Viernes 7 de agosto

Hola, pa:

Hoy en la escuela me salieron bien todas las operaciones. Hasta las divisiones de dos cifras, que ni siquiera Nicolás ‒el mejor de la clase‒ pudo hacer. Llegué a casa corriendo para contarte, pero mamá me dijo que mejor te lo escribiera, que no estabas de humor. No tengo muy claro qué quiso decir con eso. Capaz es que de vuelta estás triste porque hace tiempo que no mojás. Vos decís que es porque estás viejo; yo creo que te está faltando un poquito de suerte nomás. Porque nunca vi a alguien entrenar tanto como vos: todos los días, todo lo que podés.

Para la prueba de hoy, yo también tuve que entrenar muchísimo. Las matemáticas me aburren más que tender la cama. Pero mamá me contó que a vos antes no te salían bien los tiros de esquina, que pasaste mucho tiempo practicando para mejorar y que yo tenía que hacer lo mismo. Así que entrené. Como vos: todos los días, todo lo que pude.

Mañana vamos a ir a verte a la cancha. Ojalá metas un gol. Así festejamos juntos con coca y bizcochos.  

Lunes 10 de agosto

Papi:

El partido fue una injusticia. El señor de boina sentado al lado mío en la tribuna gritó que el juez era un ladrón y que el partido estaba comprado. Yo sé que a vos no te gusta que insultemos ni que les digamos cosas feas a los demás. Pero si ese juez no era ladrón, entonces era ciego. No sé cómo no vio la patada en la canilla que te encajó el defensa de Cerro Largo. Eso era penal, acá, en el patio de la escuela, en el Mundial y hasta en los cuentos de Soriano que nos leías cuando éramos más chicos. 

De mañana, antes de salir para la cancha, con Juan fuimos a comprar bizcochos para poder festejar de tarde. Mamá nos dio permiso y 200 pesos. Fuimos ricos: compramos margaritas, bizcochos de dulce de leche, de queso y hasta los rellenos de jamón que creo que sólo te gustan a vos.

Después del partido, llegamos a casa y vos seguías en el hospital. No sabíamos qué te había pasado y no queríamos verte triste cuando volvieras. Pensamos que lo mejor era que ni siquiera supieras de los bizcochos y nos los comimos todos. Yo me comí cuatro de queso y dos margaritas, y Juan se encargó de terminar los de queso y los de dulce de leche. Además, perdió en el “piedra, papel o tijera” y se tuvo que comer los tres de jamón que te habíamos comprado.

Mamá fue a buscarte al médico. Llegaron a casa tarde y con unas pizzas que habían comprado en el camino. No teníamos nadita de hambre, pero como no queríamos contarte lo de los bizcochos, nos comimos toda la pizza calladitos la boca. Creo que ninguno de los dos pudo dormir del dolor de panza.  

Miércoles 19 de agosto:

Pa:

Es raro verte en casa tanto tiempo. Por lo general vas a la práctica, al gimnasio y después siempre tenés que ir a ver a la nutricionista o al kinesiólogo. Pero desde que ese defensa te reventó la canilla y tenés que andar con yeso, estás todo el día en casa.

No me tomes a mal, nos encanta que nos juegues al ludo y a la canasta. Mi momento favorito fue cuando Juan se enojó porque yo había ganado, tiró todas las cartas al piso y vos las empezaste a patear, con la pierna enyesada, como si fueran pelotas pinchadas.

Pero te falta algo. No sabemos bien qué es. Mamá nos explicó que extrañabas ir a entrenar con tus compañeros y que tus músculos extrañaban el movimiento. Pero para mí te falta algo en la cara. Le dije a Juan que creía que lo que te estaba faltando era luz, y él me dijo que no fuera tonta, que las caras nunca tienen luz.  

Viernes 28 de agosto:

Hola, pa:

Hoy en la escuela tuve un pequeño problema. Nicolás, que todavía sigue enojado porque a él no le salen las divisiones de dos cifras, se quiso hacer el vivo y me dijo: “Decile a tu papá que se apure en volver, el suplente es todavía peor que él. Pensé que era imposible que alguien fuera más malo. Pero sí, es más horrible que tu viejo”.

Y acá, papá, te pido perdón. Vos nunca pegaste en un partido. O por lo menos no desde que te vamos a ver Juan y yo. Siempre fuiste de los que separaban y se llevaban al que estaba por pegarle al otro bien lejos del problema. Pero yo no soy tan grande todavía. No me aguanté. Tiré una patada voladora de esas que a los jugadores les cuesta una roja directa y le di a Nicolás en la mitad de la panza.  A mí me costó una semana sin recreo y un buen rezongo de la maestra, la directora, de mamá y de la abuela.

Por suerte mañana ya te sacan el yeso y volvés a entrenar. Así al fin les podemos cerrar la boca a todos. Porque yo sé que a vos también te llegaron comentarios feos. Ana, en el recreo, me contó que su mamá la deja ver Twitter y que había cosas escritas ahí mucho peores que las que dijo Nicolás.  

