El miércoles se proyectará en la Facultad de Información y Comunicación (FIC) la primera obra digitalizada a partir de una película de nitrato de celulosa por el Laboratorio de Preservación Audiovisual de la Universidad de la República. Se trata de El eclipse solar de 1938, y esta es la historia del equipo de investigadores y las máquinas que se desviven por rescatar el patrimonio audiovisual del país.

Pimera escena: el hallazgo

Corría 2007. Rodrigo Arocena, flamante rector de la Universidad de la República, realizaba una recorrida por todas las dependencias universitarias para relevar necesidades y fortalezas. En el subsuelo de la Facultad de Derecho se encontró con funcionarios que, como tantos otros, le plantearon problemas. Pero no se trataba de un asunto cualquiera: la cosa olía realmente mal. En el fondo del subsuelo había un depósito del que salía un hedor tan espantoso que no los dejaba trabajar. “Cuando abren el depósito, se encuentran con que está llenó de películas de cine”, cuenta la historiadora Isabel Wschebor, del Laboratorio de Preservación Audiovisual del Archivo General de la Universidad de la República. “Como yo me había especializado en la conservación de materiales fotoquímicos en el Centro de Fotografía, Vania Markarian, jefa del Archivo General de la Universidad, me llamó para ver qué se podía hacer con todo ese material encontrado”. Para alguien no familiarizado con las películas de cine, el fuerte olor a vinagre que desprendía el material del subsuelo de Derecho era sólo una molestia. Pero para alguien que se preocupe por la conservación del patrimonio fílmico, como Wschebor, el asunto era más grave: cuando las películas de cine hechas en base de acetato de celulosa son guardadas en ambientes con humedad y temperatura adversos, comienzan a deteriorarse mediante una reacción química irreversible que libera ácido acético y que se contagia de película a película. Las narices de los funcionarios tenían motivo suficiente para quejarse, ya que este ácido es el que le da el olor penetrante al vinagre; pero para un conservacionista de películas, la gravedad del asunto era similar a la que enfrentaría un conservacionista de tigres al encontrar al último ejemplar de una especie justo cuando está sufriendo un infarto. Había que actuar pronto. Cuando entraron al depósito, la sorpresa fue grande. No sólo había unas 700 películas, sino que muchas pertenecían al Instituto Cinematográfico que había tenido la Universidad, conocido por su sigla como el Icur. “Nadie sabía a dónde habían ido a parar las películas que había producido el Icur. Había muchas leyendas sobre el paradero de ese archivo, desde que los militares lo habían destruido hasta que se había perdido” dice Wschebor, quien seguro al ingresar al depósito y encontrarse ese material puso la misma cara que Indiana Jones al encontrar el Santo Grial. Porque el Icur fue el primer instituto de cine de toda América Latina. “Cuando en 1948 y 1949 Inglaterra y Alemania fundaron en las universidades sus primeros institutos de cinematografía, el rector de esa época, Mario Casinoni, mandó al profesor Enrique Tálice a Europa para conocer la experiencia. A su regreso, en 1950, se fundó el Icur, que fue un instituto pionero en la producción de cine científico y también un semillero de la cinematografía nacional, porque ahí se formaron Mario Handler y Alberto Miller” reseña Wschebor. Fantástico, entonces. Aparecieron 700 películas, muchas de ellas de gran valor histórico y patrimonial. Sin embargo, el hallazgo fue sólo el comienzo de una serie de problemas, cuyas soluciones requirieron, y siguen requiriendo, investigación.

Segunda escena: los investigadores

Los archivos fílmicos presentan dos grandes desafíos. El primero es evidente, y Wschebor lo resume bien: “A diferencia de los archivos de papeles, que vos leés sin requerir ningún tratamiento adicional, los archivos fílmicos, si no se tiene la tecnología para reproducir las imágenes o para transferirlas a otro formato, no hay manera de que sean accesibles, por más política abierta y de acceso que tenga la institución que los custodia”. El otro problema es aun más grave: el cine no dura tanto como el papel. Las películas logran preservarse, a lo sumo, unos 150 años. Y para que lleguen a durar eso es evidente que hay que guardarlas en condiciones de humedad y temperatura bastante distintas de las que hay en un depósito del subsuelo de una facultad de Derecho.

