Son más las personas que toman vino que las que defienden la investigación en ciencias básicas. Sin embargo, sin esa formación de los científicos sobre cosas tan “insignificantes” como las levaduras, la nariz de los bebedores podría estarse perdiendo grandes placeres. O al menos eso es lo que puede decirse sobre el esperanzador trabajo de las científicas Paula González y Stefani de Ovalle.
Es viernes y ya pasaron las 11 de la noche. Antonella tiene 14 años y mira a su madre frente a la computadora completar frenéticamente los campos de un formulario online para presentar un proyecto de investigación al fondo María Viñas de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII).
—Mamá, ¿qué ganás vos con este proyecto? ¿Te van a pagar más?
Su madre, Paula González, es doctora en bioquímica. Mientras aporrea el teclado a contrarreloj, le contesta que no, que ni un peso del fondo al que aplica irá a parar a su bolsillo.
—¿Pero entonces qué estás haciendo? —replica Antonella. Paula busca qué decirle, convencida de que no todo en el mundo es la plata. Ensaya contarle que el proyecto le aportará méritos y satisfacciones. Le habla de la vocación, del placer de trabajar con su equipo.
—Ay, mamá, dejate de joder. Tenés 43 años, tenés más mérito que la ruda. Además, ya estás casi por jubilarte.
Las levaduras y el vino
Paula hace años que vive rodeada de vino. Pero no se trata de un caso de consumo problemático, sino todo lo contrario: ella pone todo su intelecto y esfuerzo en encontrar la forma de mejorar el aroma del jugo de la uva que acompaña a la humanidad desde hace miles de años. En 2010 presentó su tesis de doctorado bajo el nombre “Purificación y caracterización de β-glucosidasas de cepas nativas de levadura. Diseño de un biocatalizador inmovilizado para la mejora de la calidad de vinos”. Puede que el nombre no resulte muy atractivo, pero los resultados que obtuvo cautivaron las narices de varios sommeliers.
Vayamos por partes. El vino se obtiene a partir de la fermentación de la uva. Las encargadas de ese proceso son las levaduras, hongos que al metabolizar los azúcares producen, entre otras cosas, el alcohol que a algunos seres humanos les hace la existencia un poco más llevadera y a otros les arruina la vida. En la fermentación actúan muchas enzimas, moléculas de proteínas que aceleran las reacciones químicas y que por ello se las llama biocatalizadores. Las enzimas están por todas partes allí donde hay procesos biológicos, por ejemplo en nuestra saliva, donde la acción de las amilasas en la boca da por iniciada la digestión de los hidratos de carbono. A la hora de producir el aroma característico de cada vino, hay algunas enzimas que son más importantes que otras. Y allí es donde Paula González centró su labor científica: “A partir de tres cepas autóctonas de levaduras, seleccioné una enzima que resultó interesante para la liberación de aroma”.
La investigación de Paula, además, tenía otro valor: la enzima que ayudaba a liberar el aroma del vino procedía de una cepa nativa de la levadura Issatchenkia terricola. En un mundo como el de la elaboración del vino, en el que lo local juega un papel tan relevante en el producto final, encontrar una enzima presente en una cepa de levaduras nativas significaba un plus para el proceso de diferenciación tan buscado por los bodegueros. “El objetivo era explorar la diversidad de cepas nativas de levaduras para encontrar enzimas, en mi caso β-glucosidasas, que permitan obtener un producto diferente, que se destaque por tener otro aroma y otra calidad de lo que hay normalmente en el mercado”, nos cuenta.
Paula obtuvo entonces su enzima y procedió a inmovilizarla, lo que quiere decir fijarla en una matriz o soporte para que pueda ser utilizada. El objetivo de la investigación era incubar un vino blanco moscatel joven con esta enzima que prometía liberar aromas que, por lo general, no están presentes en los vinos jóvenes. “Hay distintos tipos de aromas del vino. Los varietales, que son del tipo terpénico, se encuentran más en un vino joven. Pero las enzimas β-glucosidasas provenientes de la levadura I terricola son muy específicas para compuestos norisoprenoides, que son compuestos aromáticos poco frecuentes en los vinos jóvenes”.
La enzima aislada por Paula cumplió con lo que prometía. Al realizar el perfil químico del vino incubado tras 20 días, constató que había actuado sobre los compuestos norisoprenoides, lo que indicaría que liberaron los aromas deseados. “Hice el cálculo del valor de actividad odorante (VAO) para ver si la concentración que encontré en el perfil químico superaba el umbral de percepción teórico descrito para ese compuesto. Los umbrales para los compuestos norisoprenoides son muy bajos y lo que obtuve los superaban”. Pero claro, eso es lo que dice una máquina que costó unos 70.000 dólares y que es capaz de analizar los compuestos químicos. Y por ahora las máquinas no toman vino: había que ver qué decían las narices de los consumidores.
