Tres símbolos ahora en la Plaza Roja: la catedral de San Basilio, el Kremlin y la bandera del Tamworth Football Club. Tres asombros ahora en la Plaza Roja: un argentino, un uruguayo y un uzbeko no orientan las pupilas rumbo a la seductora San Basilio o hacia el inacabable Kremlin sino a la bandera, más pequeña y menos famosa, del Tamworth Football Club. “Lo que puede el fútbol”, musita el argentino. “Eso mismo”, le responden los otros dos.

Nada como la bandera del Tamworth Football Club transparenta en el escenario más emblemático de Rusia el dato de que este miércoles, con los pies, con la cabeza, con la camiseta y con el alma, Inglaterra jugará una de las semifinales del Mundial 2018 frente a Croacia. Y si nada cumple ese papel, eso sucede por dos razones: 1) hasta veinticuatro horas antes del partido y a diferencia de lo ocurrido en otras competiciones, la presencia de ingleses no resulta masiva; 2) esa bandera sintetiza la mística entera del fútbol de Inglaterra.

Fundado en 1933, participante de los torneos de la Conferencia Norte, bastante lejos del show trasnacionalizado de la Premier League, la presencia del Tamworth porta justo lo contrario a ese show trasnacionalizado: el club como unidad de lealtades, la identidad con el juego, la llave que abre las puertas hacia ese pasado en el que los ingleses patentaron la modernidad de la pelota. Todo eso está en los libros de historia social británica o en las memorias de un fútbol de alto arraigo, pero, sobre todo, se nota en los ojos de los que pasan por allí y prefieren concentrarse en la bandera antes que en el Kremlin o en San Basilio. En esos ojos, sean ingleses o sean de cualquier otra geografía, hay una combinación de simpatía y de respeto.

“Amo a Rusia”, dice Adam, uno de los hinchas del Tamworth que sostiene a la bandera desde un extremo y que cuenta, con una sonrisa que va de parietal a parietal, sus últimos 25 días en el país en el que Inglaterra respira como semifinalista. “No tuvimos un solo problema”, precisa, y si hace eso es porque su experiencia contrasta fuertemente con un discurso sostenido con potencia en su tierra que desalentó la venida a alentar a la selección. Otros hinchas, aunque no del Tamworth, caminan cerca de la bandera y confirman que el suelo del Mundial viene siendo generoso con ellos y no sólo en el deporte.

“Desde hoy existe alguna posibilidad de que los volvamos a querer”, ironiza, aunque no pegado a los oídos de Adam y desde luego que sin bronca hacia los hinchas, un señor ruso y encanecido que refiere a la noticia diplomática de la jornada. En su teléfono móvil se lee en cada idioma que Boris Johnson acaba de renunciar como canciller británico y se detalla, además, que las políticas del funcionario saliente no endulzaron los lazos entre Londres y Moscú. “Ya verá cómo ahora vienen más ingleses”, vaticina.

En la Plaza Roja, los ingleses que esperan la semifinal conversan bastante más sobre el talento de Luka Modric, figura de Croacia, que sobre política internacional. Aun así, ninguno ignora que la saga antirusa de Johnson incluye una comparación del premier Vladimir Putin con un personaje no exactamente brillante de Harry Potter y otra de Rusia con la Esparta “cerrada, cruel, militarista y antidemocrática”. El otro paralelismo perturba todavía más a los rusos encandilados con que sus canchas alberguen el más estruendoso de los campeonatos: Johnson asoció los propósitos propagandistas de la Rusia del Mundial con la Alemania hitlerista de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936.

De cualquier manera, nadie defiende mucho ni nadie ataca mucho a Johnson en estas horas en la Plaza Roja, cerca del Kremlin, de San Basilio o de la bandera de Tamworth. Las estrategias del director técnico Gareth Southgate. Nadie y eso que algún inglés fija la atención en otra bandera, celeste, blanca y celeste, que incluye los rostros de Lionel Messi y de Diego Maradona. Contra lo que supondría una mala mitología de los mundiales, ese futbolero no sólo no conserva enfados por los dos goles de Diego en los cuartos de final de México 86. Además, repele cualquier crítica eventual -igual que a Messi- y afirma que los cracks siempre son cracks.

Señoras y señores con los atuendos del Manchester United, del Liverpool o del West Bromwich Albion Football Club se mezclan sin ser mayoría con los otros turistas de la Plaza Roja, algunos que permanecen por el Mundial, otros que forman parte de las nuevas oleadas que acuden a verificar si Moscú está tan bonita como cuentan por ahí. “Vendrán muchos más para la semifinal”, augura un periodista de un diario inglés tradicional que atribuye la ausencia de más seguidores de Inglaterra a que les falta dinero para instalarse durante varias semanas a tantos kilómetros de sus casas. Algunos cálculos de estas horas estiman que la búsqueda de pasajes desde Inglaterra hacia Rusia se incrementó en el 700 por ciento. “Los medios y los políticos hicieron más que la economía” contrapone otro inglés al que se le plantea la hipótesis de aquel cronista. Está ataviado con el celeste del Manchester City, asegura que se mueve por Rusia desde el debut de su equipo frente a Túnez y que lo único que colecciona son momentos buenos y suspende rápido sus consideraciones políticas porque lo tienta más elogiar y escuchar elogios para su equipo y para el entrenador Pep Guardiola.

David Goldblatt, sociólogo inglés, escribió un librazo que se llama “El partido de nuestras vidas” en el que piensa estructuras, transformaciones, negociados y pertenencias del fútbol en su patria. Curiosamente (o no), ese abordaje lo obliga a revisar el rol de los megamillonarios rusos que hoy son dueños de algunas viejas instituciones del deporte justo en Inglaterra, más acá o más allá de un Mundial o del renunciante Johnson. Ese trabajo evita los atajos simplistas y modela una construcción intelectual para comprender por qué alrededor de los goles se genera todo lo que se genera. Una de sus conclusiones es una brevedad: “Sin hinchas, el fútbol es nada”. Debe ser por eso que, aunque la catedral de San Basilio mejora las bellezas de este planeta y aunque el Kremlin impresiona desde cada ladrillo, la Plaza Roja luce como el más convocante de sus focos a la noble bandera del Tamworth Fútbol Club. Lo corroboran el argentino, el uruguayo y el uzbeko que, cerca de esa bandera, no pueden ni quieren dejar de mirarla.