“La verdad que no se puede trabajar en estos temas sin desarrollar investigación sobre estrategias tecnológicas para la preservación de los materiales y su transferencia a otros formatos” dice Wschebor. Y eso fue lo que hizo el Archivo General de la Universidad: creó, dentro el Área de Investigación Histórica, un pequeño núcleo de trabajo, el Laboratorio de Preservación Audiovisual, integrado por cinco investigadores (la propia Wschebor, Lucía Secco, Julio Cabrio, Mariel Balás y Evangelina Ucha). Hace un año que están en una oficina de la calle Rodó. Y si bien el caos imperante puede asustar a más de uno, nos aseguran que están mejor que antes: durante meses la unidad funcionó en el pasillo que conduce a la habitación que hoy ocupan, donde antes estaba el personal de vigilancia. El trabajo que realiza el laboratorio podría resumirse en dos grandes áreas: por un lado, investigar e implementar acciones para conservar mejor los delicados materiales audiovisuales, en particular los que están en condiciones de estropearse; por otro, cómo transferir el material a soportes que permitan que pueda accederse a ellos. Y ahí se enfrentan a un doble problema: por un lado la tecnología avanza vertiginosamente, y lo que ayer era un formato de calidad hoy es impresentable. “Las películas que digitalizamos en 2010 tenían una súper resolución... y hoy es la calidad con la que cualquiera sube un video a Youtube”, nos cuenta Cabrio. Por otra parte, cada formato nuevo que aparece dura menos. “En el laboratorio nos dimos cuenta de que solos no íbamos a poder” recuerda Wschebor. Y es así que comienza a armarse un frente que reunió a diversos actores preocupados por la preservación del archivo audiovisual. La alianza con el Instituto de Cine y Audiovisual del Uruguay (ICAU), con Cinemateca, con el SODRE y con distintos investigadores desembocó en la creación de la Mesa Interinstitucional por Patrimonio Audiovisual. La mesa se centró en dos objetivos: la obtención de equipos para poder hacer el telecine de los archivos, y la creación de un espacio único para guardar los archivos fílmicos, donde la Universidad, Cinemateca, el SODRE y todos los interesados pudieran ubicar sus cosas. De esas dos iniciativas, se concretó la primera.

Tercera escena: la máquina

Pasar una película de cine a un formato de video se conoce como “hacer un telecine”, vestigio de la época en el que los canales de televisión necesitaban convertir el soporte fílmico en, justamente, televisión. Hoy el telecine es además una digitalización, porque la película se convierte ya no en campos eléctricos para excitar un tubo catódico, si no en información binaria. La máquina que permite realizar esta tarea en el Laboratorio de la Universidad tiene una etiqueta de papel con un 62 escrito con draipén. El número tiene poco que ver con cualquier función audiovisual: así como un cuerpo exhibe una cicatriz, la etiqueta es la marca de la herida que sufrió una empresa de servicios de cine que dio quiebra. Sus equipos quedaron embargados por el Banco República, que los envío a remate. Pero nadie se interesó por el lote 62, que consistía en una aparato fabricado en Londres, probablemente en los 80, y que prestó servicio en alguna de las tantas estaciones de la BBC. La propia empresa que dio quiebra le insistió al banco que, en lugar de quedar varada en un depósito, la máquina fuera donada al grupo que trabajaba en la conservación y transferencia de archivos fílmicos. Y entre pedidos, burocracia e insistencia, finalmente la máquina con el 62 fue a parar al laboratorio de la calle Rodó. “Nosotros sabíamos que el aparato hacía telecine en un formato que ya no era el de mejor calidad. Pero igual seguimos adelante” cuenta Wschebor, que confiaba en que alguien se animara a enfrentarse al añoso equipo y lo adaptara a los tiempos que corren. “Sin embargo, todas las personas que vinieron a ver la máquina la miraban de arriba a abajo y se daban media vuelta”, dice riendo. Fue entonces que alguien les sugirió que había un ingeniero que podía darse cuenta de cuál era la lógica del funcionamiento del aparato. Ese ingeniero era Ignacio Seimanas, que a su vez arrastró a Jaime Vázquez. “Los dos se metieron como mecánicos abajo del aparato y empezaron a explorar” rememora Wschebor.

