Fue un periodista uruguayo que a esta altura es viejo, pero se graduó de sabio mucho antes de ponerse viejo, el que nos lo dijo. Nos dijo que María Esther Gilio entrevistaba como los dioses. Resultó imposible verificar si los dioses existen, pero no costó nada comprobar que Gilio, periodista, uruguaya, abogada, más de una vez exiliada, increíble, entrevistaba como los dioses. Y que lo hacía porque conversaba como los dioses, y porque oía como los dioses, y porque escribía como los dioses. Y porque lo que conversaba, lo que oía y lo que escribía quedaba articulado en textos con los que las personas y los dioses, si entendían cuánta magia cabe en la lectura, podían hacerse un festival.
“Cuénteme de su infancia”, le sugirió, amable, irrechazable, a Jorge Luis Borges:
—Cuando chico era bastante jinete, bueno como todo el mundo.
—Como todo el mundo que pertenece a su clase.
—¿Ser jinete?
—Seguro, los chicos no son jinetes salvo que sean del campo o de clase alta. Los chicos de la ciudad juegan al fútbol.
—Eso es verdad, pero cuando yo era chico la palabra fútbol era desconocida salvo en los colegios ingleses. En cambio a casi todo el mundo le gustaban las riñas de gallos.
Es cierto que casi todos sus trabajos, desde que empezó a hacer y a hacerse preguntas con forma periodística en la mitad de la década del sesenta, no tuvieron que ver de manera directa con el deporte. Y que no son deportivos, desde luego, sus magistrales libros La guerrilla tupamara (1970) o Pepe Mujica: de tupamaro a ministro (2005). Sin embargo, para los que, como aquel periodista uruguayo o como muchos amigos, saboreamos en especial la referencia deportiva, resulta una delicia leer cómo Aníbal Troilo le susurra: “En 1929 ya tenía orquesta propia. Tocaba en el cine Medrano. La de jazz era de Tanturi. Me acuerdo porque en el ‘30 fue el mundial de fútbol. Yo soy de River”. O cómo permite que se cuele el fútbol en sus charlas con forma de libro con El Cholo González, “un cañero de Bella Unión”. O como el militar José Luis D'Andrea Mohr le desliza: “Yo aprendí a andar a caballo, a boxear, a fumar, a hacer esgrima y a tirar en los cuarteles”. Y cómo ella, orejas abiertas a los otros y dedos listos para lanzarle revelaciones sencillas al mundo, percibe y cuenta que en esas pequeñas claves están las identidades de un individuo.
De la inacabable colección de entrevistas de Gilio con anónimos y con notorios, el interlocutor más mítico fue Juan Carlos Onetti, escritor grandioso, uruguayo como ella, genial como ella. Del vínculo entre ambos se predicaron muchas cosas. De tantos y tantos diálogos, queda una perlita futbolera que la propia Gilio develó así:
“(El actor italiano, Vittorio) Gassman se preguntaba a sí mismo qué personajes públicos admiraba y él mismo respondía: 'Admiro a Saul Bellow y a Elsa Morante, a Ricardo Mutni, al novelista Onetti y al futbolista Platini. A mi jardinero setentón que se llama Armando, al Sai Baba, a Lucio Lombardo Radiccia, a Ella Fitzgerald, a todos los científicos y también a algunos periodistas'.
—Veo que esta declaración de Gassman te alegra.
—Sí, me gustó eso de estar junto al futbolista Platini. Me llena de ilusión la idea de que un día, cuando hasta vos estés muerta, seamos “el futbolista Onetti y el novelista Platini”. Porque con el correr del tiempo se van a entreverar los términos y no faltará alguno que diga: 'Aquel gol de Onetti... ¡Inolvidable!'”.
A Platini no lo entrevistó Gilio, pero sí a unos cuantos boxeadores, varios de ellos argentinos y, en un intercambio más sabroso que ninguno, a Ringo Bonavena. El desenlace de esa pieza merece relucir en la historia del periodismo, de la entrevista, del boxeo, de Bonavena, de Gilio y de la condición humana:
“Venga que le voy a mostrar la casa que le regalé a mi vieja”. Me la enseñó paciente y ordenadamente, explicando las mejoras, los arreglos, los costos. La madre nos seguía ensimismada a ambos —la casa y Ringo— mientras sonriendo, asentía con la cabeza. Ringo se detuvo de pronto, y señalando con aire severo un saco que ésta llevaba puesto dijo: '¡Mamá!, ¿no te dije que ese saco lo tiraras? ¡Dámelo!' Con el gesto de estar partiendo una hoja de papel lo abrió de lado a lado y riendo se lo puso al perro de bufanda. 'No —dijo la madre— es lindo porque con la calor...'
—¡Vieja! ¡No se dice 'la calor'! El calor, el calor. No me haga pasar vergüenza delante de la uruguaya. Ninguna vergüenza campeón, ilustre imagen de antiesnobismo, seguro huésped al Reino de los Cielos”.
El 27 de agosto de 2011 y a los 83 años, Gilio se murió, llevándose su arte para estar cerca de los otros y dejando una obra que ninguna muerte puede eliminar. La noticia nos la dio aquel periodista uruguayo, que, consecuente no sólo en este tema, repitió el concepto de que esa mujer entrevistaba como los dioses.
Verdad absoluta: entrevistaba como los dioses. Y verdad a la que hay que agregarle otra verdad: los dioses, si son dioses, seguro hubieran querido que ella los entrevistara.