En Colón nos conocemos todos. Es algo que siempre decimos. Cuando nos cruzamos con alguien del barrio, por las calles de la vida, es un momento que trasciende. Alguien nacido en aquel barrio del noroeste de Montevideo, que surgió como hogar y reposo de la oligarquía del siglo XIX y que hoy en día es el refugio para reposo de trabajadores que se dividen entre los que viven en casas, ranchos o complejos de viviendas, tiene un pedazo de identidad particular. El barrio como pequeña patria.
Los complejos de viviendas, hijos de la necesidad y de una crónica ausencia de soluciones habitacionales, se construyeron en la década del 70 y fueron una forma de realojar de distintas formas a los viejos vecinos de los barrios céntricos que fueron expulsados hacia la periferia de Montevideo.
A mí me tocó caer con siete años al barrio. Entre el aroma a eucalipto de los campitos, la tierra del cantegril y el cemento de los monoblocks construí el relato de mi niñez, que es un poco el prospecto de la vida. También me tocó caer en un complejo habitacional como el que vivía Santiago Morro García, pero más allá, a un campito de distancia.
Además, en el Complejo América, que hasta prestador de televisión por cable propio tenía, vivían miles de personas, mientras que en el mío sólo unos cientos. En ese embrollo de chapa, cemento y campitos nacieron futbolistas que fueron niños que compartieron tardes de escuela, liceo y fútbol por todo el barrio. Así, pasada la adolescencia fui armando el equipo de los pibes del barrio que llegaron a primera. Gozaba sus goles, los disfrutaba con ese orgullo de que ese mismo que estaba en la tele había compartido un banco de liceo, un picadito, una muchacha que nos gustaba, un amigo en común.
Seguí el ascenso de Racing en 2008 y grité los goles de Sebastián Hernández, futbolista formado en Nacional como Santiago. Se me llenó el pecho con Christian Keke Almeida y con Diego Didí Zabala, y también con los más grandes como el Pájaro Mauricio Prieto y Damián Frascarelli, con el recuerdo de la madre, que nos echaba de abajo de los edificios cuando peloteábamos hasta que se agotaba el sol.
Pero el Morro era la estrella del barrio. Apenas tenía 17 o 18 años y todos los pibes estaban pendientes del futuro del crack. Atrás habían quedado ya sus pasos por los pozos del césped de la cancha de Libertad Washington.
Ya en quinta división era sensación y lo miraba en el baile del barrio, o por el centro del complejo, o yendo a policlínica, como la estrella del barrio que era.
El tiempo pasó, el Morro brilló pero tuvo una caída en su carrera, y entonces nos volvimos a encontrar en el Parque Saroldi, cuando su brillante paso por nuestro River Plate le permitió su renacer como futbolista, su crecimiento como persona y como papá.
Me volví a encontrar con esos amigos del barrio que lo acompañaban desde hacía años. Santiago estaba en un renacer de su carrera. Después llegó su mejor momento en Mendoza. Otra vez fue el crack del barrio. Nacido en 1990 igual que yo, con amigos en común, clásicos entre La Planta y El Bajo, seguramente con muchas tardes de calor o noches frías de neblina compartidas, el Morro hace unos días se bajó del equipo de mi barrio.
Es una gran tristeza que nos cuestiona. Nos cuestiona como vecinos y como protagonistas del fútbol, como deportistas, como intermediarios, como comunicadores. Las esquinas del éxito y la fama son peligrosas, y hay que llegar de ojos bien abiertos para evitar el choque, el golpe, el engaño. Debemos reflexionar sobre qué significan el éxito y el fracaso, y sobre los mensajes que transmite el deporte de competencia.
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