Cuarta escena: lo atamos con alambre

Algún día, habría que hacer un estudio sobre cómo afectan el hecho de vivir en sociedades signadas por la escasez de recursos a la inteligencia y la capacidad de encontrar soluciones económicas. Porque así como en 1959 el profesor Plácido Añón construyó un fuelle y mandó a limar los lentes de la cámara para hacer un macro que le permitiera filmar a escorpiones copulando, algo antes nunca registrado en cine y en lo que el Icur fue pionero, hoy en el laboratorio adaptaron la vieja máquina inglesa de telecine usada en la BBC a un aparato capaz de digitalizar películas de cine con una resolución apabullante. Cuando se refiere a Seimanas y a Vázquez, Wschebor los califica de “los héroes de esta historia”. Ellos se ríen. Pero enseguida comienzan a comentar, entusiasmados, cómo abrieron las entrañas de la máquina de la BBC y, cual anatomistas del siglo XVI, estudiaron para qué servía cada tripa. “Lo primero que hicimos fue ver en qué estado se encontraba luego de cuatro años de estar parada en un depósito. La enchufamos y no salió humo. Era un avance”, cuenta Vázquez. Seimanas agrega: “Es un equipo de buena calidad que estuvo en producción por 30 años o más. Ya tenía incorporada la tecnología digital para capturar imágenes en SD. Pero lo importante para nosotros es que pudiera mover bien la película”. Y cual sobrino del Pato Donald, Vázquez completa el razonamiento: “Si podíamos mover bien la película a través de una ventanita, le poníamos una luz y una cámara de foto, sincronizábamos todo y listo”. Parece sencillo. Pero no lo es tanto. Para Seimanas y Vázquez lo importante era que la máquina pasara la película manteniendo la tensión y la velocidad correcta. Eso lo hacía bien. Pero además, la máquina les decía cuándo el cuadro estaba exactamente en la ventanilla, mediante un contador de cuadros conectado a un display. Y los ingenieros dijeron: “Acá hay uno pulso. Y ese pulso nos va servir para sincronizar el disparo de la cámara de fotos cada vez que pase un cuadro de la película”. Luego de analizar el aparato “a puro tester”, encontraron el lugar dónde se originaba ese pulso, “y le conectamos un cable a nuestro sistema de control”, dice Vázquez señalando a su costado. Uno mira la mesa a la que señalan Seimanas y Vázquez esperando encontrar un complejo y enorme aparato. Pero sólo hay tres circuitos impresos, del tamaño de una caja de cigarrillos. Tienen conectados una variedad de cables, desde los finitos de distintos colores hasta unos USB y HDMI. Más que el centro de control de la máquina de telecine encargada de digitalizar el patrimonio fílmico de un país, parecen las piezas que vienen en esos juguetes didácticos para armar un robot que funciona a energía solar. Pero no nos engañemos. Una de esas cajitas es una Raspberry Pi, una computadora de placa única desarrollada, como el gigantesco y torpe aparato que tiene al lado, en Reino Unido. “La ventaja frente a una computadora común, además del tamaño y el consumo mínimo, es que tiene conexiones digitales de entrada y salida. Entonces a eso le ponemos relés, una fuente de alimentación, y un manejador de la velocidad del motor del aparato de telecine”. El tema de la velocidad es importante. Porque la forma de digitalizar las películas consiste en sacar fotos de alta resolución de cada fotograma. “Una de las dificultades que teníamos era lograr una velocidad uniforme de la película: que fuera lo suficientemente lenta como para que la cámara de fotos, una Nikon D7200, obtuviera una imagen de cada fotograma en tiempo y forma”. La velocidad normal a la que corre una película de cine es de 24 cuadros por segundo. Eso es demasiado rápido, porque implica tener que sacar 24 fotos en un solo segundo. “Además del tiempo en el que dispara la cámara, precisás un tiempo para que la cámara baje el archivo por el puerto USB y vuelva a estar pronta para disparar otra vez”. Haciendo cálculos y pruebas, Seimanas y Vázquez llegaron a la conclusión de que la velocidad de un cuadro por segundo o por segundo y medio les permitiría obtener los archivos RAW de 25 megapíxeles por cada fotograma que buscaban. “Para lograr esa velocidad, la Raspberry recibe el pulso de la máquina que hace correr la película, dispara la luz, que es una lámpara LCD, la luz ilumina el fotograma y en ese preciso instante la computadora ordena que se dispare la cámara de fotos”. La lámpara también tiene su secretos y su desarrollo local. En lugar de ser una lámpara LED corriente, la que usan Vázquez y Seimanas fue armada especialmente por Sebastián Fernández, docente de la Facultad de Ingeniería. “Tiene led fríos y calientes y además la luz está concentrada” explica Seimanas. Y el LED tiene varias ventajas: no genera calor y se puede prender como si fuera un flash. La computadora sincroniza todo: el motor de la máquina de la BBC, el encendido del LED y la toma de la cámara de fotos. “Así como el doctor Ángel Maggiolo colocó un chasis fotográfico debajo de su mano cuando se enteró en 1895 de que los rayos X atravesaban las superficies opacas, así como el profesor Plácido Añón filmó por primera vez escorpiones copulando con técnicas nuevas, nosotros sentimos que estamos continuando con esa tradición de crear soluciones” dice orgullosa Wschebor ante el relato de sus dos héroes ingenieros.

