tiempo para utilizar un arma salida de Monty Python and the Holy Grail.