Para ello, diseñaron un test sensorial en conjunto con la cátedra de enología de la Facultad de Química. A un grupo de expertos y estudiantes avanzados de sommelier se les dio a probar en cabinas sensoriales tres vinos blancos moscatel: uno tratado con la enzima obtenida de la levadura nativa por Paula, otro era uno de los que hay en el mercado y el tercero estaba tratado con enzimas que se venden en Uruguay. “De 20 evaluaciones, unas 18 dijeron que había una diferencia significativa en el aroma en el vino tratado con las β-glucosidasas. Pero, además, vi que los compuestos norisoprenoides que yo había encontrado en el perfil químico se correspondían con las notas sensoriales de los catadores: miel, pasas, nuez, todas notas que son deseables en un vino tinto y no tanto en un vino blanco joven, que es más frutal”. Éxito: el referéndum de las narices había corroborado el frío análisis de la máquina de miles de dólares. Las β-glucosidasas obtenidas de las cepas nativas de las levaduras I terricola habían logrado un vino más distintivo.
“El mercado del vino es cada vez más competitivo, y los enológos están enloquecidos buscando cepas y enzimas nuevas que le aporten tipicidad aromática. Porque las bodegas compran sus insumos y sus enzimas a unas cuatro superempresas multinacionales que les venden esos insumos a todas las bodegas del mundo”, dice Paula. En un mercado en el que se busca sobresalir, la investigación de Paula es alentadora. Pero claro, siempre surgen problemas.
El siguiente paso
Paula siguió estudiando su enzima convencida del gran potencial que tenía para liberar compuestos volátiles que le dieran más complejidad al aroma de los vinos. En el transcurso se le sumó Stefani de Ovalle, que hoy está haciendo su posgrado con base en esta línea de investigación. Pero las dos se enfrentan a un gran problema: la cepa de levadura nativa de Issatchenkia terricola, como buena oriunda de Uruguay que es, resultó medio holgazana. Su producción de la enzima β-glucosidasa es muy baja. Para obtener una columnita de biocatalizador inmovilizado del tamaño de una lapicera, tuvieron que procesar cinco litros de cultivo de levadura. Es un enorme esfuerzo, que complica la futura transferencia de este descubrimiento del laboratorio a la bodega. Pero por suerte Paula y Stefani tienen un plan. Y allí es donde uno comprende por qué Paula estaba a las 11 de la noche de un viernes completando un formulario online.
“Para aumentar la productividad de la levadura hay dos estrategias posibles. Una, el escalado y los bioprocesos, que ya la intentamos”, cuentan. Para eso, Stefani se fue en una pasantía a La Plata para hacer biorreactores y optimizar las condiciones microbiológicas del cultivo. “Probó una cantidad de cosas para ver si le dábamos algo de comer a la levadura que le gustara más y así liberara más enzimas, pero no mejoramos mucho la producción. Entonces teníamos que recurrir al segundo camino: las herramientas moleculares”.
Stefani ya está trabajando en ello. Pero sin la financiación, como la que buscan en el fondo María Viñas, el camino será más difícil. “Queremos conocer esta enzima desde el punto de vista de su secuencia aminoacídica. La vamos a secuenciar con herramientas moleculares para conocer el gen que genera la β-glucosidasa”, relatan, y uno ya vislumbra cuál será el siguiente paso: “El objetivo es introducir ese gen en una levadura más productiva que logre expresar más cantidad de la enzima que precisamos”. Chan.
Una levadura genéticamente modificada sería un organismo transgénico. “No lo digas así, suena feo”, se atajan riendo las dos. Les prometo que la nota no se titulará “vino transgénico” porque estoy fascinado y quiero que sigan hablando. “Una vez que tengamos el gen de la β-glucosidasa de una cepa nativa de levaduras, lo vamos a clonar en la Saccharomyces cerevisiae”. ¿Y esa quién es? Es una gran conocida por la industria de alimentos, porque es la levadura fermentadora por excelencia, y como su nombre lo indica, se usa para fermentar la cerveza, pero también el pan y el vino. Trabajar con una levadura conocida facilita las cosas: “Lo único que vamos a hacer es ponerle el gen de la enzima que ella no tiene, porque esa levadura no produce la β-glucosidasa”.
Los enólogos de todo el mundo comenzaron a ver que, además de la Saccharomyces, había otras cepas de levaduras que, al hacer fermentaciones mixtas junto con ella, le daban al vino cierta aromaticidad particular, produciendo vinos más diferenciados y diferenciables entre sí. Y se vio que todo el aporte del aroma venía de las enzimas que no eran justamente la Saccharomyces. “Ahí todos nos empezamos a focalizar en las levaduras que no son Saccharomyces”, dicen las dos casi al unísono.