Quinta escena: el estreno

La primera película digitalizada con esta máquina donada y adaptada por investigadores universitarios se trata de El eclipse solar de 1938. Es el primer paso del Plan Nitratos, proyecto que busca digitalizar en alta definición las películas que hay en los archivos uruguayos fabricadas con nitrato de celulosa, un material altamente combustible y que se dejó de usar a principios del siglo XX. Son las películas más viejas y las que corren más riesgo de perderse: de allí la iniciativa de recuperarlas primero. “Si vos tenés el acta fundacional de la Universidad de la República, firmada por el presidente Manuel Oribe en 1849, el rector que la abra se va a emocionar y se le van a caer las lágrimas. Pero con el patrimonio fílmico es distinto. Vos le decís que la lata que tiene en la mano es muy valiosa, pero si la autoridad no tiene forma de ver lo que hay adentro, no hay forma de sensibilizarla para que tome decisiones sobre su preservación” dice Wschebor, como forma de adelanto de la exhibición pública de la película del próximo miércoles en la FIC. “Y el problema es que para sensibilizar a las autoridades, igual tenemos que hacer una inversión que implica riesgos en materia de investigación y desarrollo de soluciones. Y eso es lo que pasó con esta película digitalizada. Nosotros corremos ese riesgo porque sabemos que las autoridades no tienen por qué confiar en nosotros cuando les decimos que es importante salvar esos archivos: tienen que ver algo”, sentencia. Y lo que verán es maravilloso. La belleza del film opera a distintos niveles. Al interés científico se le suma el de la historia. Al de ver el pasado del liceo Zorrilla y a los astrónomos diseñando soluciones para poder filmar el evento solar, se le suma el vouyerismo extraño de poder fisgonear un tiempo que ya no existe. A la imagen del pabellón nacional ondeando que cierra el film y habla de un Estado y un país que se miraba a sí mismo, se le suma saber que para que podamos ver ese material historiadores, investigadores, ingenieros, distintas instituciones trabajaron diseñando soluciones e implementando acciones. “Con este evento se resumen diez años de trabajo” reflexiona Cabrio, del Laboratorio de Preservación Audiovisual. “Es una película de la colección del SODRE, que está guardada en el archivo de la Cinemateca Uruguaya, que se digitaliza en el Laboratorio de la Udelar con algunos recursos que aporta el ICAU... esto es realmente la expresión de un proyecto colectivo” resume Wschebor. Y pavada de proyecto es ese de no perder la memoria.

Función

Miércoles 24 de mayo a las 18.00, en la Facultad de Información y Comunicación (Jackson y San Salvador

Números

600* cantidad de pesos que costó la lámpara LCD adaptada en Ingeniería. 125* cantidad de dólares que se gastaron en los aparatos que controlan la máquina de telecine y sincronizan la toma de fotos de alta definición. 80* porcentaje de películas rodadas por el Icur recuperadas para el Archivo General de la Universidad. 1* cantidad de años que les llevó a Ignacio Seimanas y Jaime Vázquez hackear la máquina de telecine, escribir las líneas de código y avanzar en base a prueba y error.