El inside de rugby que de golpe, como un rayo o como un aviso de que sacudiría la Tierra para hacer revoluciones, corría hacia un costado, atrapaba un inhalador, capturaba aire o alma o vida, y en algún lugar de sus fibras de deportista le sacaba la lengua al asma y seguía, seguía y seguía jugando.
El adolescente que se pagaba dos o seis veces la entrada para enfocar al matrimonio que los acróbatas contraían con la ley de gravedad, que se aprendía movimiento por movimiento con la precisión con la que bastante después retrataría sus sueños de libertad, que se arrimaba a un espacio pequeñito y peligroso de las aguas de la provincia de Córdoba y que, copiando a los acróbatas, se tiraba al punto exacto, en una proeza doméstica acaso anticipatoria de otras más bravas que acrobáticas de las que se enteraría el planeta.
El argentino que se volvió emblema de Cuba, justo de Cuba, un país que escuchó nombrar y que se convertiría en rumbo cuando en una tarde de ajedrez en la que le avisaron que el mejor de los mejores en esa pasión muy suya se llamaba José Raúl Capablanca y había nacido en Cuba.
El muchacho que cumplió el sueño de tantos muchachos, no sólo porque transformó un mundo que merecía ser transformado, sino porque ‒sueño menor al lado del otro sueño‒ salió como un joven y como un héroe arriba de la moto que usó en uno de sus viajes inaugurales, en pleno 1950, en las páginas con las que a cualquier argentino le era imposible no soñar, dormido y despierto: las páginas de la revista El Gráfico.
El estudiante que iba detrás de la medicina no por ser médico, sino porque le importaba la condición humana y quien, porque le importaba la condición humana más que la medicina, se instaló durante su viaje más mítico y latinoamericano en Leticia, un rincón de Colombia, y jugó al fútbol y se revolcó de poste a poste imitando sin brillo a los arqueros que eran buenos y atajó un penal “que va a quedar en la historia de Leticia”, como dejó anotado en un diario de viaje en el que empezaba a advertirse que la historia le haría sitio, un sitio grande, por más cuestiones que por ese penal.
El amigo de Alberto Granado, que escuchó de ese amigo la advertencia de que para integrarse al rugby de Estudiantes de Córdoba había que saltar por arriba de un palo y caer con el hombro, en un ritual que espantaba a muchos aspirantes, y que, con una osadía que ya no se le fugaría nunca, saltó una vez, saltó otra vez y saltó tantas veces que hubo que pedirle que, destartalado como estaba, frenara de saltar y de saltar porque si no lo frenaban aún estaría saltando.
El vencedor de ese desafío de saltos iniciáticos que se sumaba a los entrenamientos sin escaparle a ningún rigor del cuerpo, pero que elegía aprovechar los breves descansos para acomodar los huesos debajo de uno de los dos faroles del campo, no para ver y tampoco para que lo vieran y sí para amarrar un libro y, en plena noche de rugby, disfrutar de leer.
El ministro de Industrias de Cuba que en un partido de fútbol sin magias de Maradona o de Messi, pero al cabo un partido, hizo de arquero y no de ministro y despatarró lógicas y convenciones y asombros, porque se lanzó a los pies de un delantero que, pasmado, no tuvo otro remedio que dejar la pelota en las manos de ese arquero, que sería muy ministro pero no por serlo se permitía hacer nada a medias, así nomás, como si no importara.
El rosarino que juntaba figuritas con los hermanos, el hincha de Rosario Central, el niñito que aprendió golpes de golf en Alta Gracia, el cronista de rugby en una revista a la que llamó Tackle y en la que firmó como Chancho, el enérgico jugador que mereció el apodo de Furibundo Serna y luego ‒para ahorrar saliva‒ se transformó en Fuser, el reportero gráfico de los Juegos Panamericanos de 1955, el persistente ajedrecista que en la Cuba de las revoluciones se le animaba a los maestros grandes, el deportista asmático más notorio de la historia aunque esa notoriedad no deviniera ni del asma ni del deporte, el símbolo del rostro que flamea en las tribunas de tantas geografías, el jugador que en cada instante jugó exactamente a su manera.
El Che del deporte, siempre el Che.
Siempre él
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