Martes 8 de setiembre:

Mirá, papá:

Yo ya volví a tener recreo y, como la maestra de Juan lo agarró copiando en una prueba, mamá se olvidó de todo el tema con Nicolás. Vos ya estás entrenando de nuevo. Nos explicaste que no estás practicando igual que tus compañeros, que te hacen ejercicios diferentes, y que todavía no estás ni cerca de probar de patear al arco. 

Pero te pido por favor: ponele un poquito más de ganas. Juan me dijo que descubrió qué era lo que te faltaba, te falta ser vos. Estar contento, preguntarnos cómo nos fue en la escuela, contarnos los detalles de la práctica y adelantarnos tus sospechas del equipo titular del fin de semana. Desde que el jugador de Cerro Largo te rompió la tibia ‒así me dijo la maestra que se llama el hueso largo de la pierna‒ también se te rompieron las ganas de estar en casa. Ya no nos jugás ni al ludo ni a la canasta. No cocinás con mamá. No hacés chistes. No nos contás cuentos los fines de semana. Ni siquiera comés bizcochos de jamón.

Lo peor es que no nos jugás más los clásicos dos contra uno de los domingos de noche. Dejaste de armar el arco de championes para que Juan y yo pudiéramos eludirte y meterte goles. No es que esperemos que patees, porque bueno, te estás recuperando. Pero tampoco fue que te rompieron las manos. Por lo menos podrías hacer de golero.     

Viernes 25 de setiembre

Papi:

Casi que nos habíamos quedado sin ideas. De verdad, todos. Hasta el técnico que vino a casa el otro día para hablar con mamá. Dijo que no estabas ni intentando patear al arco en las prácticas y eso que ya estabas haciendo práctica normal.

“Si sigue así, no le van a renovar el contrato”, dijo Tomás. “Te aviso, Laura, porque ya no sé cómo más hacérselo entender a él”.

Tuvimos una reunión secreta mientras vos no estabas. Nos juntamos Juan, mamá y yo a tomar coca cola y pensar ideas. A la segunda botella apareció la inspiración.

Llegaste y te dije que Nicolás me había desafiado a un campeonato de penales. Un uno contra uno, en la mitad del recreo, en frente a toda la escuela. Tuve que ponerle un poco de color para que te la creyeras. Creo que te convencí cuando te conté que dijo que “los varones siempre juegan al fútbol mejor que las nenas” y que Juan había tenido que cincharme fuerte de la túnica para que no le diera otra patada voladora.

Así que te pedí que me enseñaras a atajar. La verdad es que soy bastante buena pegándole a la pelota. “Lo que se hereda no se roba”, dice siempre la dinosaurio de la directora. Pero la pelota se me escapa de las manos casi como si estuviera enjabonada.

Me miraste con cara de “qué pesada” y le pediste a Juan que me enseñara. Así que allá fuimos. Armamos un arco de championes en el fondo y Juan se esforzó en tirar todas y cada una de las pelotas a la casa del vecino. A la cuarta vez que tuviste que ir a pedírsela, le dijiste que mejor empezabas a patear vos.

Tus primeros cinco o seis tiros dieron lástima. De verdad. Creo que si Juan hubiese querido los habría pateado mejor. “Dale, papá, ¿eso es lo mejor que tenés?”, te grité un poco de atrevida, copiando lo que alguna vez escuché en las gradas. Te enojaste, no me lo quisiste decir, pero te lo vi en la cara. El siguiente zapatazo salió fuerte y contra el champión derecho. Imposible que lo atajara. Pero igual me tiré de cara al pasto con toda la mímica que le había visto al golero de tu equipo a lo largo de los años.

Algo te cambió. Le volvió la luz a tu cara. Los cachetes se te empezaron a poner colorados, vi cómo te transpiraba la frente y cómo se te dibujaban en los ojos los dos palos y el travesaño que no teníamos en casa. “Misión lograda”, pensé. Y después me seguí tirando contra cada champión para intentar atajarte los mejores golazos que te había visto hacer en mi vida.  

Domingo 27 de setiembre

Papá:

Te voy a contar un secreto. El técnico no te quería poner. Quedaban diez minutos y seguían cero a cero con ninguna señal de que fueras a salir del banco. Con Juan nos acercamos, en silencio y sin que nos vieras, y le pedimos al profe que llamara a Tomás. “Ponelo, aunque sea unos minutos”, le dijimos. Nos dijo que no. Un no rotundo. Juan, boca suelta como es, le dijo: “Vas empatando cero a cero, ¿qué carajo es lo peor que te puede pasar?”.

Y entraste. Con los cachetes colorados, con el brillo en la frente y con el arco dibujado entre los ojos. Entraste. Eludiste al zaguero con una mezcla de clase y suerte y no dudaste: pateaste. Con la pierna rota, con la que había estado enyesada, con la que a veces te duele los días húmedos. Pero pateaste. Yo podría haber atajado mejor que el golero del equipo contrario. Pero no importa, porque lo que importa es que entró. Entró y se acabó tu cara larga, tu mufa, tu mala suerte, tus pocas ganas.

Por un tema de cábala no habíamos comprado bizcochos esta vez. No hay que invocar a la mala suerte tampoco. Pero quería que supieras cuánto habíamos pensado en vos. Así que se me ocurrió dejarte estas cartas acá escondidas en tu placar. Para que las encuentres la próxima vez que te olvides de cómo patear.

Valen.