Es el domingo a las 17.00 en el estadio Juan Antonio Lavalleja de Minas. Ese día, a esa hora y en ese lugar, así como detrás de miles de televisores y radios, el mundo, el subjetivo recorte de mundo que en Uruguay son los departamentos de Lavalleja y San José, se encapsulará en una cancha de fútbol entre las sierras, en donde se habrá de definir una edición más de la Copa Nacional de Selecciones, el campeonato del interior, el máximo lauro al que pueden aspirar los futbolistas institucionalizados en la Organización del Fútbol del Interior (OFI).

El domingo en San José de Mayo, Lavalleja obtuvo una gran victoria de visitante con un gol postrero del histórico Andrés Berrueta, que como se fue expulsado no podrá estar en esta final de vuelta. En San José no podrá estar Mauro Portillo por haber llegado al límite de las tarjetas amarillas.

La final se decide por puntos y no se aplica la diferencia de goles, o sea que si gana Lavalleja o empatan, cerca de las 19.00 estarán atronando los fuegos artificiales en la histórica capital minuana, pero si el ganador del partido es San José, se jugará un alargue de 30 minutos que hará las veces de tercer partido y que, si no tiene un ganador, se estirará hasta los penales con el sistema FIFA hasta que haya un campeón.

Los aprendices de la gloria

Muchos de ustedes no saben lo que es esto. Ser campeón del interior es ser campeón del mundo, porque ese es el mundo de esos jugadores de camisetas que son banderas y escudos del pueblo. Ese es el mundo de los nacidos en esa tierra, el mundo de los que han llegado a ese terruño para vivir, trabajar, querer.

A veces hago un viaje a mi pasado, a los años más felices, y me vuelvo con una valija llena de cosas simples, cálidas y agradables que son el combustible de mi vaga prosa.

Tenía seis años, estaba en primero en la escuela Artigas y mi maestra era Perlita Marino. En casa había una bebé de meses, mi hermanita menor Andreína, y con papá, con Jazmín, mi hermana de tres años, en brazos y mis tíos Juan y Mario nos fuimos a la confitería a esperar a los campeones. Abuelo, el juez Martínez, sospecho el más futbolero de todos, se había muerto unos meses atrás sin llegar a ver a los héroes del pueblo de sus hijos, de sus nietos, que al fin era el pueblo de su alma, llegar en el tren de la esperanza. Pero el viejo, mi viejo, el que ahora ya no está pero siempre estuvo, estaba firme allí para iniciarme en el abrazo de la gloria.

Todavía me siento parado sobre las sillas de Crush con sus mesas redondas de lata en la vereda del Café del Centro, con los vestigios del exquisito ice cream soda estirado al límite con la soda del sifón que hacía equilibrio entre mis piernas.

El más glorioso atardecer de mi pueblo le está abriendo paso a la noche que completamente será de gloria cuando lleguen ellos, los campeones, los héroes para siempre, que desde otro pueblo vienen llegando con el trofeo de la gloria para definitivamente instalarlo en el altar de lo nuestro, de nuestras calles, de nuestros ruidos, de nuestros olores, de nuestro cariño, de nuestros enconos.

El tren de la esperanza, el que pasa poco pero siempre pasa, ya está por llegar al andén de la gloria en su nueva estación, que es mi mundo, en mi tierra, en mi vida, así como después sabré que lo será en la tuya, en la de ella y la de aquellos.

Suena la sirena a lo lejos, se estremece la calle principal. En el portal de la tienda de la esquina, dos niños apoyados como en un pedestal gritan: “¡Ahí vienen!” y agitan pañuelos blancos que su padre o su abuelo, o esas señoras de boquitas pintadas, les han dado.

Las sirenas suenan potentes, pletóricas, y ni siquiera en el silencio de la pausa dejan de estremecernos mientras se acerca el cortejo.

Mi padre, entonces, me recita los versos de Rubén Darío con los que me hacía dormir de bebé: “¡Ya viene el cortejo! / ¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines, / la espada se anuncia con vivo reflejo; / ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines”.

Y ahí pasan gozosos, explotando de alegría, nuestros campeones, mis campeones, que dejan chiquito al edificio de tres pisos con el que contrastan sus rostros de potentes héroes que, altivos y humildes, le sonríen a la vida.

Ganar, consagrarse, claro que importa, pero llegar es trascendente. Llegar es trascender, atravesar las barreras de lo esperado, atravesar las barreras del tiempo, quedar incrustado en la memoria. Llegar es el verdadero camino donde se obtienen tantas recompensas.