Uno ya puede imaginar las objeciones que algunos pondrán a un vino más aromático producto de una variante modificada de levadura. “En nuestro país no hay antecedentes de esto, de modificar genéticamente una levadura, pero en otros países sí hay patentes. En países más nuevos en la historia del vino, como Canadá, Estados Unidos o Australia, cada vez es mayor la tendencia a utilizar la ingeniería genética, y nadie dice que sea un vino malo o transgénico. Es simplemente recurrir a las herramientas moleculares en pro de la mejora de la calidad del producto final. En nuestro caso, un vino más aromático y más complejo”, aclaran. Y uno desea agregar que el vino resultante no sería transgénico. La uva es la misma utilizada en cualquier vino. La diferencia estaría en las levaduras que son biocatalizadores, que luego se filtran y no terminan en la copa. Estas levaduras soñadas por Paula y Stefani son seres vivos que sólo romperían enlaces presentes en la uva natural y liberarían aromas que de otra manera pasarían desapercibidos por nuestras narices, porque para que podamos oler un vino necesitamos que los compuestos sean volátiles. Si quedan atrapados en el líquido, tanto da que estemos resfriados o seamos unos sabuesos.
Objeciones dejadas de lado, queda ver de qué manera estos descubrimientos pueden ser utilizados. El gen que produce la enzima no es patentable. Pero lo que sí se puede patentar es todo el protocolo para lograr que una cepa de Saccharomyces cerevisiae produzca la enzima β-glucosidasa que nuestra levadura autóctona, la I terricola, aprendió a producir en viñedos de Canelones. “Sería buenísimo patentarlo, pero el fin último, como el de todo investigador, es trabajar, diseñar y poner todas las energías en un producto que puede llegar a estar bueno y que puede llegar a agregar mucho valor agregado”, reflexionan las dos.
Para introducir el gen en la levadura deben recurrir a la cooperación y para ellas esa parte es de las más enriquecedoras. “Cuando quisimos incursionar en la parte molecular, nos dimos cuenta de que acá no tenemos equipamiento. Y en lugar de buscar colaboración afuera, la buscamos en nuestro país. En la Facultad de Ciencias hicimos un buen equipo con Ana Ramón y Andrea Villarino”. Pese a que ese acuerdo no cuenta con financiación, Stefani hace un año que está yendo a Ciencias con Ana y Andrea para abordar toda esa parte molecular que en la Facultad de Química no pueden.
El futuro no está tan lejos. “El proyecto que presentamos es ambicioso. Si nos lo financian, pensamos tener en tres años una cepa de levadura Saccharomyces cerevisiae con el gen que produce la β-glucosidasa y probarla a escala de laboratorio. Haríamos la evaluación química y sensorial de los vinos y veríamos si funciona o no. Luego queda la otra etapa, que es la transferencia”. Para todo ello necesitan dinero, porque los reactivos moleculares son caros, y porque precisan más gente trabajando en el proyecto.
La del estribo
Antonella tiene hoy 40 años. Con la edad aprendió a diferenciar las sutilezas que separan a un gran vino de un vino de caja. Descorcha una botella de tinto joven y un aroma a nueces, pasas y miel le llena la nariz. El olfato, tal vez el más primitivo de nuestros sentidos, le trae la imagen de su madre completando frenéticamente el formulario online para aplicar al fondo María Viñas a las 11 de la noche del viernes.
Y entonces lo entiende todo.
No sólo en vino blanco
Paula y Stefani probaron su enzima no sólo en un vino blanco moscatel joven. También sometieron a un tannat joven a su proceso de aromatización. “Anduvo bárbaro. Se comportó de la misma forma. Encontramos una especificidad muy alta de la enzima para los sustratos glicósidos, siempre ataca ese tipo de enlaces y al romperlos libera moléculas que se volatilizan y dan ese aroma característico”. Corriéndola de atrás
En Uruguay no es legal en la industria vitivinícola agregar enzimas... pero se agregan de forma enmascarada. “Estamos a años luz de Europa, donde las venden y se las agregan sin problema”, dicen Paula y Stefani. Y siguen: “Pero en nuestro país las enzimas se echan, porque se usan peptinasas, que están permitidas para clarificar el vino. Y cuando se echan las peptinasas, puede ir una glococidasa y alguna otra glicosidasa colada que también termina aportando en la liberación de aromas. De hecho, la preparación comercial que nosotros utilizamos como control tiene peptinasas y otras enzimas que no se usan acá para incrementar aromas, pero es una mezcla de enzimas que también los potencian”. Mucha gente defiende el vino obtenido de la forma más artesanal posible; cuanto más biológico y menos agregados tenga mejor. Pero también resulta que las levaduras comunes no liberan todo el potencial de aromas presente en la uva. Por otro lado, están los sesgos culturales: “La mayoría de las bodegas hacen todo como a ojo. Es un trabajo muy válido, muy artesanal, pero creo que se puede compaginar la tecnología y la ciencia con eso para lograr un vino mejor”, dicen las científicas. “En nuestro país hay cierta resistencia a aceptar estas innovaciones. Pero si vas a otros lados, como por ejemplo España, cada bodega tiene su departamento de I+D. Es como la panacea, cada una está investigando en sus propias instalaciones y uno se pregunta qué hace acá”.