Ahí van, ahí vienen. Ahí están siempre los aprendices de la gloria, los padres de la victoria, los campeones.

Salú.

Eso es la gloria

Pablo Cabrera. Pablo Cabrera Plata es uno de los más grandes goleadores que han pasado por las canchas de OFI. En el fútbol maragato, a donde llegó hace ya 12 temporadas, ha sido campeonísimo con Central de San José, donde repetidamente ha conseguido la gloria de ser campeón del Interior. Con la selección maragata le había sido esquivo levantar la copa hasta este bicampeonato del Sur que han obtenido los josefinos.

Foto del artículo 'Lavalleja y San José definen el domingo en Minas la Copa Nacional de Selecciones'

Impagable

Un quinceañero cuestiona a otro quinceañero. “¡No te podés tirar así, hermano!”, riñe al grito y le da un tirón a la media en inspección de la canilla. “Ni que fuera la final del interior”, murmura uno metido en el borbollón bilateral, sin diplomacia.

Un volante de 30 despista la mirada, arquea los labios e idea sin éxito. “No te lo puedo poner en palabras”, admite. “Para nosotros, que somos laburantes del día a día, esto es impagable”.

De intranquilo pulso, un joven orquesta el baño de pesto en muzzarela: “Bo, en una semana vamos a ir a una final del Interior”, dice y enfatiza: “¡Una final del interior!”. Nadie responde, todos se arman de preemociones, como proyectando la agonía dulce de caminar por Guernica, cruzar el molino, tomar Lavalleja y hacer crujir las piedritas que rumbean a los sueños.

La final del Interior es la única grandilocuencia que se autoconcede el fútbol sin Montevideo. No se arrima -se sabe- a las luces del Stade de France, no le pega ni cuarto pechón a los rimbombantes santuarios posmodernos de pelota a la encandilada, pero tiene cara de protocolo. Acreditaciones, neoderechos de imagen, zonas restringidas, pulmones. Todo impropio. Tenemos, del Pando hacia acá, la idea general de bastión de lo nuestro; nos percibimos reserva, peloteamos con la apología de lo precario, hacemos bandera y nutrimos el orgullo. Pero la final del Interior es la final del mundo. Es el rato de ponernos los trajes de la gloria, cual siempre, mas con fragancia. Una, dos semanas y por el cielo eterno, pues -dicen- un campeón es para siempre.

¿Y eso?

Estar desayunando con el informativo de Canal 12 en la televisión a las siete y media de la mañana, antes de ir a la escuela, no es el estado de cosas más apacible del mundo, pero si uno levanta la vista y ve al ídolo de la vuelta en la misma pantalla que Tinelli, ya tiene un cuento. La cosa es que lo crean Matías, Pablito, la maestra Claudia y Ernesto. ¿A quién se le puede ocurrir que el de la tele ponga una foto que dice “Minas en abril” con el Pelo Berrueta festejando el gol que gritamos anoche en el estadio con papá, el tata Walter y el tío Fabián? “Seguimos repasando las principales portadas”, siguió el hombre que se habrá preguntado lo mismo que yo, pero con la plaza Cagancha en la cabeza. “¿Qué pone la diaria?”.

Somos nosotros

La historia del fútbol como valor popular es la historia de la construcción de las identidades locales, de los efectos de sus confrontaciones, de sus causas y rasgos, y de los modos en los que opera la subjetividad humana en general, en la cancha de lo propio y en el entrevero de pares. ¿Por qué y cómo nos aglutinamos? ¿Lo necesitamos? ¿Qué nos distingue? ¿A qué hora juega Lavalleja? ¿Citaron al primo Rodri?

Entre madres, padres, tíos, tías, amigos, amigas, vecinos, vecinas y jirones de vida, de barrio, de cuadro, de esencia, de historia y memoria, los héroes recorren de la plaza al barrio España, atraviesan Las Delicias, curten la Estación, andan el Zamora, vuelan la Rambla, trillan Peñarol, junan la fila. Hay una ciudad, la que pagó patentes de bicis para construirse un estadio, que lo piensa pintado, que chanflea las uñas, que vicha la hora, que va al almacén y pega el grito, brazo en alza: “Vecino, el domingo vamo’ el Lava”.

Andrés Berrueta: Es uno de los símbolos y goleadores máximos de la historia del fútbol de Lavalleja. Fue campeón del Este y del Interior en 2009 y marcó el gol del título en la final nacional a los 94 minutos, en Artigas y de tiro libre. A los 41 años, es su última etapa con la selección de su ciudad.